En la Misa Crismal (esa Misa en la que se bendicen y se consagran los óleos que han de servir para el sacramento del Bautismo, de la Confirmación, para ungir a los enfermos; también el Santo Crisma, que es el que se usa en los sacramentos de la iniciación cristiana, pero también en la unción del sacerdote, del obispo, y en la que los sacerdotes renuevan sus compromisos sacerdotales al servicio del pueblo santo de Dios, para que crezca en él la vida de Cristo); yo decía que el Jueves Santo es como el día de los sacramentos. Es el día en que la Iglesia contempla las consecuencias, la fe y la vida, que han brotado del costado abierto de Cristo. Brotó el agua y la sangre

-nos dice San Juan-. Y la Iglesia entendió siempre ahí el Bautismo y la Eucaristía. Pero es que de Cristo, de la muerte de Cristo, ha brotado una vida que no se agota, una fuente que no se acaba, que no se acabará hasta el fin del mundo.

Alguien me decía acerca de la Semana Santa que es una semana en la que tenemos que estar muy tristes porque Cristo ha muerto. Yo decía: “No, Dios mío, la Iglesia no enseña eso, no ha cantado eso nunca”. Al contrario, ha cantado que la muerte de Cristo es la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Por lo tanto, árbol fiel y noble entre todos, dulce combate en que la lanza te penetra a Ti, pero esa lanza que a Ti te penetra, abre para nosotros el Paraíso, que eres Tú, Dios mío. Él retira la lanza que había puesto en la puerta del Paraíso y nos ha abierto el Paraíso, la vida de Dios. ¿Cómo vamos a estar tristes?

Es verdad que somos indignos de tanto amor, claro que lo somos. Y nos damos cuenta de ello, pero no nos podemos quedar ahí, en que somos indignos. Tenemos que contemplar ese amor. Tenemos que mirar a Cristo, porque todo el significado de la vida de Cristo es revelar que Dios es Amor. Por amor, Dios nos ha creado. El Hijo de Dios, la Palabra de Dios. Dijo Dios: “Hágase la luz”. Dijo Dios: “Hagamos al hombre”. Nos creó por medio de su Palabra y su palabra eres Tú. Y Tú te hiciste carne por amor a nosotros. Y Tú has enseñado con paciencia al pueblo de Israel a lo largo de casi veinte siglos, desde Abraham hasta el nacimiento de Jesús, educando a ese pueblo para que pudiera entender que Dios no se correspondía con las imágenes que nosotros tenemos de Él; que el Dios verdadero, que el Dios vivo, el Dios que es verdaderamente, es un Dios más grande que las proyecciones de nuestra imaginación o que nuestros pensamientos. Revela Su grandeza, sobre todo en Su misericordia, sobre todo en Su amor fiel. Es ahí donde Dios se revela como el Dios vivo, como el Dios en quien nosotros podemos poner nuestra esperanza en Dios, que es nuestro refugio.

Hay dos libros del Antiguo Testamento que ponen muy de manifiesto quién es ese Dios que se acerca mucho al Nuevo Testamento. Uno, en el Libro de Oseas, donde Dios se enamora de una mujer infiel. Qué desastre. Qué fracaso en cualquier historia humana. Y Dios se irrita, se enfada con su mujer y dice: “Tus hijos no serán mis hijos”. Luego, un poco más adelante, Dios se arrepiente de su mal y de su cólera y dice: “La llevaré al desierto, como en los tiempos del origen de Israel, y le hablaré al corazón. La seduciré de nuevo y ella ya no me llamará ‘ídolo mío’, sino ‘Señor mío’, y yo le diré a sus hijos ‘hijo mío’”. El otro Libro es el Cantar de los Cantares, donde Dios también se pone de manifiesto como esposo y el pueblo de Israel como esposa. Se anhelan, se buscan, se enfadan. Sufren por estar lejos. Quieren unirse una y otra vez. Sueñan con esa unión. Esa unión se ha realizado en Jesucristo.

Todo el misterio de la vida, de la persona, todo el secreto de Jesucristo y todo el secreto de Dios que Jesucristo revela, iluminando así el verdadero secreto de nuestras vidas, hechos a imagen y semejanza de Dios, es que Dios es Amor. No es que tiene sentimientos de amor. No es que tiene compasión de unas pobres criaturas como nosotros, sino que es Amor. No hace otra cosa sino amar en cualquier circunstancia. Claro que nosotros podemos negarnos a ese amor. Lo negamos mil veces, Dios mío, pero cuando lo negamos somos nosotros los que nos envenenamos, somos nosotros los que morimos, somos nosotros los que nos empequeñecemos, no Dios, que sigue amándonos. La Buena Noticia del Evangelio es que la oveja perdida, el Señor la prefiere y la busca. Se lanza detrás de ella y la carga sobre sus hombros con más ternura, precisamente porque es el que más necesita, y así Dios se revela como el Dios verdadero. Aquel que es mayor que nada. El más grande, el más poderoso. Porque es el más poderoso el que puede hacerse pequeño. Quien no sabe hacerse pequeño es que no tiene poder, en realidad. Tiene complejos y necesita hacerse grande. Sólo el verdaderamente grande puede hacerse pequeño. Y el Dios verdadero es un Dios que es capaz de hacerse pequeño, precisamente porque es el Dios verdadero, porque es el Dios omnipotente.

Toda la Encarnación del Hijo de Dios y todos sus treinta años de vida oscura, pequeña, oculta, en Nazaret; todo lo que nos ha enseñado en el Evangelio; todo lo que culmina en estos días, en su Pasión y en el don de su vida en la cruz, es eso: el don de Su vida, la revelación suprema de que Dios es Amor. La contemplación de un amor tan grande puede hacernos llorar, pero no de tristeza. Hace llorar de arrepentimiento, llorar de cómo podemos perdernos un bien tan precioso, llorar de conmoción. Señor, con lo pequeño que yo soy, pequeño hasta para quererme a mí mismo, sin embargo, Tú me quieres, Tú nos quieres. Nos quieres y deseas que seamos un pueblo. Que seamos. Y vemos en la frente tu signo, el signo de la cruz gloriosa. Es el signo de que estamos hechos para el amor, el signo Tuyo de que queremos vivir en el camino del amor.

Hay tres cosas en la liturgia de esta tarde que se pueden meditar y contemplar. Una es la imagen del Cordero. El Cordero fue para Israel la sangre y el sacrificio que les libró del ángel exterminador a la salida de Egipto. Nosotros llamamos a Cristo “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” y Su sangre nos lava de nuestros pecados. Su sangre nos purifica. Su sangre nos hace hijos de Dios. Él se da a la muerte para que yo viva. Él vino a compartir nuestra tierra de dolor, de sangre, de odios, envidias, de mezquindades, para que nosotros podamos vivir en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Ten piedad de nosotros, Cordero de Dios. Multiplica de nuevo el don de Tu vida y donde lo multiplicas, en la segunda imagen que es en la Eucaristía. Tu amor es una alianza nueva y eterna en Tu sangre. En la sangre de este Cordero que eres Tú, Dios mismo, que Te sacrificas. Como diremos en la noche pascual: “Para liberar al siervo, entregaste al Hijo”. Tú te entregas a la muerte para que yo pueda vivir como hijo de la vida, como hijo de Dios. Para que yo pueda vivir una vida resucitada, nueva. ¿En qué consiste esa vida nueva? Sobre todo, en algo muy sencillo y, al mismo tiempo, imposible. Los mandamientos que el Señor nos ha dado son dos, y los dos son probablemente lo que más desea nuestro corazón, en el fondo, en el fondo, en el fondo, cuando quitamos todas las cosas que nos distraen, que nos envenenan un poquito o mucho: y es ser amados y poder amar.

Ser amados y poder amar. Esa es la novedad. El mandamiento es: “Amarás al Señor, tu Dios, con todas tus fuerzas -decía el mandamiento de la ley antigua- como a vosotros mismos”. Y el Señor dice: “Como Yo os he amado”. Es decir, como Dios nos ha amado, sin límite. Amarnos sin límites. Eso lo desearíamos todos, por lo menos desearíamos ser amados sin límites. A lo mejor, somos muy conscientes de que no somos capaces de amar sin límites, pero desearíamos ser amados sin límite. Dios nos da ese amor. El Señor nos da ese amor, porque se ha quedado con nosotros, porque está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Se ofrece una y mil veces, millones de veces, para que nosotros podamos vivir contentos. “Yo he venido para que vuestra alegría sea completa, para que vuestra alegría llegue a plenitud y para que mi alegría esté en vosotros”.

Señor, para que podamos vivir contentos, Tú das tu sangre y sencillamente nos pides que hagamos lo mismo. Yo sé que es fácil hacerlo una tarde. No es fácil vivir amando como Tú nos amas. Nos es imposible si no estás Tú. Si Tú no renuevas una y otra vez nuestro corazón con el don de tu amor infinito, para que nosotros seamos capaces, a la medida de nuestra pobre pequeñez, de amar como Tú nos amas y aproximarnos más y más a amar como Tú nos amas. Eso hace la vida bonita. Eso hace la vida grande, bella y nos llena de una alegría que no es fabricada, que no hay que estirar para que dure, que nace de lo más íntimo de nosotros, porque corresponde a nuestro ser, a nuestro ser criaturas hechas imagen y semejanza de Dios.

Nosotros estamos hechos para vivir la vida de hijos de Dios. Eso es lo que se nos da esta tarde. Es lo que el Señor nos dio en el Calvario y renueva cada vez que celebramos la Eucaristía. Es alianza de amor nueva y eterna. Qué fuerte, eterna. Señor, ¿pero Tú sabes lo que dices? ¿Tú sabes quién soy? Tú conoces mi intimidad y pobreza, mi pequeñeces…. Nueva y eterna. Dios no miente. Dios nos ama siempre. Pase lo que pase en nuestra vida. No dejará de amarnos y siempre podremos volver a Ti. Y esa es la fuente de nuestra alegría. No el que vamos a ser tan buenos que desde ahora no vamos a pecar nunca más. No, sino que podemos volver a Ti y siempre Te encontraremos con los brazos abiertos, con el corazón abierto, con la vida dispuesta a poner la tuya a cambio de la nuestra. Qué gozo, qué alegría. Ojalá pudiéramos asomarnos un poquito a ese Misterio, que es el Misterio de Dios y es el misterio al mismo tiempo de nuestra vida.

Se lo pedimos a la Virgen. Sin duda, estuvo en la Última Cena. A lo mejor, la preparó, junto con aquellas otras mujeres que seguían a Jesús, que estaban cerca de Él y que estuvo ciertamente junto a Él, en la cruz también, entregando su vida con su Hijo por nuestra salvación, y que Jesús nos entregó como Madre nuestra en la cruz. Se lo pedimos a Ella. Te lo pedimos a Ti, Señor, que nos asomemos a ese Misterio de amor, y que ese Misterio de amor vaya siendo cada vez más la clave de nuestra vida.

Que así sea para todos nosotros y que podamos ser un pueblo que sea reconocido, tal vez no por los signos externos, pero sí porque vivimos de una manera que no tiene explicación mas que si hemos conocido el amor infinito de Dios en Jesucristo.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

14 de abril de 2022, Jueves Santo

S.I Catedral

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Palabras finales

Como ya me conocéis, no os extraña que haya dicho en la homilía que iba a hablar de tres cosas y he hablado de dos. He hablado sólo de un cordero y de la alianza nueva y eterna que Jesucristo hace para explicar su Pasión. Lo tercero era, evidentemente, su permanencia en la Eucaristía: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Porque el amor de Dios es fiel, no se limita a un momento, no se limitaba a un “hoy te quiero y luego me canso”, “hoy te quiero y me olvido hasta que tú vengas otra vez a decirme que me quieres”. No. Dios no nos abandona ni un segundo. Si estamos hechos de Él y para Él.

“Yo estoy con vosotros todos los días”. Y todos los días es todos los días. Los de sol y los de lluvia, los grises y los brillantes, los de pandemia, los de guerra, los de dolor, los de aflicción y los de gozo. En todos está el Señor.

Vamos a acompañar al Señor donde guardamos el reservado, que quedará ahí hasta mañana, para la celebración de la Pasión del Señor.