Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
hermanos y amigos, todos muy queridos;
sacerdotes concelebrantes;
querida Consejera, querida Rosa;
queridas autoridades académicas de los colegios Monaita y Monachil de Atendis:

Celebramos hoy, como todos los domingos que se llaman domingos, porque es el día del Señor (en el lenguaje latino tradicional cristiano, el “Dies Dominicus”, que es de donde viene Domingo y es el día del Señor, porque es el día que recuerda el acontecimiento central de la historia humana, sin el cual no habría historia. Literalmente, seríamos un accidente de la naturaleza, un accidente del cosmos. Y ese Acontecimiento es la Resurrección de Jesucristo. Nada puede eclipsar esa especie de agujero negro en la historia que es la Resurrección de Cristo, pero que sin la cual no existiría el arte cristiano, sin la cual no existiría realmente el sentido de la historia que hemos heredado de la Tradición y que recibe su sentido justamente del Acontecimiento de Cristo: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”).

Eso es lo que celebra el pueblo cristiano entero todos los domingos y no se convierte en una rutina, ni en una obligación rutinaria, ni en una cosa que hay que hacer, ni siquiera en un mandamiento que hay que cumplir por el hecho de que sin eso nuestras vidas, nuestra historia, nuestra vida personal, nuestra vida comunitaria, no tendría sentido y nuestra vida como nación y como sociedad de ningún tipo. Porque si la vida no tiene sentido -lo decía Dostoyevski-, “si Dios no existe, todo está permitido”. Y si todo está permitido, la vida humana es imposible; y que todo no está permitido, que la vida tiene un sentido, un significado, un horizonte, una meta. Y esa meta es el Cielo. No nos engañemos, no hay otra. Y cuando tratamos de sustituirlo por otras metas, entonces nuestras vidas pierden. Y el Cielo es un don de Dios, es una Gracia siempre como es una gracia a la Iglesia. Y como es una Gracia todo lo que sucede en la Iglesia. También los 50 años de aprendiz en Granada.

La verdad es que las Lecturas de hoy son las que nos corresponden en este domingo, que la Iglesia entera celebra, y vamos a ver celebrado los 50 años. (…) La Eucaristía tiene siempre como centro lo que tiene, que es que Cristo viene a nosotros, viene en esta Eucaristía, viene en este momento, y todo lo demás no se añade, se une a ello de una manera accidental.

Las Lecturas de hoy son fuertes, son un antídoto contra la hipocresía. Verdaderamente. Y la hipocresía no consiste sólo en esa mirada al hombre que se fija sobre todo en las apariencias, que se fija en la clase social, en el oficio social o político que tiene, en las personas, en los bienes de que disponen, en la cultura que tienen, esa mirada a lo humano es siempre una mirada del mundo poco cristiana, por decirlo suavemente. Pero la hipocresía no es sólo eso, ese fijarse en las apariencias y poner las apariencias por encima de la realidad de las personas. La hipocresía es también tratar de negociar con Dios. Lo decía el Evangelio: pensar que porque hagamos las cosas bien, Dios nos debe, por ejemplo, nos debe la salud. Eso es algo muy extendido en el pueblo cristiano, ¿como tengo yo ahora esta enfermedad, con lo bien que me he portado toda la vida, no? Cómo me pasa a mí esto, cómo puede pasarme esto si yo soy de la familia y en una familia buena, si somos una familia buena. Eso es no haber entendido que no es Dios. Eso es una forma, la forma verdaderamente profunda y grande del fariseísmo: tratar de negociar con Dios. A Dios le debemos todo lo que somos literalmente, y por eso la única actitud adecuada a una relación evangélica cristiana con Dios es la gratitud. Siempre agradecidos en cualquier circunstancia de la vida, en cualquier situación.

Eso está en el avance del cristianismo. Pero vivimos en un país que probablemente porque llevamos 20 siglos viviendo del cristianismo, se nos ha hecho tan familiar que no significa nada. En estos días que había otros obispos aquí, comentábamos cómo la fe para tantos cristianos no es más que un barniz o no es más que un algo tan, tan espontáneo a quien ha nacido en una determinada tierra, como el carnet de identidad. Pero una consecuencia de eso es que perdemos la fe y tampoco sucede nada. Y eso lo vemos todos los días en nuestra sociedad, porque como no hemos valorado lo que teníamos, como no somos conscientes del bien inmenso -por decirlo con la palabra de un Salmo “Tu Gracia vale más que la vida”- que es ser cristiano, pues perdemos la fe y es como si hubiéramos perdido, qué sé yo, un abono para el campo, el fútbol para la plaza de toros. No sucede nada en nuestra vida, no hay ninguna, ningún drama. Los ateos del siglo XIX, como Nietzsche, por ejemplo, sentían, se daban cuenta perfectamente del trauma que suponía perder a Dios. De hecho, llegó a decir que si matamos a Dios no es el más allá lo que habríamos perdido; lo que vamos a perder es el más acá y lo estamos perdiendo a pasos agigantados.

Tenemos que recuperar esa relación verdadera con Dios que hace de nosotros siervos inútiles de Dios. El Papa Benedicto XVI, en su homilía introductoria a su pontificado, lo dijo con toda claridad: un pobre trabajador en la viña del Señor. Y eso somos todos: pobres trabajadores en la viña del Señor, que damos gracias. 50 años es mucho en una vida. Es casi la mayor parte de nuestra vida útil en el sentido mundano, porque toda vida es útil desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y después de la muerte natural siguen siendo útiles.Yo tengo una santa particular que es una niña que murió 20 minutos después de nacer. Sus padres la bautizaron, nació y se fue al Cielo. Yo les dije a los padres, que, por cierto, lo habían vivido con una fe y estaban con una fe sencilla, enorme, y estaban llenos de paz.; les les dije: “veréis, en la cola de San Juan Pablo II hay millones de personas”.

Si yo le pido a San Juan Pablo II, estoy seguro de que tardará meses en llegar la petición. Pero a esta niña le voy a pedir, porque no se va a pasar toda la eternidad haciendo cosquillas al Señor. Entonces, hay que darle tarea y yo se la doy. Tengo la foto de los padres con la niña antes de morir junto a mi ordenador y le pido a esta niña, y os aseguro que funciona maravillosamente bien. Lo digo también por dar ideas, porque seguro que en vuestras familias podéis tener santos de ese tipo a los que más que mejor no se os ha ocurrido pedir y pedirles. 50 años son mucho en la vida de una persona, son nada en la vida, en la vida de Cristo, en la vida de la Iglesia.

Damos gracias. Claro que damos gracias al Señor por todos los bienes. Yo he conocido a personas de vuestros círculos que me han dado un testimonio de santidad, de tal manera que besaría ciertamente por donde pisan. Por lo tanto, no me cuesta nada dar gracias por estos 50 años. Soy consciente de que también tenemos que pedir perdón, porque en las obras humanas siempre hay equivocaciones, siempre hay errores, porque ahí somos limitados, somos torpes. Y lo decían ayer de ti, de mí y de mi ministerio. Y lo ha dicho el Señor: somos uno cuando hemos hecho todo lo que teníamos, todo lo que se nos ha mandado. Tenemos que decir somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer, pero casi nunca hemos hecho todo lo que se nos ha mandado. Hasta cuando se dice “el justo vivirá por la fe”. La fe no es sólo una serie de creencias. Así se entendía la fe en el siglo XIX o en el XVIII. La fe es una comunión, una comunión con la Iglesia, como es con el Santo Padre y el Colegio de los Obispos que Dios nos da para nuestro tiempo, para nuestro bien, para nuestra edificación en ese amor que sólo tiene su fundamento en Cristo, en una proposición ética en Cristo, y lo demás es engañarnos o tratar de engañarnos y hacernos trampas en el solitario, lo cual es bastante, bastante necio.

Damos gracias al Señor. Claro que sí. Te pedimos que multiplique los frutos. Tenemos dos santos. Tenéis dos santos en vuestra historia. Digo tenemos porque los santos pertenecen a la Iglesia universal. No son santos particulares. Incluso mi santa, a la que yo rezo en la Eucaristía, en los difuntos y os digo su nombre: se llama Lucía. Pero los santos pertenecen a la Iglesia, pertenecen a la humanidad entera como Cristo. No son propiedad privada de nadie. Pero, sin embargo, tenemos en nuestra historia y en nuestra cercanía, un santo y un beato que es mío también. Yo sé que tienen casi tanto trabajo como Juan Pablo II.

Dios mío, te damos gracias. Claro, te damos gracias desde el fondo del alma. Pedimos perdón. Claro que pedimos perdón también desde el fondo del alma por las que hemos tenido que aprender. Aprendemos sobre la marcha los seres humanos. Aprendemos escuchando a la Iglesia y obedeciendo a la Iglesia, caminando por los caminos que la Iglesia nos propone. Y así crecemos. Crecemos como personas, crecemos como cristianos, crecemos en santidad que, al fin y al cabo, es el fin que San José María tenía siempre en el horizonte, en todas las cosas que hacía, en todo lo que buscaba. Le pedimos al Señor que cada vez más vuestros colegios den fruto de fe, de esperanza, de caridad en un mundo que lo necesita.

Estamos al final de una época. Evidentemente, es una época que destruye el humano, destruye a la familia, pero no son los últimos 20 años o los últimos 30 años. Son los últimos políticos los que han destruido la familia. Llevamos destruyéndola siglos. Yo recuerdo siempre -lo cito como ejemplo- que se estaba construyendo el Sacromonte cuando uno de los padres más famosos de lo que se llama “economía política” dijo que la economía en el mundo no podía progresar a menos que se acabase con esa institución horrible que es el matrimonio y la familia (John Locke, II tratado del Gobierno. 1660). Por lo tanto, la guerra contra la familia, o si queréis entre la economía y la familia viene de muy atrás. Por tanto, no seamos cortitos en nuestra perspectiva. Y creo que nuestro mundo está llegando al final de esa guerra y se destruyen familias ya hace mucho tiempo, hace años. Yo creo que cuando estaba yo empezando en Granada, se me decía que en España se rompía una familia cada tres minutos. Yo creo que ya no hay tantas familias como para romperlas cada tres minutos, pero se sigue rompiendo la familia. Romper la familia, romper al hombre. Y es el hombre el objetivo de destrucción y en la ley que domina nuestra cultura y nuestro mundo, que es la ley de la indiferenciación absoluta, hasta la indiferenciación entre el ser humano y el animal que se da ya en los niños de nuestros colegios, que se halla en las generaciones más jóvenes, donde no se establece prácticamente más que conferencias de grado, porque no se entiende lo que es el hombre, porque no se entiende que somos imagen de Dios. Como decía el ateo famoso Habermas, que discutió con Benedicto XVI en un diálogo y que le dijo “los ateos no sabemos lo que nos hemos perdido por haber olvidado que el hombre es imagen de Dios”. Lo dijo con esa crudeza: que se nos olvida que somos imágenes de Dios y, al final, somos un grado de desarrollo un poco más que los perritos o que las focas. No tenemos una realidad cristiana de la que Juan Pablo II dijo “no hay comunidad cristiana, no hay realidad cristiana en la Iglesia que no tenga en estos momentos como primer deber la misión”. Y la misión es comunicar la belleza de la vida que Cristo nos da, que consiste, sobre todo, en la fe, en la esperanza y el amor. Testimonios de fe, testimonios de esperanza, testimonios de amor en un mundo donde estas cosas escasean más que las joyas y, mucho más, son más valiosas que las joyas para la vida del mundo. Eso es lo que le pido yo al Señor con toda mi alma también: que podáis ser, por intercesión de la Virgen, por intercesión de san José María y del beato Álvaro del Portillo.

Que el Señor nos ayude a todos hasta que nos encontremos en el Cielo, porque en el Cielo yo espero que estemos todos y que no nos falte nada ni nadie. Y a los que consideramos hoy pecadores, como así también han sido redimidos por la preciosa Sangre de Cristo, que no puede ser inútil.

Vamos a proclamar nuestra fe. Damos gracias al Señor y Le pedimos que nos siga ayudando por los caminos de la historia con Su misericordia sin límites.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

2 de octubre de 2022
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía