Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada (infinitamente amada por Jesucristo);
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridas hermanas, hermanos y amigos todos:

Para los que sois de Granada, sabéis que llevo prácticamente un mes sin celebrar la Eucaristía en la Catedral por motivo de una operación en la columna y es “mi primera Misa”, como dicen los sacerdotes recién ordenados. Y esta Eucaristía de los domingos es para mí un momento tan bello de unión con vosotros, de la presencia de Gracia del Señor, que lo echaba mucho de menos. Todavía no estoy bien del todo, tengo que andar y tengo que no hacer movimientos de ciertos tipos, pero puedo celebrar la Eucaristía.

Ha permitido al Señor que ni siquiera el día de mi operación, ni al día siguiente, me quedase sin Eucaristía. Y eso lo considero una gran Gracia de Dios, aunque celebraba sentado en mi casa. En la Eucaristía yo no tengo nunca más que una intención: las necesidades de la Iglesia que el Señor me ha confiado, donde entráis también los domingos especialmente, pues todos aquellos que pasáis por Granada y os unís a esta celebración, que son miles de personas que vienen de fuera, yo os considero a todos parte de mi familia y parte de mi misión, al menos en este rato.

El Evangelio y las Lecturas de hoy son preciosas. Cuando el profeta Isaías dice que va a volver la paz a Jerusalén, que va a desaparecer su luto y su dolor –“consolad a mi pueblo, consolad a Jerusalén. En Jerusalén vais a ser consolados como un niño al que su madre consuela”-, y yo veía la imagen que todos, hemos visto tantas veces de un niño “temoso” (como decían en un pueblo en el que yo viví cuando empezaba a ser sacerdote, hace muchos años; decían que los niños o las personas se ponían temosas cuando un niño lloraba, no dejaba de llorar y sólo cuando se pone en brazos de su madre…); pues, “como un niño a quien su madre consuela -dice el profeta- así consolaré yo”.

¡Cuánta necesidad de consuelo tenemos todos! Del consuelo que da la certeza de un amor fiel, de un amor que no mide nuestros resultados, nuestros balances, nuestros logros, nuestros éxitos; que nos quiere porque nos quiere y porque no podría hacer otra cosa más que querernos, pero que no está dispuesto, por nada del mundo, a dejar de querernos. Y eso es lo que Dios ha revelado de Sí en la persona de Jesucristo. Por eso dice San Pablo: “Me glorío en la cruz de Jesucristo”. ¿Por qué? Pues, porque en la cruz de Jesucristo se ha revelado que al amor de Dios no lo detiene nada. No lo detienen mis mediocridades, mis límites por mi forma de ser, por mis pecados… no lo detiene. Dios nos ama y esa es la Buena Noticia. Esa es la Buena Noticia de la que es portadora la Iglesia, no un día, sino todos los días; no unos días singulares al año, sino constantemente. Cuando digo “a la Iglesia” no digo “los obispos” o “los curas”. Cada uno de nosotros somos portadores de la Buena Noticia en la medida en que hemos conocido al Señor. Conocer al Señor es lo más grande. Había un anuncio de los coches de Ford hace muchos años, cuando yo era joven. Ponía una foto de un Ford pequeñito en la televisión, alguien lo compraba y decía: “Es lo mejor que me ha pasado”. Bueno, pues no. Comprar un coche no es lo mejor que le pasa a uno en la vida. Lo mejor que le pasa a uno en la vida es poder saber que el amor de Dios nos ama sin reservas, nos ama sin tener que conquistar ese amor convenciendo a Dios de lo buenos que somos. Nos ama sin límites. Y ese “sin límites” es un rasgo del hecho cristiano.

