Fecha de publicación: 22 de noviembre de 2016

 

Queridísima Iglesia de Jesucristo, Esposa amada de Nuestro Señor, pueblo santo de Dios, elegidos, cada uno de nosotros y todos nosotros juntos, para participar de su vida de Hijo de Dios, por el don del Espíritu Santo, y participar de su realeza y de recibir también como don la misma herencia de Su Reino: la vida divina;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
y amigos todos:

Dos cosas: primero la fiesta de Cristo Rey y luego unas palabras sobre nuestra misión en la universidad, que no es nada diferente de nuestra misión en el mundo.

En primer lugar, la fiesta de Cristo Rey es la que termina el año litúrgico. Y es justo -a pesar de que la fiesta es una fiesta relativamente reciente-, igual que el Dogma de la Inmaculada, la fiesta de Cristo Rey se constituye en un momento en que los hombres tienden a pensar que son capaces de construir nuestra felicidad; que la tecnología, el trabajo de nuestras manos, la ciencia iba a crear la sociedad perfecta, sin defectos, sin sufrimiento, una sociedad sin límites, un mundo feliz.

En ese momento, la Iglesia instituye la fiesta de Cristo Rey como fiesta con la que termina el año litúrgico para recordarnos la primera confesión de fe de los cristianos, de los primeros cristianos. El primer credo de la Iglesia con el que uno es cristiano, con el que se reconocían unos a otros, es decir Jesús es el Señor, que es exactamente lo mismo, porque el título de Señor no se aplicaba mas que al emperador.

Hoy, el título de Cristo Rey, que fue usado por los mártires del siglo XX, recién instituida la fiesta, en la persecución de los cristeros, en la persecución que tuvo lugar antes y en los primeros días de la guerra civil española, como una especie de nuevo, de gesto de identificación de los cristianos: viva Cristo Rey. Pero es verdad que la realeza en nuestro mundo nos recuerda un poco a la vida de la jet, a ciertas revistas de sociedad, al lujo, al dinero, más que a otras cosas, y no es eso. Eso no encaja con Cristo.

Es una realeza muy misteriosa la suya, porque fueron los soldados burlándose de Él quienes le vistieron con una túnica imperial, púrpura, para poder abofetearle y hacerle escarnios de distintas clases; le pusieron la corona de espinas, le hacían burla. Sin embargo, nadie se acuerda del nombre de aquellos soldados.

Y la realeza de Cristo sigue siendo para nosotros una fuente inagotable de alegría, de esperanza, una roca sobre la que edificar con solidez nuestras vidas. La paradoja de la realeza de Cristo no se basa en los signos exteriores de poder, como los reyes del mundo, antiguos y modernos, sino en su amor, su capacidad de dar la vida. De alguna manera, la autoridad de los padres es semejante. Los padres adquieren autoridad a base de amar, no de otra manera; no por reclamarla. Nadie tiene autoridad por reclamarla. Sólo quien abraza, sólo quien ama, sólo quien pone de manifiesto que tu bien me interesa más que mi vida puede decir que ama. Y sólo esa persona tiene algún derecho sobre mi vida, no porque lo reclame, sino porque nosotros libremente se lo damos. Jesús no reclama nunca sus derechos. Y la Iglesia cuando está sana, tampoco; no reclama mas que poder amar, poder darse, poder entregarse. Y los hombres que reconocen ese amor se entregan a él, claro. Quienes lo hemos reconocido… muy mal, a lo mejor, muy pobremente: yo deseo amar a Cristo con todas mis pobres fuerzas, con toda mi alma (lo deseo, no digo que lo haga; lo deseo, lo pido como una gracia, porque sé que no es construir mi vida sobre tierra, es construirla sobre roca). Por eso, la realeza de Cristo contrasta tanto con las realezas de este mundo.

Pero hay otro segundo aspecto de esa realeza que yo quisiera subrayar: para nosotros decir “Te pedimos, Señor, por una u otra cosa; Te pedimos por la paz, Señor”, o terminar las oraciones diciendo “Por Jesucristo, Nuestro Señor” es una petición tan inocente, tan inocua, tantas veces tan vacía.

En estos últimos años, todos tenemos a Siria un poco en nuestras cabezas. Los patrones de Siria son dos, muy poco conocidos: san Sergio y san Baco, y tienen una iglesia, hoy en mitad del desierto, en el lugar donde fueron martirizados casi en la frontera entre Siria e Iraq, en ruinas o medio en ruinas; antes de que empezara esta última guerra la estaban restaurando unos arqueólogos de la Universidad de Berlín. Pero aquellos dos santos, que nosotros en Occidente no conocemos, eran dos generales del Imperio Romano que estaban destinados en un campamente en la frontera con el Imperio Persa, y el emperador Diocleciano (finales del siglo III, comienzos del IV, poco antes de Constantino, el que causó la persecución de cristianos, realmente, del Imperio) visitaba ese campamento, que estaba en la frontera con el Imperio Persa. Cuando llegaba el emperador, todos los soldados se postraban por tierra. Todos, los capitanes, generales, hacían una gran postración cuando el emperador pasaba por delante. Sólo aquellos dos comandantes –debían ser bravos, por el sitio también donde estaban destinados, el puesto fronterizo con el enemigo-, subidos en su caballo, pasó el emperador: no movieron la cabeza. Les costó la vida. Y el pueblo cristiano de Siria, desde entonces, los tiene como patronos. Pero les costó la vida. Decir “Jesús es el Señor” no era una afirmación inocente, ni en Siria, ni en el Imperio Romano, ni en el Imperio Persa. Al primer obispo de la capital del Imperio Persa también le pidió el rey de reyes, el sha de Persia, que se postrase delante de él reconociéndole a él como rey de reyes. Y aquel obispo dijo “yo no reconozco mas que un rey de reyes y es Jesucristo, mi Señor”. También le costó la cabeza.

Pero ya entonces la sangre de los mártires era semilla de cristianos. No creáis que eso hacía que la Iglesia disminuyera. Es la nuestra la que disminuye cuando decir “Jesús es el Señor” a lo mejor en nuestra vida, en mi pobre vida, no significa gran cosa; no tiene a Cristo como aquel que orienta mis pensamientos, mis deseos, mis imaginaciones, mi percepción de la felicidad, mi todo. Confesar a Cristo como Rey, en el sentido cristiano, profundo, es todo menos una frase piadosa. Repito: rey, conquistador –como se dice de los don juanes- por derecho de enamoramiento; por derecho de enamoramiento que no es el enamoramiento de decir “te quiero”. Es el amor que da la vida por aquel al que ama. Lo dijo el Señor la víspera de su Pasión, no existe mayor amor que el dar la vida por aquellos a los que uno ama. Ese es el amor.

Tercera cuestión. Para nosotros decir que Jesús es Rey tampoco significa una protección especial, pero si en el mundo antiguo (y no es que en el mundo antiguo los reyes fueran buenos; todos sabían que había reyes buenos y reyes malos, y que la monarquía como la república de Atenas como otras formas de gobierno se deterioran, se corrompen, y hay que reformarlas o sustituirlas o volver a empezarlas de nuevo; eso lo sabían los hombres de la Antigüedad); pero, quienes no tenían rey vivían en el desierto y en el mundo del Medio Oriente, donde nace el cristianismo, las palabras que se utilizan para designar al desierto eran tremendas: desolación, destrucción, ruina. El rey era quien ponía paz, porque tenía la obligación de defender a sus súbditos. Vivir sin rey era vivir expuesto a las luchas de poder entre tiranos. De hecho, los habitantes del Medio Oriente, que llamaban al desierto con esas palabras, a la tierra cultivada la llamaban paz. ¿Por qué? Porque en la tierra cultivada había un rey, que era como el pastor de su pueblo. Cuántas veces en el mundo antiguo, en la Biblia, en el Antiguo Testamento, la palabra rey, la palabra pastor, a veces, está hablando de los pastores del pueblo está hablando de los reyes; también de los sacerdotes, pero, sobre todo, de los reyes. El rey es el pastor por excelencia del pueblo.

Confesar a Cristo Rey como Rey es confesar que no estamos tirados en la vida, en una vida de anarquía (de las anarquías surgen las dictaduras en el mundo moderno y los tiranos en el mundo antiguo); que no estamos arrojados en el desierto. Estamos en un mundo ordenado. Y si nuestro rey fuese un rey humano… Pero cuando nuestro rey es Aquel para el cual el universo es una mota de polvo en la palma de Su mano, Dios santo. Como los niños juegan en la presencia de sus padres, los bebés, los niños pequeños, sabiendo que nada malo puede sucedernos. A eso es a lo que se nos invita confesar a Cristo como Rey.

Paso a lo de la universidad. Pero no os creáis que es tan diferente. Vivir para un cristiano es vivir para testimoniar que Cristo es Nuestro Señor. Tenéis el privilegio de poder hacerlo en un lugar especial del mundo, porque eso es lo que tendríamos que testimoniar en todas partes, en la calle. ¿Y cómo se testimonia eso: llevando carteles? A lo mejor sí, en ocasiones. Pero se testimonia sobre todo con la alegría de la vida, con el amor de una familia que permanece unida pese a todas las dificultades. De aquí a pocas décadas bastará que una familia permanezca unida para que todo el mundo pueda decir son cristianos. Será un testimonio público de la fe, el que exista un matrimonio.

Es la vida la que muestra quiénes somos. No necesariamente carteles o anuncios. Pero la única razón para quien ha encontrado a Cristo de vivir, lo único que llena la vida de significado y de sentido es dar testimonio. Qué tengo que hacer yo cuando me levanto: testimoniar que Cristo llena de gozo la vida; testimoniar que Cristo es la alegría de la vida; que el contenido de la vida es amor y, aunque yo no sepa querer y tenga que volver a aprender mil veces al día lo mal que sé querer a mis prójimos, a mis compañeros de clase, a mis hermanos, a quienes tengo más cerca, a mis vecinos, a la gente de mi casa, Le puedo pedir mil veces al día que el Señor me ensanche el corazón a la medida de su amor infinito. Puedo empezar de nuevo siempre. Pero la vida es para testimoniar a Jesucristo.

En la universidad hay dos formas de testimoniarlo muy específicas. Primero, nunca os conforméis con las respuestas fáciles. Sed rebeldes a las respuestas fáciles. Preguntad como los niños, mantened ese corazón de niño que pregunta “y por qué, y esto por qué”. Muchas veces os preguntan a vosotros, y decís “yo no tengo respuestas”. Pasad al otro lado. Empezad vosotros a preguntar. Y no os conforméis. La verdad siempre es compleja. La verdad desemboca siempre en Dios. La de la Física, la de la Química, desemboca en Dios. Si se piensa hasta el fondo, los hombres modernos y la ciencia moderna y las universidades modernas nos hemos negado a pensar hasta el fondo, y así nos va. Así nos va en la vida. También en los usos de la ciencia.

Pero la verdad más grande es la verdad sobre el ser humano. Y la verdad más honda sobre el ser humano es que estamos hechos para el amor. Por lo tanto, buscar la verdad es buscar un amor. Son palabras de un gran pensador francés de segunda mitad del siglo XX, y él dijo: la pregunta más importante de la historia humana no es por qué existe el Ser en lugar de nada, que era la pregunta que se hacía Heidegger en los años 40; la pregunta más importante de la historia humana es ¿existe un amor capaz de justificar los sacrificios que implica la vida?, ¿existe un amor capaz de llenar de sentido todo, las dimensiones de nuestra existencia humana? Esa es la pregunta. Buscar la verdad es buscar la respuesta a esa pregunta. Nunca renunciéis a buscarla. Y si la habéis encontrado en Jesucristo, nunca se la neguéis a nadie. No echando sermones (como estoy haciendo yo ahora). No de esa manera, pero sí abriendo las mentes y los corazones a la posibilidad de un misterio sin el cual nada es inteligible, nada es comprensible.

Tercera misión. Empalmar vuestra fe con todo lo que estudiáis. La fe en Jesucristo -justo porque Él es Señor, Señor del universo, principio y fin de la Creación- no tiene que ver con esas cosas que solemos llamar “lo religioso”: las procesiones de Semana Santa, actos de piedad. La fe en Jesucristo tiene que ver con todo: con la física, con la economía, con el sexo, con el amor humano, con la amistad, con el dolor, con la salud, con la política, con la matemática. ¿Qué nos parece que eso no es así? Ahí hay un camino de exploración. Pero no os cerréis de antemano las puertas a intentar ahondarlo, porque es entonces cuando se abre esa dimensión de misterio que es la consistencia de todo y que para quien ha encontrado a Jesucristo ese misterio tiene un nombre: Jesucristo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de noviembre de 2016
S.I Catedral

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