Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios; queridos hermanos y amigos todos:
Para quienes venís habitualmente a esta Eucaristía (que no sois la mayoría de la asamblea, sin duda, pero sois algunos), os había dicho el domingo pasado que, en la Tradición antigua, a este domingo le correspondía el relato evangélico de las Bodas de Canáa; pero, como ahora se lee cada año un Evangelio, eso sucede el año que se lee a San Lucas, y los otros años se leen otros textos del Evangelio de San Juan como el que acabamos de escuchar. Por lo tanto, no os sintáis decepcionados quienes estabais esperando oír las Bodas de Caná y la explicación de cómo ese Acontecimiento, el primer signo que Jesús hizo de la Presencia de lo divino en la tierra en su ministerio –el primer signo que hizo Jesús, dice el Evangelio de San Juan-, expresa cómo Su presencia es fuente de una humanidad bella, desbordante, alegre y nueva, y es fuente también del matrimonio cristiano, que desvela hasta el abismo sin fondo del amor de Dios el horizonte del amor esponsal entre el hombre y la mujer.
Tenemos este testimonio de San Juan, que tiene dos imágenes que yo quisiera explicar antes de decir el significado profundo de este Evangelio. Continúa el del Bautismo de Jesús: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadLe”. Y de eso se trata en la vida cristiana, aunque también lo veremos mejor el domingo que viene. Su palabra y Su persona, que es la Palabra viva de Dios hecha carne, Sus gestos, todo, nos muestra un camino de vida que es el único camino que permite la vida verdadera; que permite, si hubiéramos leído las Bodas de Caná, descubrir el valor y el significado profundo del matrimonio; que permite descubrir para cada persona el significado profundo de nuestra vida como vocación, de nuestra riqueza como vocación, porque hemos sido llamados a ser hijos de Dios, a participar de la vida divina, mientras vivimos en esta vida y luego en la eternidad inmortal de Dios, que ya empieza aquí, cuando hemos encontrado a Jesucristo.
Yo quiero detenerme hoy en dos imágenes que nos ayudan a comprender un poquito cómo se relacionan lo humano y lo divino en la vida de Jesús, también en la Escritura, también en los Evangelios. Y el Evangelio de hoy nos ofrece un ejemplo sencillo y muy claro de eso. Os va a sorprender un poco la interpretación, pero quiero que sepáis que no estoy inventándome nada. Santo Tomás, en un lugar de sus escritos, decía que cuando los relatos evangélicos no coinciden y alguno de ellos supone la existencia de un milagro y otro no supone, no implica, milagro alguno, podemos, y más bien debemos orientarnos hacia aquel relato como más antiguo, como más original, que no implica un milagro. Pues eso sucede exactamente con la paloma. Nosotros estamos acostumbrados a representar el Espíritu Santo como una paloma. Pero eso es una tradición muy reciente, bastante reciente, y en la antigüedad alguna vez, es posible. En la Antigüedad, se representaba con las lenguas de fuego de Pentecostés, incluso el icono de Rublev de la Trinidad, presenta a la Trinidad y presenta al Espíritu Santo con una figura humana semejante a la de Cristo. La representación de la paloma yo creo que es occidental y del Renacimiento, o por lo menos de la Edad Media tardía.
De la misma época en la que se empezaba a representar con una figura humana, con barbas, por ejemplo al Padre. Se representaba al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo, hasta que el Concilio de Trento prohibió representar figurativamente al Padre, porque lo invisible de Dios se ha hecho visible en Jesucristo. Es más profundo el icono de Rublev que pinta la misma persona tres veces, la misma apariencia humana tres veces –porque lo invisible de Dios, que es todo, se ha hecho visible en Jesucristo y nada más que en Jesucristo. Si se compara el texto original de los evangelistas, lo que el Evangelio de San Juan dice precisamente es que vio al Espíritu Santo bajar sobre Jesús como baja una paloma. San Mateo y San Marcos dicen “como paloma” y sólo San Lucas dice “en la forma visible de una paloma”; (…) de hecho, ese “descender” –y tampoco dice que “se posó” –, nosotros acostumbrados a representar el Espíritu Santo como una paloma, pues, efectivamente, las palomas, si baja hasta él, se pudo posar sobre él; dice que “permaneció con Él”. “Yo he visto al Espíritu Santo descender, como desciende una paloma, y permanecer con Él”. Claro que permaneció con Él todo su ministerio público. Cuántas veces Jesús alude a que sus obras provienen del Espíritu Santo cuando le acusaban de ser un hijo de Belcebú, del demonio, y que por eso hacía los milagros que hacía, y Él decía “si un reino está dividido contra sí mismo…” o el pasaje donde dice “el que blasfema contra el Hijo del Hombre se le puede perdonar, pero si uno blasfema contra el Espíritu Santo –es decir, contra aquel que está en las obras del Hijo del Hombre–, no tiene perdón”, porque se cierra a la Presencia de Dios.
Quiero decir que no hay que imaginarse en el Bautismo la presencia de una paloma física. No. El Espíritu Santo estaba sobre Jesús y Juan lo reconoció. Es como en la Transfiguración: no hay más manera de hablar de lo divino que con imágenes y nuestras imágenes, tenemos que ser consciente, son siempre limitadas y no expresan mas que una pobre forma de lo divino. ¿Y por qué surge esa tradición de representar a Dios –diríamos- como una persona humana? Porque lo divino, a partir de comienzo de los primeros albores del Renacimiento, trata de representarse como un objeto, como alguien que está fuera de la Creación, no como misterioso. Lo divino estaba presentado en los iconos antiguos, pero estaba presentado en el dorado, por ejemplo, que rodeaba las imágenes. No se pretendía hacer de lo divino un objeto reconocible, tangible, accesible, por así decir, a nuestros sentidos; eso es propio de la modernidad y eso influye en nuestra manera de leer los Evangelios.
El Evangelio es una sucesión de encuentros. Juan Bautista reconoció en el Bautismo de Jesús la Presencia del Espíritu de Dios, el que había guiado a los profetas. ¿Cómo lo reconoció? No porque vio una paloma, sino porque, en aquella humanidad, vio de una manera inequívoca la Presencia de Aquel que esperaba la salvación toda la historia de Israel. Cómo los discípulos, Juan y Andrés después, que siguieron a Jesús por la indicación de Juan, lo reconocieron, estuvieron con él una tarde y al día siguiente fueron a sus familias, fueron a su casa y decían “hemos encontrado al Mesías”, en una tarde. Pues, qué tendría la mirada de Jesús, con qué infinito amor y con qué verdad penetraría Su mirada, pero no dejaba de ser una criatura. Los milagros no suceden a lo Hollywood. Como en “Los diez mandamientos” con las dos paredes de cristal y los pececitos a los lados y los israelistas andando por el camino. Esos milagros a lo Hollywood son típicamente modernos. Esas representaciones de lo divino son típicamente modernas, justo cuando hemos hecho de Dios un objeto porque lo hemos separado de la Creación. Cuando descubrimos que Dios está en todas las cosas, que las llena no sólo porque llena el universo en el sentido de que llena el aire, sino en el sentido de que está fuera y dentro de todas las cosas, todas las cosas están en Dios; entonces, uno cae en la cuenta de que Dios es irrepresentable; “inefable”, es la palabra adecuada, la menos inadecuada. Inefable.
Que Juan reconoció, como los discípulos en la Transfiguración, como la mujer hemorroísa, como el centurión, como tantos otros a lo largo del camino de Jesús, reconocieron la Presencia del Espíritu Santo en Él; la Presencia de lo divino en Él. Claro, hasta el centurión en la muerte de Jesús: “Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios”. ¿Hubo allí algún milagro a lo Hollywood? No, la muerte de un hombre. Pero, cómo sería Su muerte, para que un pagano pudiese decir “tenía razón cuando decía que era Hijo de Dios”.
Subrayo este aspecto porque nosotros nos escudamos mucho en los milagros del Evangelio para debilitar nuestra fe, porque decimos “hombre, si yo hubiera visto la paloma, si yo hubiera visto los milagros que hacía Jesús, entonces, me sería muy fácil creer, pero como ahora no hay estos milagros…”. Eso no es una idea vuestra o una dificultad vuestra, esa dificultad la puso Leibnitz en el siglo XVII, diciendo “los primeros cristianos vieron tantos milagros que no es extraño que creyeran, pero como ahora no hay milagros…”. Ahora hay milagros, todos los días. Y quiero hacer referencia a sólo una cosa. Los pintores y los escultores armenios, que son muy exquisitos en su representación de la belleza en todos los sentidos, cuando hacen por ejemplo las ventanas de una iglesia, aunque toda la iglesia es simétrica y les encanta la simetría, siempre dejan un punto en el que no hay simetría. ¿Y por qué es eso? Porque dicen ellos, “la Creación nunca puede ser perfecta”. La Creación es limitada. Y en la Encarnación, Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho verdaderamente hombre, asumió la limitación de hombre. ¿Eso qué significaba? No existía el español en tiempos de Jesús pero si cualquiera de nosotros hablando español hubiera aparecido por allí, por Galilea, no nos hubiéramos enterado de nada, porque Jesús hablaba arameo y sólo los que hablaban arameo podían entenderle. Era el Hijo de Dios, sí, pero nada de su humanidad quedaba destruido, sólo no había en Él pecado. Tampoco somos capaces de imaginarnos qué es una humanidad en la que no hay pecado, porque todos nosotros somos pecadores.
