Fecha de publicación: 3 de abril de 2021

Ha resucitado el Señor. Y eso es el Acontecimiento más grande de toda la historia humana. El centro de la historia. Y el centro del universo, también. Hemos estado leyendo unos trocitos de una historia muy larga que dura desde Abraham hasta la Resurrección de Jesús, casi dos mil años. Esa historia era necesaria para que pudiéramos entender la Resurrección de Jesús. Era necesario que nos diésemos cuenta que Dios había hecho unas promesas y que esas promesas las cumple. Que Dios había liberado a un pueblo entero -aunque era muy pequeño- del poder y de la esclavitud del Imperio más poderoso que había en la tierra en aquel momento que era el Imperio Egipcio. Que Dios amaba a los hombres como el más enamorado de los esposos puede amar a Su esposa. Hasta tal punto, que nunca la iba a dejar abandonada, sino que la iba a vestir de fiesta y de gozo para siempre. Y que a pesar de todas las infidelidades del pueblo de Israel, el Señor iba a ser fiel a su alianza. Y haría una Alianza nueva que se extendería no sólo al pueblo de Israel, sino a todos los pueblos. Toda esa historia, con la Ley, la Alianza con Abraham, la Alianza con Sinaí, los profetas, fue necesaria para que pudiéramos entender la Encarnación del Hijo de Dios. La consumación de esa Encarnación que celebrábamos ayer en Su muerte, donde Él, al igual que se sacrificó el Cordero para que se protegieran las casas de los israelitas, ha sacrificado Su vida para ponerla entre nosotros, pecadores, y la justicia de Dios.

Y hoy el Hijo de Dios resucita, victorioso, del sepulcro. Y se cumple toda esa historia. De hecho, se cumple la historia entera de la humanidad. De hecho, y eso lo decía la Primera Lectura, la Resurrección de Cristo sólo tiene un paralelo y es la Creación. La Resurrección de Cristo es una nueva Creación. La victoria del Hijo de Dios sobre la muerte abre un mundo nuevo. Abre para nosotros el destino de la vida humana que es Dios mismo, el Cielo. Como dirán algunos de los Padres de la Iglesia, Él ha puesto Su cruz como un puente por encima del abismo entre esta tierra de pecado y la morada de Dios, para que nosotros podamos caminar por ese puente. Es una nueva creación del hombre y del mundo porque el significado del mundo pasa por la vida de los hombres. Y cuando los hombres vivimos al margen de Dios, también destruimos el mundo, también maltratamos el mundo, también hacemos daño a la creación.

El hecho de la Resurrección de Cristo y su significado, la verdad es que no depende de que nosotros queramos acogerlo o no queramos acogerlo; si no lo acogemos, nosotros seguiremos viviendo en la noche y en la oscuridad, o a tientas, o en la niebla, sin la luz que brota de la mañana de Pascua. Cuando la acogemos, la nueva creación se hace transparente, se hace visible a nosotros, empieza en nuestro propio corazón. Porque cuando acogemos la Resurrección de Cristo se cambia todo en nosotros. Cambia la mente, cambia el corazón, cambian las manos y lo que hacemos con nuestras manos. Cambia la humanidad. Somos hombres nuevos.

Yo quiero subrayar un poco esa novedad, esa nueva creación. La Resurrección de Cristo, acogida y vivida en el pueblo nuevo que ha surgido de la mañana de Pascua, en la Iglesia, transforma y enriquece, y renueva la mente y la razón. Ensancha nuestro conocimiento, ensancha nuestra razón. No porque aprendamos más cosas, acerca de más cosas. No porque sepamos más acerca de los átomos o de los animales, o aprendamos más reglas matemáticas. No, eso no ensancha nada. Ensancha nuestra razón porque ensancha nuestro conocimiento de para qué es la vida y qué es la vida, quiénes somos nosotros, quién es Dios y quiénes somos nosotros para Dios, y quiénes somos nosotros los unos para los otros cuando hemos conocido al Dios que es Amor y que se ha revelado como el Dios verdadero en la victoria de Cristo sobre la muerte. Ensancha nuestra razón y eso es parte de la nueva Creación. Ensancha nuestra libertad porque, en lugar de ser una cosa que corre de un lado para otro, sin objeto, sin meta, sin más meta que no tener ningún obstáculo, esa es la libertad del mundo, de los paganos, la de quien no conoce a Cristo… La libertad de quien conoce a Cristo es la libertad de darse, de amar como somos amados. La libertad de entregarse a uno mismo por el bien de los otros. De ofrecerse, de darse, de tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús, que siendo igual a Dios, no consideró ni siquiera eso algo digno de ser retenido, sino que se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo. Y eso es lo que hizo en la Última Cena: hacerse esclavo nuestro. Eso es lo que hizo en la Pasión: ponerse Él. Para rescatar al esclavo entregaste al Hijo. Ponerse en el lugar nuestro marcando con Su sangre nuestras vidas, nuestras puertas, para que esa marca apartase de nosotros la justicia y la ira de Dios.

Acoger la Resurrección de Cristo significa encontrar la libertad verdadera. “Para ser libres nos ha libertado Cristo”, decía San Pablo. Pero, repito, esa libertad no es la del mundo que consiste en una libertad loca, como un tiovivo que no hace más que dar vueltas sobre sí misma. Es la libertad que nos permite amar, es la libertad indispensable para amar y para dar la vida a ejemplo del Dios que nos ha amado hasta el extremo. Y cambia nuestro afecto, que es lo que nos atrae de la belleza de las cosas. Para que nos atraiga la Belleza de Dios y la belleza verdadera, la belleza de unas relaciones nuevas. La belleza de unos modos de vida nuevos, donde el sentido de la vida no es acumular, sino justamente construir el bien común. Acoger a Cristo y ser una nueva criatura en Cristo significa, por lo tanto, una razón transfigurada, una libertad renovada y verdadera. Y un afecto que no es posesivo, sino un afecto que es un amor que refleja el Amor con que Dios nos ama. Y eso se traduce en todas las dimensiones de la vida.

No me voy a quedar sin decir cuatro ámbitos que abarcan toda la vida y que están todos muy relacionados entre sí, lo mismo que la razón está relacionada con la libertad, y la libertad relacionada con el amor y el afecto. Pero hay cuatro ámbitos que componen la vida entera y los cuatro se renuevan cuando uno acoge a Cristo.

Uno es el trabajo. No existe vida humana sin trabajo. Pero el trabajo nuestro no tiene como fundamento sólo el dominar la tierra. Nuestro trabajo tiene un fundamento mucho más serio en lo que hicieron Jesús y María para que pudiera crecer el Hijo de Dios que había asumido nuestra carne. Por lo tanto, nuestro trabajo es un servicio a Dios y un servicio a la Presencia de Dios en el mundo. Pero eso debe poderse reconocer en las cosas que hacemos, en nuestro modo de trabajar. No somos “chapuceros”. Un hombre nuevo no puede ser “chapucero” en su trabajo porque su trabajo está sirviendo a la Presencia de Cristo en el mundo. La chapuza es el que no tiene más ideal que los que tienen los perros, o los gatos, los animales, salir, escapar, comer, reproducirse, morir… pero nosotros hemos conocido la Resurrección de Cristo, hemos conocido el cambio de significado que tiene la Creación porque Cristo ha resucitado. De la misma manera, y de eso somos los cristianos mucho más conscientes en general, se cambia el sentido del matrimonio y la familia. Y es otra dimensión de la vida humana sin la cual no hay vida humana.

Pero cambia también las concepciones de la vida económica. Somos muy poco conscientes de eso y nos escandaliza cuando el Magisterio de la Iglesia lleva más de cien años insistiéndonos. Cuánto escándalo causó la primera Encíclica social de León XIII sobre el salario justo de los obreros a finales del siglo XIX. La Iglesia no ha parado de insistir en que la vida económica tiene que tener claves diferentes a las que tiene. Vivimos en un mundo que ha hecho del vicio, de la avaricia una virtud, la única virtud social. La Resurrección de Cristo acogida en la Iglesia tiene que significar nuestra vida comercial, económica, y que tenemos que ser instrumentos de una economía nueva, de un modo nuevo de entender la economía, que, a lo mejor, vivimos en el seno de nuestras comunidades o en el seno de nuestras familias. Pero no somos conscientes de que el mundo entero o encuentra un modo de hacer una economía que sea económica, de hacer del mundo un hogar, y no simplemente de lucha por los bienes de consumo…

Y por último, hay otra dimensión. Las cuatro son esenciales a la vida humana y se influyen mutuamente. No salva la familia quien sólo quiere salvar a la familia. Tiene que haber una comunidad humana que respalde esa familia. No salva el sentido del trabajo quien sólo se ocupa de su propio trabajo, o del entorno de su familia. Las cuatro dimensiones son necesarias. Las cuatro están implicadas unas con otras: el trabajo, la familia. Los intercambios humanos, esa es la economía, que debería ser la “ley del hogar”, si el mundo fuera una familia y un hogar.

Pero nosotros estamos en el mundo para convertir este mundo de luchas de poder en un hogar. Para hacer aproximar este mundo de luchas de poder en un hogar. Y no existe vida humana también sin una cierta autoridad, sin una cierta “polis”. Pueden ser las tribus, pueden ser los imperios, las naciones, los pueblos, las asociaciones de familias, los gremios, tantas formas. Pero hay una vida social, una vida política que también puede ser humana, que también tiene que ser transformada por quienes han conocido la Resurrección. Porque es el hombre el que se transforma y no existe el hombre sin estos cuatro ámbitos o dimensiones en los que vivimos.

Celebrar la Resurrección, querer acoger la Resurrección significa dejar transformar, ensanchar nuestra razón, nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y dejar que esa transformación que se opera en la fe, en la esperanza y en el amor, reverbere constantemente en estas cuatro realidades: el trabajo, la familia, la vida económica y la vida social. No seremos mundo nuevo, no seremos germen de un mundo nuevo mientras no seamos conscientes de que la Resurrección de Cristo afecta absolutamente a todo. No tenemos que ser genios que podamos inventarnos una nueva economía, pero si dejamos que la fuerza de la Gracia, el poder transformador de Cristo toque nuestro corazón, irán sucediendo cosas, pequeñas, unas más pequeñas, otras más grandes, otras medianas, y alrededor nuestro irá surgiendo un mundo diferente.

El Papa insiste muchísimo últimamente en la vocación de los cristianos a promover la fraternidad universal. Claro que sí. Y toda la crisis que estamos viviendo, económica, y la inestabilidad que vive el mundo entero a consecuencia de la pandemia -y no sólo de la pandemia, sino también de los modos de vida a los que nos habíamos acostumbrados-, o que habíamos creado antes de la pandemia, requieren una humanidad nueva.

Lleváis las túnicas blancas, lleváis muchos años pidiéndoLe al Señor esa humanidad nueva y queriendo vivirla en muchos aspectos. Yo sólo quiero recordar que el Acontecimiento de la Resurrección no es una rutina que llega cada año en torno a la primera luna de primavera, cuando celebramos la Pascua, sino que es verdaderamente la posibilidad de una nueva creación. Me refiero también a los más jóvenes. Acoger la Resurrección de Cristo supone una relación nueva, en vuestras relaciones humanas, en vuestras relaciones de noviazgo, amistades, en la forma de emplear el tiempo, de estudiar, de divertiros. Mostrad que Cristo cumple nuestra humanidad. Sed portadores de esa verdadera revolución que ha iniciado la mañana de Pascua y que se complementará con la mañana de Pentecostés. La única revolución posible. La única que es no para destruir nada, sino para construir un mundo según el designio de Dios. Y los construye Dios, pero Dios quiere construirlo con nosotros, en nosotros, a través de nosotros.

Yo os decía, el Papa cuando habla de la cuarta dimensión -la dimensión de la “polis”- insiste tantísimo en la fraternidad universal. Y la razón es que, ahora mismo, en el mundo en el que estamos, no hay más que dos caminos: o una cultura de la gratuidad o una cultura de la avaricia. Y la cultura de la avaricia es una cultura de la guerra de todos contra todos. Pues, lo mismo, en el ámbito de las relaciones humanas y de las relaciones políticas: o un mundo de hermanos, o un mundo de enemigos. Nosotros, que hemos conocido la Resurrección de Jesucristo, queremos contribuir a un mundo de hermanos, hasta dar la sangre y la vida por aquellos que nos odian. Como el Señor lo ha hecho con nosotros. La prueba -lo ha repetido la Iglesia en la Liturgia de las Horas esta semana muchas veces- de que Dios nos ama es que siendo nosotros pecadores, Jesucristo ha muerto por nosotros. No porque éramos buenos, dignos; no porque habíamos conseguido convencer a Dios de que nos quisiera, sino, siendo todavía pecadores, Él nos dice: “Amaos como Yo os amo, como Yo os he amado”, “sed instrumentos del amor infinito de Cristo, en medio de un mundo”, manchado por el odio, por las luchas de poder, por la avaricia, destruido en la raíz misma de su esperanza por esa avaricia que parece ocuparlo todo y que se convierte –digo de vicio- en la virtud social por excelencia.

Si realmente creemos que la Resurrección de Cristo es el centro de la historia y que Jesucristo es el centro del cosmos y de la historia -como dijo ya San Juan Pablo II-, nosotros somos el germen de un mundo nuevo. Y ese mundo nuevo tiene que mostrarse. No son los ritos, o en los momentos de la liturgia. Tiene que mostrarse en todas las dimensiones de la vida humana. Y esa novedad no es un sacrificio. Es lo que nos hace ser lo que somos, lo que nos permite vivir nuestra vocación humana, porque Cristo ha venido para que nosotros podamos ser hombres según el Espíritu de Dios, hombres que reflejan en sus vidas concretas la imagen y la semejanza de Dios con la que hemos sido creados, y la vida eterna para la que hemos sido creados y que es nuestro destino. Y que esa vida eterna ya ha empezado aquí, porque hemos conocido a Cristo Resucitado, nuestro Redentor y Redentor de todos los hombres. También de los que no le conocen.

Mi queridos hermanos, vamos a introducir en la vida de este pueblo, redimido por Cristo a unos cuantos hermanos nuestros. Que esto sea ocasión para nosotros de recordar que no es una Pascua más, justo porque las circunstancias de la historia en las que el Señor nos ha puesto no son tampoco las circunstancias de todos los años y de toda la vida, no para que nos quejemos, sino para que descubramos en este momento de la historia el designio de Dios sobre nosotros. Y ese designio es el que sabemos desde el primer momento: empieza una humanidad nueva, hay una nueva Creación. “Ya no hay judío ni gentil, ni griego ni bárbaro, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús”.

Que el Señor nos conceda vivir esto con una alegría desbordante y comunicarlo apasionadamente en todas partes. Porque el corazón humano está hecho para el Evangelio, para Jesucristo, para vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Que seamos portadores y signos de esa libertad donde estemos, donde los hombres nos vean, donde nos encuentren. Encontrarse con nosotros tiene que ser poder encontrarse con Cristo que vive en nosotros; que nos ha comunicado Su Espíritu, Su vida, que nos ha hecho hijos de Dios. Tienen los hombres que poder ver en nosotros que somos hijos de Dios. Tienen que ver al Padre, igual que decía Jesús: “Quien me ha visto a Mi, ha visto al Padre”. Quien nos ha visto a nosotros, quien nos ve a nosotros tiene que poder reconocer el corazón de Dios, porque Su Espíritu está en nosotros y porque somos Sus hijos.

Vamos, pues, a proceder al Bautismo y a celebrar la Eucaristía, donde el Señor Se nos da de nuevo, siembra de nuevo la vida divina en nuestra pobre humanidad, siembra la vida de Cristo Resucitado en nosotros. ¡Que florezca esa vida! En todos, en los que habéis terminado el Camino y en los que habéis empezado a caminar, pero todos estamos destinados al Cielo, a Jesucristo, a vivir para siempre como hijos de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de abril de 2021
S.I Catedral de Granada

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