Llevad la paz. Sed portadores de paz para todos los hombres. Nosotros no excluimos a nadie. En el Evangelio de hoy hay algunos que se excluyen. Dice: “Si no os reciben, volverá a vosotros vuestra paz”. Ellos se lo pierden, pero la idea no es que son malos, no lo merecen. Nadie nos merecemos haber conocido al Señor. Y dice: “Pero, aun así, cuando os marchéis, decirles que el Reino de Dios ha llegado”. Es decir, que podéis empezar a vivir. Porque, ¿de qué tenemos necesidad en nuestro mundo? Pues, de humanidad, de una humanidad buena. ¿De qué tenemos hambre? Y se nota, se nota en este tiempo de la postpandemia. Se nota hasta en el comienzo de las vacaciones, hasta la necesidad de fiestas que tenemos. Tenemos necesidad de una humanidad que sea bonita, donde nos podamos mirarnos unos a otros con un afecto grande, lleno de respeto y lleno de cariño. Con el mismo cariño que nosotros recibimos de Dios, sin límites. Un cariño que busca nuestro bien; que desea que seamos felices; que desea que vivamos en paz. Ese es el saludo del Ángel a la Virgen: “Dios te salve María”. Un saludo en que siempre se ha dado en el mundo judío: “La paz esté contigo”. Y nosotros hemos recibido esa paz. Queremos ser portadores de esa paz para todos los hombres, también para nuestros enemigos. El Señor no ha venido para que dividamos el mundo en buenos y malos, porque siempre nos equivocamos cuando juzgamos, cuando juzgamos a alguien como malo. Qué sabemos de cómo ha sido la historia de esa persona. Qué sabemos nosotros cómo ha sido su infancia. Cómo ha sido su relación familiar. Qué historia de sufrimiento, de dolor, de heridas o de abuso… Qué sabemos nosotros. Sólo Dios conoce y Dios, que conoce, no deja de amar.

Pues, nosotros, que conocemos a Dios, tampoco podemos tirar la toalla de querer. Y ahí se abre para nosotros un esbozo, una primicia, una especie de aperitivo del Cielo, que es al que estamos llamados. El Reino de Dios aquí en esta tierra es un reino de amor y de paz. Cada uno de nosotros, en ese sentido, somos apóstoles de la paz. El Señor no vino para hacer una Iglesia que hiciéramos ciertos cultos y ciertas prácticas: quinario, novenas, procesiones, celebraciones de la Eucaristía o la obligación de los otros Sacramentos. No. El Señor ha venido para que la humanidad se renueve. ¿Y cómo se renueva la humanidad? Descubriendo que es querida. ¿Podemos nosotros contribuir de algún modo a que personas que tenemos cerca o personas con las que nos tropezamos, o la señora que nos sirve, nos prepara la cuenta del sábado para el Mercadona para toda la semana, no necesita una mirada de afecto? ¿Podemos nosotros asegurar que esas miradas de afecto no hacen el mundo mejor? Claro que sí. Y no porque anunciemos que va a haber un retiro o que va a haber una catequesis, o un buen sermón, sino, sencillamente, porque uno está contento porque ha experimentado el amor infinito de Dios y esa alegría no se puede ocultar. No la ocultéis. Pedídsela al Señor, pero no la ocultéis cuando la tenéis. Derramad sobre este mundo dolorido, herido de tantas maneras, pero, sobre todo, herido por el pecado, el aceite de la misericordia, el aceite del perdón.

Acabamos de celebrar el día de San Pedro y San Pablo, y en Roma se ha celebrado también hace unos días la Jornada Mundial de las Familias. Los que tenéis acceso a internet buscad en la página web de la Santa Sede la Jornada de las Familias. Hay un testimonio de un matrimonio libanés joven, padre de siete hijos, que una mañana de un domingo van con los niños, con unos primos, a tomarse un helado y un coche guiado por un drogadicto que iba sin control mató a cuatro de los niños: a uno de los primos y a tres hijos pequeños de esta familia. El testimonio de perdón, el testimonio de paz, que ese matrimonio da deberíamos leerlo todos. Para mí ha sido un testimonio que dices “esto es cristianismo en vena”. Ese cristianismo en vena que yo quisiera transmitiros, pero que sé que no sé transmitir de ninguna manera, ellos, un matrimonio sencillo, normal, cristiano, lo transmite como de manera espontánea, diciendo “¿cómo podríamos educar a nuestros hijos, a los que han quedado, enseñar a nuestros hijos a amar como Dios nos ama, si nosotros no hubiéramos podido perdonar? Si nos vieran a nosotros amargados toda la vida por lo que ha sucedido”. Sobrecoge por su sencillez. Sobrecoge por la verdad de su fe.

Haber conocido a Jesucristo, creer en Jesucristo es vivir así. Veréis, nadie estamos libres de que nos pille una enfermedad, de que muera un ser querido, de que tengamos un accidente en el que nos suceda que nos quedamos paralíticos para toda la vida. No. Nadie estamos libres de las cosas que pasan en el mundo, ni siquiera del mal de los demás o de las consecuencias de nuestro propio mal, pero quien ha conocido a Jesucristo sabe que el mal nunca tiene la última palabra. La última palabra la tiene el amor de Dios, y eso es lo que significa “el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Claro que ha llegado a nosotros. Porque ha llegado a nosotros podemos vivir con alegría. Podemos pedirLe al Señor el don de la alegría. El Papa Francisco dijo en alguna ocasión que una persona que hubiera estado siempre alegre no necesitaba proceso de beatificación ni de canonización, se la podía canonizar directamente, porque la alegría es el primer fruto del Espíritu Santo. Mientras que, cuando nos falta Dios, casi no sabemos más que quejarnos y esa queja siembra la tristeza en las personas que tenemos alrededor. Nos quejamos de cómo estamos, nos quejamos del calor. Luego nos quejamos de que aquí hay aire acondicionado y luego nos quejaremos del frío. Luego nos quejamos de que éste no entiende, de que a ésta no hay quien lo aguante, que siempre tiene que salirse con la suya. Nos quejamos. Vivimos quejándonos. Decidme, ¿merece la pena vivir así? Francamente, no. ¿Qué necesitamos para vivir bien? A Jesucristo.

Que el Señor nos conceda comprender esto y, sobre todo, vivirlo. Es muy sencillo. Si el cristianismo no crece a base de grandes cosas. Crece porque dices “anda, no quiero perdonar como estos, yo quiero conservar la alegría como éstos la conservan, yo quiero ser como ellos, quiero parecerme a ellos, quiero estar cerca de ellos para que se me pegue algo”. Así crece el cristianismo.

Vamos a rezar el Credo y a pedirLe al Señor que nos conceda experimentar Su amor y ser capaz de comunicarlo con toda sencillez: queriendo. No hablando del amor, sino queriendo a todos los que podamos hacer llegar ese amor.

El Señor os bendiga a todos. Que bendiga vuestras vacaciones, los que estáis de vacaciones.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de julio de 2022
S.I Catedral de Granada

Palabras finales, antes de la bendición.

Cuando antes os he hablado del día del Papa he hablado sólo de la caridad económica a la obra del Santo Padre, pero porque estaba empezando la colecta. No es eso lo más importante del día del Papa. Lo más importante que los cristianos podemos hacer es pedir por él. Que el Señor le sostenga en su testimonio en la verdad de un cristianismo sin barreras, y no sólo barreras arquitectónicas para las personas impedidas en los museos, sino las barreras que a veces nosotros ponemos, para que hombres y mujeres de buena voluntad puedan experimentar la bondad y la misericordia del Señor.

Que, en ese servicio incansable que el Papa hace, nuestro Papa Francisco, y que lo hace, además, en continuidad, y lo digo con conocimiento de causa del Papa Benedicto, del Papa Juan Pablo II y del Papa Pablo VI, que son sus maestros inmediatos, pues, Dios mío, que el Señor le sostenga, que le dé fortaleza, que ofrezca, como lo hace por todos nosotros, su rodilla, y en esa comunión de los santos, de sus gozos y de sus dolores, el Señor bendice siempre esa comunión.

Ahí estamos todos. También vuestros dolores, también vuestras fatigas, vuestros cansancios, vuestras penas. Nada hay en nosotros que le sea ajeno al Señor y que el Señor no ponga en Su corazón.

Escuchar homilía