Fecha de publicación: 10 de febrero de 2019

La Primera Lectura de la Eucaristía de hoy es tan clara, tan nítida, tan transparente en sus comparaciones. Es decir, “vale más que el oro”, la plata, las perlas preciosas… Pero es bueno detenerse en ella y, sobre todo, en tiempo de exámenes, como estáis vosotros ahora. Porque no se trata de aprenderse unas páginas y de tener claras unas respuestas o unos trucos para pasar el examen.

Adquirir la sabiduría es algo que es importante para la vida. Y eso no brota, de hecho, de los libros, meramente. Brota de una confrontación de la propia experiencia con la luz del Señor. La Lectura que hemos oído dice de hecho que la sabiduría es más que la luz, incluso. La luz nos permite ver las cosas, gustar de sus colores, de sus formas, de sus luces y de sus sombras. La sabiduría nos permite también comprender sobre todo el misterio de la realidad y, sobre todo, ese misterio que es el ser humano, ese abismo, imagen de Dios. Abismo insondable de amor, que se nos ha revelado en Jesucristo. No separéis la Sabiduría de Jesucristo, porque, de hecho, las palabras que en hebreo y en griego conducirán, expresarán, en los elogios de la Sabiduría, se hayan recogidas en el prólogo de San Juan: “El Verbo era Dios”. La Palabra es la Sabiduría de Dios. Es la Sabiduría de Dios la que ha creado las cosas. Como dice la Carta a los Colosenses, en ese texto que, una y otra vez, es un texto para nadar en él, para sumergirse en él: “Todo ha sido creado por Él y para Él”. Él es la Sabiduría que juega con la bola del universo, y que tiene su alegría en estar con los hijos de los hombres. Él es la Palabra de Dios. Él es Dios que Se dice y Se entrega para nuestra vida.

Estudiar Teología (yo diría que estudiar cualquier cosa) es adentrarse en el misterio de Dios, porque la Creación no es la obra de un ingeniero; es ya un comunicarse, un darse del Ser de Dios. Un jardín plantado por Dios para nosotros, para los hombres. Pero el estudio de la Teología, que es el ahondar y el saborear la experiencia de la Iglesia, y comprender la belleza de esa experiencia, no es mas que sumergirse en el abismo insondable del amor de Dios. Que se llegue a Él por un lado o por otro, a través del estudio de los Evangelios o de la luz de la Escritura, especialmente del Nuevo Testamento; que se llegue a través de la contemplación de la vida humana a la luz de Cristo o de cualquier otra realidad del misterio de la Iglesia, como misterio de Cristo en el momento presente, todo nos lleva al corazón del Misterio, al Dios que en Cristo y por el poder del Espíritu Santo Se nos da y Se nos entrega para que nosotros vivamos como hijos de Dios.

Es un privilegio. Y es un privilegio no porque sea una condición ahora mismo para pasar un curso o acercarse a la ordenación sacerdotal. Es un privilegio siempre. Tengáis las tareas que tengáis, buscad rincones, momentos, en los que uno puede sumergirse en la Verdad de Dios. “Lámpara es Tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero”. La sabiduría no tiene mucho que ver con la erudición; tiene que ver con un saber vivir, sobre todo. Un saber vivir de forma que nuestras vidas mismas sean un testimonio de que Dios vive, de que Cristo está en medio de nosotros, de que Cristo acoge, ama y llena de gusto y de felicidad y de alegría nuestras vidas, y que esa alegría es la que deseamos comunicar a todos.

Hay algo en la palabra sabiduría que tiene que ver con el sabor, no sólo con el saber, sino con el gustar. Gustar de la verdad de las cosas, gustar de la Verdad de Dios, que se da en las cosas, pero que se da, sobre todo, en la historia de la Salvación, y en su Hijo, y en ese Sacramento de su Hijo que es la comunión de la Iglesia.

Quisiera hacer referencia un momento en esa búsqueda de la sabiduría que es el quehacer teológico, en ese apropiarse cada vez más, en ese ensimismarse cada vez más en las riquezas insondables de Cristo -como diría San Juan de la Cruz, está todo lleno de cavernas y de rincones que nunca acabaremos de recorrer-, en ese ensimismarse en la experiencia de la Iglesia es entrar en la corriente misma del amor de Dios que se da y, por lo tanto, crecer en el deseo de darnos al mundo.

Quiero hacer referencia a un pasaje que algunos algún año me lo habéis oído decir. En una parte de la “Suma Teológica”, santo Tomás se pregunta si no será mejor la vida de los monjes, la vida contemplativa o la vida apostólica. Y santo Tomás responde de una manera muy sencilla, que no es nada difícil de comprender. Él pone un ejemplo y dice “es mucho mejor iluminar que brillar”; y por lo tanto, es mucho mejor transmitir a otros, comunicar a otros, lo que se ha contemplado, que sólo contemplar. Por lo tanto, yo creo que es parte de su enseñanza, y más cuando somos estudiantes de Teología, el tener presente eso: que no estudiamos para brillar. Ya el brillar es una cosa buena, pero es mucho mejor iluminar que brillar. No estudiamos para engrandecernos a nosotros mismos, o para enriquecernos a nosotros mismos, o para ser nosotros más grandes. Aprendemos, estudiamos, nos sumergimos en la experiencia de la Iglesia para poder iluminar a otros con esa experiencia que pasa por nosotros, que pasa por nuestra carne, que pasa por nuestra forma de ser, por nuestros límites, pero también por nuestra riqueza personal y única de cada uno.

Y al mismo tiempo, es muy bello en ese pasaje de santo Tomás el “contemplata tradere”. Es decir, hay que contemplar, para poder transmitir, para poder no ser un guía de esos de turismo que todos conocéis, en la Plaza de las Pasiegas o en la Catedral, que se repiten un rollo que se han aprendido de memoria y la gente lo capta inmediatamente. Es necesario haber contemplado. Es necesario haberse sumergido de alguna manera, el haberlo hecho propio. Comunicar, aunque sea muy torpemente. Vale más comunicar torpemente aquello de lo que uno tiene experiencia que saber mucho sin tener experiencia; que saber muchas cosas sin tener experiencia de Cristo en nuestra vida y del poder salvador de la Palabra y del Espíritu de Dios en nuestra vida.

Por eso, Le pedimos al Señor que Él nos comunique su Espíritu; que nos haga más y más partícipes de Su Vida, de forma que esa Vida sea cada vez más nuestro propio yo: “Vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Es Cristo quien me comunica lo que soy, lo que digo, quien me hace ser y quien me hace hablar. “Creí, por eso hablé”, dice San Pablo en la Carta a los Gálatas.

Que el Señor nos conceda, por lo tanto, ese don del Espíritu; que nos lleve a la sabiduría con la cual podamos iluminar la vida de nuestros hermanos, creyentes y no creyentes, con un amor igual para todos. No olvidéis, casi todos los elogios que el Señor hace en los Evangelios se los hace a los paganos. Pensad en eso. Y casi toda la “caña” que da, por así decir, se la da a los escribas y a los fariseos. “Señor, no hagas de nosotros escribas, no hagas de nosotros fariseos. Haznos partícipes de Tu amor”. Pero elogios, elogios, elogios… Eso me recuerda una frase de Baudelaire, que no es un modelo de vida en absoluto, pero es, con frecuencia, uno de los pensadores más intuitivos y más finos: “Si un día la religión desapareciera del mundo, probablemente habría que ir a buscarla al corazón de un ateo”. ¿Por qué? ¿Porque es mejor ser ateo que ser creyente? No, pero es muy probable que un ateo tenga más hambre de Dios que la que tenemos nosotros. Y no digo nosotros por acusar a nadie, hablo de mí…

Que el Señor nos enriquezca con esa sabiduría que es capaz de ofrecerse al mundo con la misma sencillez y con la misma verdad con la que el Señor se ha ofrecido por nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de enero de 2019
Monasterio de la Cartuja