Qué breve, qué sencilla y qué honda es la antífona que acabamos todos de cantar. Y cómo resume, de una manera tan humana, sencillamente, el sentimiento, y más que el sentimiento, la conciencia que en estos momentos nos llena a todos por la ordenación sacerdotal de Rubén y de Juande.
Dios mío, estamos todavía en el tiempo de la Navidad. Acabamos de cantar también en esta misma Eucaristía el canto de los ángeles la noche de Navidad: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres”. El motivo es que el Hijo de Dios se ha hecho hombre; que la Palabra de Dios ha tomado carne y ha compartido, ha venido a compartir nuestra existencia humana, nuestras ansiedades, nuestras inquietudes, como no se cansa de repetir la liturgia en el Oficio de las Horas de la Navidad. “Semejante en todo a nosotros menos en el pecado”. Todo lo propio de nuestra naturaleza menos el pecado. Sólo el pecado, porque las consecuencias del pecado las ha vivido también Él. Desde el primer momento, al nacer llorando como nacen los niños, en nuestro mundo, hasta el último, cuando dijo “Padre, en Tus manos encomiendo mi espíritu”, en Tus manos encomiendo mi vida. Y ese espíritu nos lo ha entregado a nosotros. Y si la Navidad, la Encarnación, el Misterio de la Encarnación, el Misterio grande que ha acercado a nosotros la Gracia y la Bondad de Dios, es el principio de la Buena Noticia, el principio del Evangelio, el comienzo de todo al que hay que volver siempre una y otra vez, las últimas palabras del Evangelio son que esa misma Gracia y ese mismo Amor nos hace una promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. A pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras mezquindades, de nuestros límites, de nuestras torpezas, a pesar de nuestras pequeñeces, Tú cumples, Señor, Tu promesa. Y Tu Palabra permanece en medio de nosotros.
Qué bello que el Santo Padre haya querido que haya un domingo al año, justo donde comienza la vida pública de Jesús, donde comienza su predicación del Evangelio, que lo dediquemos a la Palabra de Dios. Eso lo hemos expresado en la Eucaristía de hoy y llevamos un poquito de tiempo haciéndolo en la Catedral, el Libro de los Evangelios nos preside, está sobre nuestro altar cuando entramos, lo saludamos con veneración y bendecimos al pueblo con la Palabra de Dios, porque la Palabra se ha hecho carne, para decirnos, en un lenguaje humano, que nosotros pudiéramos entender, el amor infinito que Dios nos tiene a cada uno y que no se deja vencer por ninguno de nuestros males, ni por ninguno de nuestros límites. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Se ha quedado el Señor en Su Palabra, se ha quedado el Señor en Sus Sacramentos.
En el Bautismo, Cristo se une a nosotros de manera que somos hijos de Dios y podemos, ya desde ese momento, vivir en la libertad. Ni la muerte ni nada tiene poder de arrancarnos de la herencia que el Señor nos ha conquistado al precio de Su Sangre, que es el Reino de los Cielos, que es nuestro hogar, nuestra casa, el Cielo, donde pertenecemos verdaderamente, no a este mundo, no a este mundo sino al cielo. Y sobre todo, se ha quedado en el Sacramento del Perdón de los pecados, que nos devuelve la paz. Y en la Eucaristía, que es como una renovación permanente del Bautismo la que el Señor una y otra vez se une con nosotros y se hace uno con nosotros. El pan consagrado se disuelve en nuestra sangre, en nuestra carne, en nuestras venas, se hace parte de nosotros mismos. Y sin embargo, como el que está en ese pan es más grande que nosotros somos nosotros los que nos incorporamos a Él. Y vivimos, podemos vivir, se nos da la posibilidad de vivir… otra cosa es que no seamos muy conscientes de nada de esto y que lo vivamos de manera muy pobre, muy inadecuada. Pero somos hechos miembros de Su Cuerpo, somos miembros del Cuerpo de Cristo. Y Cristo va con nosotrosm dondequiera que estemos, dondequiera que vayamos. Está en Su Palabra, está en Sus sacramentos, y especialmente en el Perdón de los pecados y en la Eucaristía, que son como la compañía cotidiana del Señor a nuestra vida.
Pero tanto para el cuidado de esa Palabra… porque el primer Gloria sonó hace dos mil años, y sigue sonando hoy. Entre medias han pasado muchas cosas, cosas grandes, bellísimas, cosas terribles. El Señor nació en la parte oriental del Imperio Romano, en una provincia guerrera y siempre llena de violencia, que era la provincia de Judea, pero calló el Imperio Romano y Europa fue poblada por pueblos desconocidos, bárbaros (…) Y el Evangelio llegó a esos pueblos nuevos y con los siglos aquellos pueblos nuevos se incorporaron al pueblo de Cristo y volvieron algunos de ellos, porque los primeros en ser evangelizados fueron en aquel momento los irlandeses y los anglosajones en Inglaterra. Volvieron luego a Europa y evangelizaron el continente de nuevo. Y luego han estado invasiones, guerras, todo el segundo milenio ha estado lleno de guerras constantes por la primacía de las naciones europeas, de unas contra otras. A veces las llaman guerras de religión, pero no son guerras de religión, eran guerras donde se usaba la religión (igual que las usan los grupos yihadistas hoy), pero se usaban para afirmar la primacía de un país o de una nación sobre otra. La Revolución Francesa desemboca en Napoleón y en el Imperio napoleónico hasta intenta conquistar Rusia (…) y luego dos guerras mundiales. ¡Dios mío, qué inestable ha sido siempre la historia! Qué inestable es la historia humana y qué fiel eres Tú.
Cantamos el Gloria y lo cantamos conscientemente de lo que estamos haciendo. Y en vuestra Ordenación está vinculada con que la Palabra permanezca y llegue a las nuevas generaciones. Y con que Cristo presente en los sacramentos llegue a las nuevas generaciones. Ese es el sentido del ministerio apostólico y ése es el sentido del sacerdocio del presbiterado como colaboradores de ese ministerio apostólico. Que el pueblo, que el mundo pueda tener acceso a la Buena Noticia del Amor de Dios, que está en Su Palabra y que está en Su Iglesia, en sus Sacramentos, en su comunión, en su vida. ¡Cómo no dar gracias!
Y precisamente hoy, a lo mejor estamos más sensibles justamente a la inestabilidad de la historia, en unos días como hoy. Pero eso es una ocasión para afirmar sencillamente que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Que en la historia ha habido mil cambios. Vosotros os acordáis, pero, a lo mejor, la gente no se acuerda, aquella visión que tuvo Nabucodonosor y que luego lo interpretó el profeta Daniel de aquella estatua que tenía la cabeza de oro, y luego el torso de bronce, y luego el vientre de bronce mezclado con barro y los pies de barro. Y una piedrecita no hecha por mano de hombre se desprendió de lo alto de un monte y vino a rodar a caer a los pies de barro y todo aquello se vino abajo. Y aquella piedra llenó el mundo. Los cristianos hemos entendido siempre que aquella piedrecita es la roca sobre la que está edificada la Iglesia. Los reinos pasan, los regímenes cambian, los imperios caen, el mundo se descoloca y el anuncio del amor de Cristo a todos los hombres permanece para siempre.
Ordenar a unos presbíteros es un signo de la fidelidad de Dios. De la fidelidad de Dios en Jesucristo. Es comunicaros el Espíritu que el Señor entregó a los Doce y a sus sucesores, de forma que podáis ser un signo vivo de que Cristo sigue siendo para los hombres de hoy, del siglo XXI, con las características del siglo XXI (que no son las del siglo XIV, ni las del siglo III, ni las del siglo VI, o las del siglo X) presencia viva del Amor de Cristo, expresión humana del abrazo infinito de Dios a los hombres en el Misterio que adoramos estos días de Navidad y que hemos incensado inmediatamente después de incensar el altar. La prolongación viva de ese Misterio, eso es vuestro sacerdocio. Y la alegría del pueblo cristiano, que hoy llena la Catedral, no sólo vuestras familias, vuestros amigos, las parroquias por las que habéis estado, la presencia de tantos sacerdotes, es un signo de la alegría de la Iglesia por vuestras personas, que, al recibir el sacramento del hombre, os incorporáis a ser signo de la fidelidad de Cristo en la historia.
Mis queridos Rubén y Juande, que el Señor bendiga y multiplique sus bendiciones sobre vuestras vidas, de forma que los hombres siempre puedan reconocer ese amor y esa esperanza. Que no haya situación humana en la que –por así decir- “vosotros tiréis la toalla”, digáis aquí es imposible que Dios haga nada. No. Nunca hay ninguna situación de ese tipo. Siempre el amor de Dios es vencedor.
Mis queridos hermanos, somos un pueblo de vencedores. Mirad que, en toda esa historia que he esbozado tan rápidamente, hemos perdido casi todas las batallas, pero nadie sabría cantar hoy un himno al emperador romano. Ni siquiera al rey de los francos, ni siquiera la Marsellesa se la sabría un montón de gente, y seguimos cantando el Gloria. Y seguimos diciendo el Credo y seguimos recibiendo con la misma verdad que en la Última Cena el pan que es el Cuerpo de Cristo. Y seguimos recibiendo a Cristo con la misma verdad que lo encontraron las mujeres, y Pedro y Juan, en la mañana de Pascua. Y con la misma verdad que Juan y Andrés se lo encontraron en el Evangelio, que acabamos de escuchar, cuando Jesús empezó a hacer su presencia pública y el anuncio del Evangelio; cuando fue señalado por Juan el Bautista como el Cordero de Dios. “Venid y lo veréis”.
Hay algo en ese Evangelio que no quisiera dejar deciros. En español, se dice muy vulgarmente “nadie da lo que no tiene”. Pero es mucho más profundo. El anuncio del Evangelio sólo puede ser la comunicación de una experiencia que uno ha hecho; que uno ha conocido el Amor de Cristo. Puede tener mil defectos, pero uno ha conocido ese Amor de Cristo, que vence a todo, que vence al mundo, que vence los criterios del mundo, y los juicios, y las apreciaciones del mundo.
Al mismo tiempo que damos gracias los que estamos aquí todos, pedimos por vosotros. Y lo que pedimos es poder ver eso: poder ver el amor de Cristo que vence al mundo hecho carne en vuestras vidas. Así lo pido y así lo pedimos todos lo que estamos aquí, y estamos aquí porque os queremos y porque amamos al Señor y a la Iglesia, y Le damos gracias por vosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada