Fecha de publicación: 19 de febrero de 2023

Queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y hermanas:

Estamos, como os decía al comienzo, en el VII Domingo del Tiempo Ordinario, en el que Le hemos pedido al Señor que nos dé esa capacidad de ser coherentes y de profundizar en su conocimiento espiritual, el conocimiento de las cosas espirituales. Venimos a escuchar la Palabra de Dios, que es “lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero”. Venimos a alimentarnos con la Palabra del Señor, que robustezca nuestra vida cristiana, nuestra vida espiritual, y pedimos también alimentarnos con el Cuerpo del Señor, Cuerpo Eucarístico donde Cristo está verdaderamente presente. Y venimos, como decía al comienzo, a compartir nuestra celebración con los hermanos que profesan la misma fe que confesaremos dentro de un momento. ¿Y que nos trae la Palabra de Dios?, ¿de qué nos habla hoy la Palabra de Dios?

El Señor nos ha hablado de santidad. Esa santidad exigible a un creyente, en primer lugar, y es lo que hemos escuchado del Libro del Antiguo Testamento, en la primera parte. Se nos invita a vivir una vida moral en coherencia con lo que somos. Y ahí está la cuestión principal y fundamental que después Nuestro Señor Jesucristo, a la hora de hablarnos en el Evangelio, siguiendo el Sermón de la Montaña, que ya habíamos escuchado estos domingos pasados, las Bienaventuranzas, las exigencias del Sermón de la Montaña, que es para los cristianos; que no es una utopía decir que es imposible, es un deseo al que nunca llegaremos, o todo lo más, pues personas escogidas, que son los santos; pero el común de los mortales, el común de los cristianos, parece que vemos eso como un imposible. Pues, no. Y quizás nos pasa eso porque vemos lo accidental y no nos fijamos en la esencia. ¿La esencia cuál es? ¿Cuál es el motivo por el que tenemos que ser santos?, como nos invita en el Antiguo Testamento y nos invita el mismo Jesús: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es Perfecto”. Además, San Pablo, en el himno que comienza la Carta a los Efesios, nos dice que Dios nos eligió en la Persona de Cristo antes de la constitución del mundo, “para que seamos santos e irreprochables por el amor”. Y, ¿cuál es el motivo o la causa? Pues, que somos hijos e hijas de Dios; que somos “templo del Espíritu Santo”, como hemos escuchado en la Segunda Lectura. Que Dios habita en nuestros corazones. Que somos consagrados a Dios por el bautismo. Y aquí está la raíz de la exigencia de la santidad. Dijimos también que la santidad no es hacer cosas raras.

La santidad es el seguimiento de Jesucristo, queridos amigos. Es vivir como Jesús vivió, diría san Ignacio. Es acompañarlo. Es el seguir a Cristo. Es el ser seguidor de Cristo. Es ser, pues, como el Señor, pero anda que eso no es difícil. Pues, sí, pero es lo que Él nos pide y Él se ha encarnado, se ha hecho hombre, se ha hecho imitable. San Pablo nos dice que tengamos “los mismos sentimientos de Cristo”. Pero no sólo nos ha sido un deseo del Señor o un mandato. Es que nos ha preparado y nos ha hecho, nos ha redimido para ello: nos ha consagrado a Dios. Somos algo santo. Somos “templos del Espíritu”. Somos hijos e hijas de Dios. Somos otros cristos cristificados por el bautismo, de tal manera que hemos sido conformados con Cristo, hechos coherederos con Cristo. Sí, esos son los motivos profundos de lo que somos y esa es nuestra dignidad. San Agustín, cuando predicaba, decía: “Yo con vosotros soy cristiano y esta es mi gloria. Este es un título de honor. Esta es mi dignidad. Yo para vosotros soy obispo y esa es mi carga, esa es mi tarea”. Y lo más importante es que somos cristianos; que somos hijos e hijas de Dios. Y ahora, el obrar sigue al ser. Tenemos que obrar según somos y no podemos ser hijos e hijas de Dios, no podemos ser otros cristos cristificados, redimidos por Cristo y luego no vivir. Y ése es el gran pecado nuestro, personal y colectivo, muchas veces: que no somos coherentes con nuestra dignidad de cristiano; que no somos en nuestra vida de cada día coherentes y auténticos con la realidad profunda y maravillosa de nuestro ser cristiano. Por eso, hoy se nos renueva esta llamada a la santidad, que ya ha hecho el Concilio también en nuestro tiempo, en la Lumen Gentium, con todo un capítulo dedicado a la llamada universal a la santidad.

Y nos lo ha recordado el Papa Francisco, en uno de sus últimos grandes escritos “Gaudete et Exultate” (Alegraos y exultad). La invitación a la santidad, porque eso es, en definitiva, lo más importante que podemos hacer en nuestra vida: una santidad canonizable. Y podéis decir, eso es imposible. Pues, no es imposible. Y tenemos ahí a los santos. Y podéis decir, los santos estaban hechos de una materia especial. Pues, no es así. Los santos tenían sus defectos y vemos en los propios apóstoles que tienen sus defectos: se pelean entre sí, les come la ambición, no eran nada sencillos, dejan a Jesús solo, le son infieles, lo venden, son intransigentes. Y el Evangelio no se ha callado sus defectos, para enseñarnos que si hay en ellos fue posible seguir a Jesús, ¿por qué nosotros no? Y lo vemos en la historia de la santidad, de toda condición, de toda clase social, de toda edad, de todas las épocas. Y también en nuestra época están esos santos de la puerta de al lado que llama el Papa Francisco. ¿Y en qué consiste la santidad? Pues, en cumplir los mandamientos que nos pone el Señor. ¿En qué consiste la santidad? En vivir la lógica de Dios. Esa lógica, esa sabiduría que hoy pondera el Apóstol en la Segunda Lectura en la Carta Primera a los Corintios. Esa sabiduría de Dios que es una manera distinta de ver las cosas y de ver nuestra realidad, y ver el mundo y contemplar a Dios a como se hace humanamente. Es ver a Dios como Padre misericordioso. Es ver a los demás como hermanos, con igual dignidad que nosotros. Es vivir esa moral tan exigente, podríamos decir, que nos pone Jesús el Evangelio de perdonar al enemigo, de no rehuir ante quien nos pide algo, de ponernos al servicio de los demás, de que los últimos son los primeros y los primeros, los últimos, ese amor a los enemigos… Todo eso, ¿por qué no empezamos a ponerlo en práctica en nuestra vida de cada día? ¿Por qué no desglosamos? Porque, al fin y al cabo, la santidad es vivir el amor a Dios y el amor al prójimo en que se resume los mandamientos. Bueno, pero, ¿por qué no lo ponemos en práctica? Pero, tenemos que pasar de las grandes ideas, de lo abstracto, no basta con decir “yo quiero ser bueno, yo quiero ser santo”. No. En cosas concretas, examinar nuestra vida. Y qué tengo yo que cambiar y parecerme a Jesús. En qué tengo yo que ir sacando a ver a la claridad la imagen de Cristo que hay en mí. Oye, pues eso es desmenuzar. Y desmenuzar cada uno en sus circunstancias de vida.

Y desmenuzar, queridos matrimonios, en este final de vuestra Semana dedicada al matrimonio, en esta época y en estos momentos en que muy pocos jóvenes se casan. Y no se casan, no sólo por razones económicas, que, ciertamente, hay dificultades económicas para acceder a una vivienda, se lleva la mayor parte y casi toda la vida del trabajo de los esposos; no sólo por cuestiones económicas, es fundamentalmente por miedo al compromiso, porque se tiene miedo a perder la libertad. Y se piensa que la libertad y la entrega son incompatibles. Y prefieren estar con lazos sueltos, con la indeterminación para poder romper fácilmente, para que sea fácil desunirse. Y claro, con una sociedad así, con una falta de fundamentación así en los valores y en los criterios personales y colectivos; cuando el matrimonio ha sido absolutamente molido, se resquebrajan otros elementos de la vida familiar, de la vida social, en consecuencia. Se vive esta penuria de natalidad que vivimos en nuestro país y, al mismo tiempo, se aprueban leyes que atentan contra la vida, aunque sean constitucionales, y se llama con eufemismo “interrupción del embarazo” cuando es aborto, cuando es un asesinato, cuando es un crimen de un ser humano. Y si se es capaz de hacerlo con un ser humano en el vientre de su madre, que es el receptáculo que incluso la naturaleza ha puesto Dios para estar más protegido del ser más indefenso, qué no se hará en la intemperie de la sociedad ante los más desvalidos. Perfecto, que se cuide a los animales, que se exija un curso para tener un perro, que se haga todo esto, perfecto, es una sociedad avanzada, una sociedad culta, que quita el maltrato al animal. Pero, ¿y el ser humano, no necesita una ecología integral? ¿Y el ser humano, no necesita una protección, toda vida humana y la vida de todos, desde la concepción hasta el momento natural final de su vida?

Pero claro, cuando se abren las compuertas, queridos hermanos, ya no se para. Cuando se decide sobre lo bueno y lo malo es una mayoría, previamente con unas tácticas para una rentabilidad o una eficacia, sea electoral, sea de poder, ya no se para. Cuando no se tiene ese fundamento en el Dios que es compasivo y misericordioso, que sostiene y que nos da esa dignidad e igualdad entre todos los seres humanos, porque somos hijos e hijas de Dios, ya no se para. Necesitamos recomponer. Y la gran escuela de socialización, la gran escuela de amor, la gran escuela es el matrimonio. Pero, cuando se quita a Dios del horizonte, cuando se quita lo trascendente y quien realmente compacta y hace sólidos los compromisos humanos para siempre, pues, lógicamente, todo se disuelve.

Queridos hermanos, el matrimonio no es algo pesado, no es algo de chiste. El matrimonio es (…) y es la familia. Es donde un ser humano tiene esa prolongación del cobijo con el que nace a la vida, en su familia y en la sociedad. ¿Quiénes son los grandes protectores ante las desgracias del ser humano en la sociedad? La familia. PidámosLe hoy, en que el Señor nos invita a la santidad, por la santidad del matrimonio, por la santidad de las familias.

Y queridos amigos, que venís de Medina del Campo, que la religiosidad popular sea en las tierras de Castilla, que recuerdo con cariño, con emoción, vivida en vuestra sencillez, en vuestra naturalidad, en esa reciedumbre castellana, vivir ese amor profundo de encarnar el amor y el hacer de Cristo y la esperanza en las costumbres de un pueblo, en sus manifestaciones artísticas.

Que todos logremos que esta sociedad nuestra recupere los valores cristianos, que, en definitiva, ensalzan al hombre, porque el primero que nos ensalza es Dios mismo que se ha hecho uno de nosotros en Su Hijo Jesucristo, vocación suprema del hombre.

Que Santa María, Madre de Dios y madre nuestra, Madre de la familia, cuide nuestras familias y las proteja, dé fidelidad a los esposos y, como pedimos en la Misa o en la liturgia de la Sagrada Familia, que imitemos las virtudes domésticas de la Sagrada Familia y su unidad en el amor.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

19 de febrero de 2023
Catedral de Granada

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