Mis queridos amigos:

Me dirijo ahora a los que os vais a confirmar y, a través de ellos, a todos los demás. Vuestras familias, vuestros hermanos y amigos. Pero mis queridos amigos que vais a recibir la Confirmación (…).

Vuestros pueblos parecerán pequeños, o la gente pensará que son pequeños, pero el cristianismo empezó con doce y aquí sois más de doce. Es una alegría muy grande poder confirmaros. Como decía al principio, la Confirmación no es algo que vosotros hacéis por el Señor, sino algo que el Señor hace por vosotros. De hecho, no sólo la Confirmación, sino el cristianismo entero. No es una serie de cosas que tenemos que hacer por Dios para que Dios esté contento con nosotros. No es eso. Eso es lo que son las religiones paganas, que no han conocido al Señor.

El Cristianismo es Cristo y el amor infinito de Dios que Se nos da en Jesucristo, como un regalo. Y no como un regalo para que seamos buenos cristianos. Decía ahí la monición que “recibís el Espíritu Santo, para recibir fortaleza para vivir la vida cristiana”. Quitad lo de cristiana. Necesitamos el Espíritu Santo para vivir la vida, para vivir esta vida, la vida real, la vida de cada día. La vida tal como es, que a veces es muy dura.

Los más pequeños no os dais cuenta a lo mejor de eso, pero los mayores todos tenemos experiencia ya de traiciones, de mentiras, de un mundo hecho sobre apariencias, de un mundo donde el mismo amor que se canta tanto en los poemas, en las novelas, en las películas, un poco en todas partes, uno se da cuenta de que es una realidad más bella que ninguno de los cantos que podamos hacer de Él, pero al mismo tiempo, menos frecuente, más peligrosa. Es como caminar en el filo de una navaja, muchas veces. Y necesitamos a Dios. Para seguir queriendo, para saber que somos queridos, que la vida merece la pena. Necesitamos a Dios y el Espíritu de Dios para poder perdonar, pero también para saber que somos perdonados. Eso es conocer a Dios. El cristianismo no es la historia de lo que unos hombres han hecho por Dios. Y tenemos una historia larga, que empieza por Abraham. Pero es la historia del amor de Dios por nosotros. Por ti. No voy a repetir los 40 nombre, pero por cada uno de nosotros. Y ninguno, ni nosotros ni yo lo merecemos.

La Biblia cuenta esa historia y es una historia muy complicada y larga, que duró 2000 años desde Abraham hasta Jesús, pero Dios iba educando a un pueblo para que entendiera que Dios no es sólo venganza; que Dios no es como se lo imaginaban los hombres. Que Dios es un Dios que quiere a su criatura, aunque su criatura no lo merezca. Un Dios que quiere conducirnos a la vida, a la vida eterna, que quiere que participemos de Su vida y de Su amor. De un Dios que es Amor. Amor y Misericordia.

Y el ministerio entero de Jesús, y el mensaje entero de Jesús es el anuncio de ese Amor y de esa Misericordia. Y ser cristiano es haber conocido ese amor y esa misericordia. Y saber que no sólo lo hemos conocido con la cabeza, como una idea que hemos aceptado, como una creencia, sino que ese amor nos ha sido dado y está con nosotros.

Vosotros vais a profesar la fe, claro que sí. Vais a profesar qué esperáis de Él, que queréis que esté con vosotros, que esperáis de Él lo que no podíais esperar del amor más grande en este mundo, ni de vuestros padres, ni de vuestra mujer o marido, de vuestro novio, de vuestra novia, de vuestros hijos. Esperáis del Señor el perdón de los pecados sin límites, la Resurrección de la carne y la vida eterna.

En la profesión de fe, vosotros vais a decir que conocéis a Dios y que sabéis que os quiere y esperáis de Él eso, y eso es lo único que hacéis vosotros. Porque Dios no necesita nuestras buenas obras. Dios quiere nuestro corazón. Por lo tanto, sólo quiere nuestra libertad: que le digáis que sí, que le dejéis quereros. Entonces, ¿por qué se llama esto Confirmación? Porque es el Señor quien confirma el don de Sí mismo. Porque Dios no regala cosas. Dios se regala Él y se regala entero. Se nos ha regalado entero en Jesús, en Su Hijo. Y nosotros hemos empezado a recibir ese regalo. Hemos recibido ya ese regalo cuando no teníamos apenas conciencia. Apenas recién nacidos. Todos vosotros os habéis bautizado de bebés, como yo. Y recibimos ya el regalo de la Presencia y del Amor de Jesucristo en ese momento. Y hemos recibido al Señor en la Comunión muchas veces. Pero ahora, en una edad en la que ya sois conscientes de lo que eso significa, y aunque eso podía haberse hecho antes de la Comunión, el Señor os vuelve a decir, como si fuera el primer día de la Creación: “Te quiero”. Pero cuando Dios dice “te quiero”, lo dice desde siempre y para siempre. No es que empiece a quererte en un momento determinado. Te ha querido desde siempre. Seas quien seas, tengas las cualidades que tengas, tengas los defectos que tengas, sea tu historia la que sea. El Señor te ama con un amor infinito desde toda la eternidad. Y te amará siempre.

Nosotros podemos dejar de quererTe, Señor. Claro que sí, lo hacemos muchas veces, nos olvidamos de Ti, te damos la espalda. Vivimos de una manera que nos hace daño y, porque nos hace daño, a Ti no te agrada, no es la manera que Tú querrías que viviéramos. Pero no por eso dejarás jamás de querernos. Y esa es la alegría profunda y la importancia profunda de lo que sucede esta tarde: que el Señor vuelve a decirte, con la misma frescura que el primer día de la Creación, o que el día que fuiste concebido, o que el día de tu Bautismo, “Yo te quiero y te voy a querer siempre”. Y poder vivir con esa certeza y poder ayudar a que esa certeza pueda florecer en nosotros, en una experiencia de vida de amistad, de comunidad, en la parroquia, en el pueblo. Que os ayudéis, que estéis unidos vosotros unos a otros. Si todos vivimos de la misma vida del Señor, ¿por qué no vamos a vivir como hermanos? Si vais viviendo, así como hermanos, experimentaréis la compañía del Señor y os llegaréis a dar cuenta que esa compañía del Señor es lo más precioso que tenemos los seres humanos. ¡El bien más necesario! Igual que nos es necesario el aire para respirar o la comida para vivir, nos eres necesario Tú, Señor. Te necesitamos.

Te necesitamos, para que no vivamos bajo el miedo a la muerte, bajo la esclavitud que genera ese miedo permanente y oculto a la muerte, sino en la alegría y en la libertad de los hijos de Dios. Porque, por el don del Espíritu Santo que nos ha entregado Jesucristo, somos hijos de Dios y herederos de Su Gloria. ¿Y cuál es nuestro destino? ¿El cementerio? Nuestro destino es Dios, el Cielo, la vida eterna.

“Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida”. Jesús es la Vida. Jesús es Dios, pero un Dios que se ha acercado a nosotros para cogernos de la mano y llevarnos de la mano hasta donde nosotros no podríamos ir solos. Llevarnos del brazo. Habéis escuchado el Evangelio. Y dejadme contaros una cosa bonita de este Evangelio. El Evangelio refleja las costumbres, las palabras y las maneras de decir las cosas que había en Palestina, en el otro lado del Mediterráneo, en el siglo I, en el tiempo de Jesús. Pero cuando Jesús dice, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas y yo ahora me voy -estaba refiriéndose a Su muerte- a prepararos un lugar. Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré a vosotros y os llevaré conmigo para que donde yo estoy, estéis también vosotros”.

Bueno, pues eso que a nosotros nos suena a palabras del Evangelio que hemos oído alguna vez o muchas, era lo que decía un novio a la novia y a la familia de la novia el día de los desposorios, antes de la boda. Los desposorios era lo que decimos ahora cuando se va a pedir la mano de la novia. Era el día donde se pactaba, por así decir, la boda. Entonces, el novio decía “yo ahora me voy a preparar una tienda, o me voy a preparar una casa, y cuando tenga la casa preparada volveré y te llevaré conmigo para que donde yo estoy, Tú puedas estar conmigo y vivir conmigo para siempre”. Eso es lo que dice Jesús, lo que nos dice Jesús a nosotros.

El Cristianismo consiste en un gran amor, en que los amores de este mundo, y hasta el más bonito y el más grande de los amores de este mundo, no son mas que un pálido reflejo. Mas que el mejor de los novios está enamorado de la mejor de las novias, está el Señor enamorado de nuestra pobreza, y ha venido hasta nosotros para llevarnos consigo, para que nosotros estemos donde Él está: en el Reino de Su Padre. Ese es nuestro destino.

Haber conocido ese amor, y más en estos momentos que vivimos con la pandemia, con todo el peso de tantas dificultades, tanto susto de las personas que se han ido, de las personas que han sufrido el virus y hasta han estado a punto de irse, pero no se han ido (pero hemos estado todos ansiosos), y de todo lo que viene como consecuencia de la pandemia, en medio de ese temor, Jesús nos abre un horizonte de esperanza. Nuestro destino es Dios y eso, que sería inalcanzable para ninguna de nosotros, lo alcanzamos gracias a Su amor, a que el Señor nos toma de la mano. Mejor dicho, os toma del brazo, como toma un esposo a su esposa. Y quiere estar con nosotros mientras caminamos el camino de la vida, para que luego podamos estar junto a Él en la vida eterna.

Ese es nuestro destino. Os aseguro que vivir con esa experiencia, vivir sabiendo que esto es verdad, cambia; cambia la mirada sobre uno mismo, cambia la mirada sobre el mundo, sobre la vida, sobre la enfermedad y la muerte. Todo se vive de otra manera. Se vive con otra alegría. Se vive con un gozo profundo que nadie puede arrebatarnos.

¿Significa eso que vamos a ser muy buenos y que no vamos a tener ningún defecto y no vamos a meter la pata? No. Somos los mismos. Tratamos de ser lo mejor que podemos ser y, con la ayuda del Señor, Él nos ayudará a ser mejores, pero siendo los mismos, nunca nos faltará la compañía, la misericordia y el amor del Señor. Nunca. ¡Y nunca es nunca! ¿Y sabéis lo que es eso? Vosotros sois jóvenes. Yo soy ya un anciano de setenta y tantos años, que tienen la columna regular y, de vez en cuando, pierde el equilibrio. Pero os doy testimonio de que el Señor es fiel, de que no hay fidelidad como la del Señor, no hay amor como el del Señor, no hay amistad como la del Señor. Y que eso cambia, cambia la vida. Y puede uno vivir en una libertad nueva, en una alegría profunda. Que no quita que haya días malos y días muy malos y que no quita que uno meta la pata y no quita que pasen cosas dolorosas, pero, en medio de ese dolor, está siempre el Señor con el bálsamo de su misericordia y con la certeza de que ni el dolor, ni la muerte, ni el mal tienen la victoria final.

La victoria final es del amor que Jesucristo nos tiene a cada uno. Y no hay nadie que pueda ganar al amor de Jesucristo que pueda se más fuerte que el amor de Jesucristo. Y esa es la raíz de la verdadera alegría y eso es lo que significa ser cristiano. Os lo voy a señalar con un óleo que ha sido consagrado, que es portador de Cristo. La mancha del aceite se borrará seguramente esta misma noche, pero Cristo que se ha unido a vosotros a través de esa mancha y a través de la imposición de las manos permanece con vosotros para siempre. Aunque quisierais echarlo, no se iba a ir, porque podéis cambiar de opinión, pero Él se quedaría a vuestro lado esperando, siempre, pase lo que pase. Esa es la alegría profunda que nadie puede arrebatarnos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de abril de 2021
S.I Catedral de Granada