No busquemos signos. Los buscaban los fariseos: “Haznos un signo”. Los buscaba el demonio: “Tírate de la torre abajo, para que pueda creer que eres el Hijo de Dios”. Y Jesús se negó siempre a hacer eso. Nosotros buscamos signos a lo Hollywood. Y no. Y también pensamos que, como no somos perfectos, no podemos dar testimonio de Jesucristo. ¿Me dejáis que os diga que, al menos quienes estáis bautizados, habéis recibido el Espíritu Santo igual que Jesús? Que el Espíritu Santo habita en vosotros; que de Jesús lo que había nacido es un Pueblo en el que habita el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el Espíritu que nos hace ser hijos. Y que, a pesar de nuestros defectos, uno puede reconocer muchas veces en nosotros –en una mirada, en un gesto de gratuidad, en un momento de perdón, de tantas maneras la presencia de lo divino. Claro que tendríamos que ser un pueblo y el Espíritu Santo viene a hacer de nosotros una unidad, una Iglesia que sea un pueblo, que sea una comunidad visible. Que nuestros gestos no sean “mira qué buena es esta persona”, no provoquen “mira qué buena es esta persona”, sino que den el sentido. Cuando uno es cristiano, puede vivir así. Cuando uno es cristiano, puede vivir de este modo. Cuando uno es cristiano, la vida cambia. El horizonte de alegría, hasta el amor a la belleza se hace diferente. Y no digamos las relaciones humanas: la amistad, el amor… son diferentes. Adquieren un algo que es divino, que no es de este mundo y que todos podemos reconocer, porque estamos hechos para ello y, sin embargo, no somos capaces de fabricarlo o de asegurarlo para siempre en nuestra vida. Lo tocamos en un momento y luego se nos evapora o se nos va, porque somos imperfectos, porque somos criaturas, criaturas pecadoras.
Mis queridos hermanos, tenemos el Espíritu Santo con nosotros, no nos lo creemos, porque nuestra fe es muy frágil, pero es verdad. Lo hemos recibido en el Bautismo, lo recibimos cada vez que comulgamos, a quienes estéis confirmados se os ha vuelto. Es Jesucristo quien ha confirmado ese don el día de vuestra Confirmación, el día de nuestra Confirmación. Que se note en nosotros algo de la presencia de lo divino, que no rompe lo humano y que no elimina nuestras limitaciones: ni nuestras limitaciones como criaturas, ni nuestra condición de pecadores. A lo mejor en un momento aparece algo divino en nosotros y media hora después hemos metido la pata o nos hemos equivocado o somos torpes o hemos estropeado lo que queríamos hacer bien… Pero es esa presencia fiel de lo divino, a lo largo de la Historia, el argumento más decisivo para creer en Jesucristo y para creer en la Iglesia como el Cuerpo de Cristo en la Historia que ha permanecido a lo largo de los siglos.
Una anécdota. Cuando Napoleón, cuando empieza la invasión de Italia, la primera ciudad en la que aterriza es en Génova y va a comer con el Arzobispo de Génova y le dice que en un año habrá conquistado Roma, en dos años habrá conquistado toda Italia y que en una década el cristianismo habrá desaparecido de la Historia. El Arzobispo soltó una gran carcajada que le enfadó muchísimo al emperador, pero muchísimo, y entonces le preguntó: “¿Y por qué se ríe usted?”, así muy violento, y el Arzobispo le dijo: “Verá, llevamos dieciocho siglos nosotros los cristianos queriendo destruirla y no lo hemos conseguido, no lo va a hacer usted en diez años”. ¿Por qué? ¿Porque somos santos? Cuando yo digo “Pueblo Santo de Dios”, ¿es que cada uno de nosotros somos santos en el sentido moderno, moralista, en que entendemos la santidad? No, en absoluto. Somos todos pobres pecadores, a pesar de la Gracia de Dios, a pesar de la ayuda del Señor.
¿Pero la Iglesia es santa? Pues, claro que es santa, lo más santo que hay en el mundo, lo más bello que hay en el mundo, no ha habido jamás un pueblo tan bello como la Iglesia de Dios. ¿Por qué? Porque el Señor no ha dejado nunca de estar en ella y de suscitar gestos en los que uno puede reconocer el Espíritu Santo, no como una palomita que viene y se posa en el hombro, sino como una realidad inefable que uno no es capaz de explicar en nosotros, en los hijos de Dios.
Que el Señor nos conceda ser conscientes de esta vida y nunca temáis. Nunca temáis, Pueblo Santo de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada