Queridísima Iglesia de Nuestro Señor, Esposa Amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos miembros de la Hermandad Sacramental, que celebráis en estos días vuestro Triduo;
queridos hermanos y amigos todos:
El tema de las Lecturas de hoy tiene un nombre -un nombre propio-: se llama Jesucristo. Lo que nos anuncia el Evangelio y lo que nos anuncian las dos Lecturas, “Aquel a quien cantamos y glorificamos, Aquel que nos da un motivo permanente de alegría y de esperanza” (no no hay esperanza, si no hay primero alegría) es Jesucristo, que estaba junto a Dios desde el origen, desde antes de la Creación del mundo.
Que era Dios. Que es Dios. Y que sin dejar de ser Dios ha querido implicarse en nuestra historia humana, y de lo que hablan las Lecturas de hoy es justo esa implicación del Hijo de Dios, de la Palabra de Dios, del Verbo de Dios, en esa historia humana vuestra, que, desde entonces, desde que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y habló con nosotros, y entregó su vida por nosotros, que es lo que el Año Litúrgico nos recuerda año tras año, toda la historia, todo el significado de la vida, de mi vida, de nuestra vida, de la vida de cada uno de nosotros y de nuestra vida en común, de nuestra vida como familia y de nuestra vida como miembros de la humanidad y como hijos de esta tierra, y como seres humanos y criaturas de Dios; el sentido de todas las cosas está iluminado en ese Acontecimiento, del que decía el poeta inglés T. S. Eliot: tuvo lugar dentro de la historia humana, pero ese Acontecimiento abrazaba a la historia humana entera, y contenía el sentido de toda la historia humana. Cuando el Hijo de Dios nace en Belén, cuando el Verbo se hizo carne, brilla para los hombres una luz que nos descubre, como muy sabiamente dijo el Concilio y han repetido los Papas diciendo que todo el Concilio se puede resumir en aquello: que Jesucristo, al revelar al Padre y a Su designio de amor, revela también nuestro destino; revela también el hombre al hombre mismo. Es decir, el Acontecimiento de Navidad, el Acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, revela quiénes somos, cuál es el verdadero sentido de nuestra vida, la verdadera razón de nuestro existir y dónde está la belleza y la verdad de lo que somos, dónde está nuestro bien, cuál es nuestro destino, nuestro origen y nuestra meta. Y eso es como la fuente de una cultura verdaderamente cristiana. (…)
Este Acontecimiento, que es el Nacimiento de Jesús, que ilumina la Historia entera, que abraza la Historia entera, que abraza nuestra humanidad entera, también la de cada uno de nosotros (no la humanidad como una abstracción), sino mi pobre humanidad, con mi historia, historias que no se repiten nunca, que es la de cada uno de nosotros, la de nuestra familia, la de nuestras relaciones humanas, lo que nos ha hecho ser lo que somos. Eso está abrazado desde antes del principio. “Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo”, decía San Pablo.
Esa luz que ilumina toda la Historia, abre la Historia como en tres niveles. Por una parte, está la Palabra de Dios en la Creación: todo ha sido creado por Él y para Él. La Creación es una palabra de Dios, es una revelación de Dios. Las cosas, las personas, el mundo, los astros, los campos, las flores, la luz, es una revelación de Dios. Uno de los primeros cristianos decía que era como el “vestido” de Dios, una manera preciosa (inadecuada quizás, como todas nuestras palabras) de decir que la Creación es un regalo del Señor. Vuelvo a citar ese pasaje de la Carta a los Colosenses, que es tan parecido al himno que acabamos de leer: “Todo ha sido creado por Él y para Él, y todo –la traducción actual dice “todo se mantiene en Él”, pero en realidad es:- tiene en Él su consistencia”. Todo consiste en Él. La Creación está hecha de Cristo. A mí no se me olvidará nunca, un sacerdote muy bueno, muy grande, saludando a una pareja de novios, le dijo al chico: “¿Tú sabes de qué está hecha tu novia?”. Se quedó muy sorprendido, no supo qué responder; esperó un poco y, como vio que el muchacho no respondía, dijo: “Está hecha de Cristo y no hay ninguna manera de tratarla que sea justa si no la tratas como tratas a Cristo”. Y a ella le dijo: “Y él también”. Estamos hechos de Cristo. Todo tiene en Él su consistencia: la Creación, las personas, las cosas, el mundo… es el primer lenguaje en el que Dios se dirige a nosotros. “La Sabiduría se gloría en medio de Su pueblo, el Creador del universo me dio una orden…”, y en esa Creación empieza una historia, con Abraham y la historia del Pueblo de Israel. Dios va educando a su Pueblo y lo va educando con Su Palabra, mediante los profetas y mediante la Ley, y lo va acercando a Sí, ayudando a comprender que su Dios no era un Dios guerrero, sino que era un Dios lleno de misericordia. En algún momento del Antiguo Testamento llega Dios a presentarse a Sí mismo como un amante decepcionado que ha sido tratado mal por su esposa que ha sido infiel y, sin embargo, dice, detrás de un momento de ira: “Nunca más tendré alianza con ella, la abandonaré…” y luego dice “no, la llevaré al desierto, le hablaré al corazón y ella me volverá a Mí a decir ‘Señor mío’, y yo le volveré a decir ‘Pueblo mío’”, haciéndose eco de las palabras de la alianza matrimonial en Israel. Pero esa alianza matrimonial, a pesar de la infidelidad constante del Pueblo de Israel, el Señor la ha ratificado para siempre en Jesucristo. Se ha unido a nosotros de tal manera que Jesús nos comunica su Espíritu, nos lo ha entregado todo en su Pasión, ha vencido a la muerte en su Resurrección y ha introducido nuestra carne en Dios. Con su Ascensión y con el don de su Espíritu Santo ha dejado sembrada la vida divina en nosotros. Somos hijos de Dios, San Juan lo dice en su Evangelio y lo dice también en su Carta primera: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre que podamos llamarnos hijos de Dios” (que lo somos, y eso que aun no se ha revelado del todo lo que seremos, pues aquí tenemos Seguridad Social, dolores de un tipo o de otro, enfermedades…). Nuestra condición aquí es de paso, pero nuestro destino eterno está, nuestras raíces están en el Cielo, no están en la tierra.
El Señor nos ha introducido en la vida divina y nuestro destino, nuestra casa, nuestro hogar es el Cielo. Cuando tenemos conciencia de eso, cuando tenemos conciencia de que somos hijos de Dios, de que la herencia que el Señor nos ha hecho es justamente la participación en la Vida divina y la herencia de su Reino de Gloria, de participar para siempre de la Gloria del Dios inmortal, que se ha entregado a nosotros en Jesucristo, entonces todo cambia en la vida. Y cuando digo todo es todo: la conciencia de la tarea que uno tiene que hacer al levantarse por la mañana, la conciencia de por qué merece la pena tener hijos… La raíz de nuestros problemas demográficos en nuestra sociedad no es la avaricia, por lo menos no es lo fundamental, es la desesperanza. Hace falta tener esperanza en la vida eterna para que uno tenga la conciencia y el deseo de comunicar esta vida, la de este mundo, con todas sus fatigas, con sus trabajos, pero también con sus bellezas y con su amor, a otras personas, para tener ganas de transmitir la vida. Lo que le falta a nuestra sociedad es esperanza, sobre todo esperanza. No tenemos conciencia. Nos parecen palabras bonitas, que es natural que un cura o un obispo las diga predicando, porque es su oficio y nos habla de la fe, de la esperanza y de que somos hijos de Dios…, pero nunca nos lo tomamos en serio. Nunca pensamos que es verdad que somos hijos de Dios. Si somos hijos de Dios, también herederos, pero herederos de Su Gloria, herederos de Su Vida. Hemos recibido ya de hecho Su Vida. Estamos celebrando la Navidad. Y el Señor renueva la Navidad, renueva todo el don de Cristo en cada Eucaristía.
Sois, por lo menos algunos de vosotros, miembros de una Hermandad Sacramental. El Sacramento de la Eucaristía nos recuerda que el Señor prometió quedarse siempre con vosotros, y que está siempre con nosotros, que está siempre a nuestro lado. Está siempre en nosotros, en realidad. (…) Dios mío, si nos diéramos cuenta de cómo cambia la mirada en la vida y cómo cambia la mirada también a los que tenemos alrededor (que son pobres hombres, igual que lo somos cada uno de nosotros), pero Señor, tú estás con nosotros. La Iglesia es santa no porque los que la componemos no tengamos ningún defecto. La Iglesia es santa porque Tú no nos abandonas jamás y Tú eres santo, a pesar de todas nuestras pobrezas, estás con nosotros siempre. Eso, os aseguro, cambia el color de la vida. No es que, de repente, por una especie de magia, nosotros dejemos de tener los defectos que tenemos, o seamos seres humanos perfectos y sin ninguna falta. No. Es que la certeza de una compañía fiel, de una misericordia infinita, de un amor que no se cansa de nosotros cuando nosotros mismos nos cansamos tan fácilmente de nosotros. (…) Digo: “Señor, cómo es posible que Tú no te canses de mí, cuando me canso yo”, y eso seguro que es un pensamiento bastante humano con el que muchos podéis identificaros fácilmente.
El Señor no se cansa. Esa es la Navidad. Que el Señor no se cansa de nosotros. (…) ¿Qué es lo que cambia cuando conocemos al Señor? ¿Qué es lo que cambia cuando entendemos que no se cansa de nosotros? Que no es como un abuelo que también se cansa por mucho que nos quiera y mira que los abuelos quieren a sus nietos. Dios no se cansa de mí, Dios no se cansa de ninguno de nosotros. Jamás. Jamás. Eso es saber que somos hijos de Dios y eso es poder mirar a cada día que empieza como un regalo que la paciencia de Dios nos concede, y eso es mirar a cada persona que tengo cerca como un regalo único, una ventana única al Misterio infinito de Dios, porque cada persona, cada rostro humano, es imagen y semejanza del Dios vivo, imagen y semejanza de la carne que quiso asumir el Verbo de Dios, la Palabra de Dios hecha carne.
¡Dios santo, vivir así es precioso! No que no tenga dificultades, no que no metamos la pata, no que no nos equivoquemos. No que no descubramos nuestros errores o nuestras torpezas…, pero es precioso. Ser cristiano es precioso. Haber conocido al Señor es precioso. Conocer que Dios es un Amor infinito es precioso. Y la Iglesia es la familia que nace de esa conciencia de que somos hijos de Dios, y esa familia no cesa de crecer en el mundo. (…)
No tengáis miedo, mis queridos hermanos, el Señor es fiel. Vamos con la alegría de que hemos conocido al Señor y no hay nada, nada que pueda compararse a esa alegría. Una vez oí decir también a un sacerdote sabio, con la sabiduría de Dios: “El primer fruto de haber encontrado a Jesucristo es un gusto por la vida y por las cosas de la vida que sólo Jesucristo da”. Es ese gusto por la vida lo que un mundo sin Dios nos hace perder y que sustituimos con la ansiedad de comprar, y con la ansiedad de tener cosas, pero no somos capaces de gozar la vida, la sencillez de la vida, la alegría de estar vivos. (…)
Que ese amor fructifique en nuestras vidas y eso es lo que el mundo necesita. No otras cosas. No necesitamos nada más. Si tenemos a Jesucristo, lo tenemos todo. Y eso, si Le tenemos, no nos lo puede arrebatar nadie.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de enero de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral