Queridísima Iglesia del Señor (reunida esta mañana en la Catedral de Granada, para celebrar la Navidad, el Nacimiento del Hijo de Dios), Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes:
amigos todos:
Hay un refrán francés que dice que “el silencio es de oro y la palabra de plata”. Y ese refrán, como casi todos los refranes, es una media verdad, en el sentido de que es una manera en parte de justificar cuando dos amigos, o dos personas cercanas o dos familiares, llevan mucho tiempo sin haber tenido ocasión de escribirse o de llamarse; es equivalente a otro que tenemos también nosotros que “el que no haya noticias, son buenas noticias”; pero cuando no hay noticias de nada, el silencio no es de oro. El silencio puede ser un puñal terrible en nuestra vida. Cuántas películas, pero no sólo películas, cuántas experiencias humanas están marcadas por ese silencio de personas queridas por ese silencio de familiares que tendrían que haber sabido decir en un momento “cuánto te quiero”, y no te lo han dicho. Cuántas soledades crecen y afrontan la vida adulta sin haber experimentado suficientemente el amor expresado. El amor está hecho con gestos y a veces hay una dedicación muy grande de la vida, pero nunca tuvo tiempo de decirme que me quería. Pasa hasta entre marido y mujer, y ahí os doy un consejo a los maridos: que la fiesta de Navidad es una fiesta de bodas, decirle se vez en cuando a vuestra mujer que la queréis, y no porque haya ningún motivo especial, sino por el hecho de decirlo. La palabra es de oro y el silencio a veces es de latón. Y decídselo a vuestros hijos, y decídselo con achuchones, y decídselo con una caricia, con un beso, y con las palabras.
Me detengo en esto porque el Evangelio de hoy es todo él sobre la Palabra de Dios. Y la Navidad es la Palabra, la Encarnación de la Palabra de Dios, del Verbo de Dios. Es la Palabra que se pronuncia (“obras son amores y no buenas razones”) a la manera más radical, más total que se puede pronunciar, haciéndose uno de nosotros, viniendo a compartir nuestra pobreza y nuestra miseria. Recuerdo que cuando yo era seminarista había un libro buenísimo, eran cuatro volúmenes que se titulaban “Literatura del siglo XX y cristianismo”, era un libro fantástico donde te presentaba los autores literarios del siglo XX de distintas lenguas y culturas, vistos desde el punto de vista de la fe, desde Gide a Henry James, a Claudel o a Bernanos… Uno de los cuatro volúmenes se titulaba “El silencio de Dios”. El silencio de Dios es como un leitmotiv de la cultura de nuestro tiempo: Dios no habla, Dios no se pronuncia, Dios parece que está silencioso, suceden cosas espantosas. Eso estaba publicado no mucho después de los años 60, de las terribles experiencias de las dos guerras mundiales. “Dios no habla”, “¿Dónde está Dios?”, “¿Dónde está Dios en Auschwitz…?”. Esa pregunta ha marcado una buena parte del pensamiento del siglo XX. Pues, Dios en Auschwitz estaba en las celdas de las víctimas y en las cámaras de gas. Al menos nosotros, cristianos, lo sabemos. Pero, fijaros, Dios habla, Dios está con Él, Dios está con las víctimas.
Me da mucha pena que siempre el día de los Inocentes haya quedado reducido a una bromita estúpida, cuando es un día grandísimo. Tendría que ser el día de las víctimas, de todas las víctimas, de todos los abusos de todas clases que hay en el mundo; de los abusos de poder de los poderosos, de los abusos de la ignorancia de un pueblo determinado, de los abusos que hay en el seno de la familia o en el seno de la Iglesia, de toda clase. Todas las víctimas de todas clases se celebran en ese día. ¿Por qué? Los inocentes no conocían a Jesús. No son mártires en el sentido habitual de la palabra. Es más, yo creo que si las madres de los niños hubieran sabido por qué eran perseguidos o por qué morían sus hijos, hubieran ido derechos a por la Virgen y a por Jesús. No han muerto por Cristo mas que de una manera muy indirecta y muy lejana. ¿Qué significa eso? Que en toda muerte humana está Jesús. Que en toda víctima humana está Jesús. Que todo dolor humano es parte para siempre, ya, de la Pasión de Jesús. Hoy es un día de alegría, es un día de boda, pero esa boda le va a llevar al Niño Dios al Calvario.
Cuando al comienzo de la Eucaristía yo incensaba la cruz, y hay que incensarla también hoy, después de incensar el pesebre, el camino empieza en el pesebre y culmina en la cruz, donde el Señor derrama Su Sangre, ¿por qué? Por nuestra vida. Para que nosotros vivamos. Su Palabra más grande es, probablemente, “perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Ese es el abrazo más radical del Hijo de Dios dado a la humanidad entera, porque todos somos víctimas, porque somos criaturas pecadoras. Todos somos víctimas y todos somos verdugos. Todos hemos hecho daño, con nuestras palabras, a personas, y muchas veces a las personas que más queremos. Todos hemos herido alguna vez a alguien. Todos hemos dicho a un niño que se callara cuando no lo teníamos que haber dicho o que nos dejara en paz; o todos hemos dejado de achuchar, o hemos tratado de que nuestros hijos sean tan perfectos que no les dejamos ni respirar, ni correr, ni rascarse las rodillas contra el suelo. Todos estamos necesitados de salvación.
Lo grande de hoy, el anuncio que la Iglesia hace hoy, nos lo hace a nosotros, que lo necesitamos (tal vez, porque somos los que menos pensamos que lo necesitamos), pero que lo necesita el mundo entero. Nos ven a nosotros y dicen: “No, pues no parece que estén muy salvados y sean personas muy contentas y que se lo pasen mejor que nosotros, no parece que sus vidas hayan cambiado mucho por conocer a Jesús, en su manera de vivir, de afrontar el dinero, de afrontar la enfermedad, o de afrontar la muerte…”, que es en lo que se nota si somos diferentes o no. No parecemos muy diferentes. Entonces, es natural que a la gente no le interese en muchos casos decir: “Para qué voy a acercarme yo a la Iglesia”. Y sin embargo, ese mundo que piensa así, y que piensa así con muchos motivos a veces, necesita la luz de la Navidad, porque es la única luz que, siendo nosotros pobres, y sabiendo que no vamos a dejar de ser pobres jamás; que no vamos a dejar de equivocarnos en cosas, o de meter la pata, o de errar, o de hacer daño sin querer, vamos a seguir necesitando siempre la luz de la Navidad, que brilla en nuestra vida. Y que Jesús no viene para hacernos buenos, y menos para hacernos buenos de una manera parecida a Harry Potter o a un hada madrina, con una especie de varita mágica. No. Jesús viene para abrirnos el corazón.
¿Qué es lo que dice la Palabra de Dios?, ¿qué es lo único que dice Jesucristo?, ¿cuál es el resumen del Evangelio? “Tanto amó Dios al mundo, que Le envió su propio Hijo, y no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. U otra, que resume toda la experiencia cristiana, San Juan en una de sus cartas: “Dios es luz. Dios es amor”. No que tiene sentimientos de amor, eso lo tenemos también nosotros. No, no. Dios es el Amor. Lo que significa que todo amor verdadero del que existe en este mundo es como una participación, como una “partícula” -es igual de inadecuado para Dios cualquier lenguaje que usemos así que, conscientes de que es inadecuado, podemos usarlo: como una “partícula”-; el amor más bello que pueda existir en este mundo, el más verdadero, es una “partícula” de Dios, porque participa, no del amor de Dios, sino del Dios que es el Amor.
Eso es lo que Jesucristo nos ha revelado. Con eso nos revela también el secreto de vivir. El secreto de la vida del mundo. No hay otra razón para vivir, no hay otro motivo verdaderamente para vivir. No hay otra cosa que tengamos que hacer en la vida mas que aprender a querernos a la luz del Señor, porque es a la luz del Señor como aprendemos a querernos. En cuanto nos alejamos de Él, empezamos a dejar de saber querernos, a dejar de querernos bien, a querernos de una manera más pobre o más retorcida, o a querernos a medias, o a poner condiciones a nuestro amor, a empañarlo, a deteriorarlo. Si lo más bello, la experiencia más bella que tenemos en nuestra vida es la experiencia del amor verdadero, esa experiencia es siempre una experiencia de Dios.
Señor, Tú, Amor, que Te has hecho uno de nosotros, introduce en nuestra vida el gozo y la conciencia de saber que ser cristiano significa, fundamentalmente, haber encontrado ese amor y esa luz, que el hecho de tu amor sin condiciones y sin límites, derrama en nuestra vida. También cuando metemos la pata, porque Tú no dejas de querernos, ni mides Tu amor a nosotros por las veces que nos hemos equivocado, o por las veces que Te hemos tratado mal o que nos hemos olvidado de Ti, o que no Te hacemos caso, o que hacemos caso a otras mil cosas antes que a Ti. Nada cambia en Tu amor en nosotros. Por eso eres Dios y no como uno de nosotros, ¡claro!
La Palabra de Dios es ésa, no tiene otra: “Te quiero, te quiero”. El día que han salido las cosas bien, que podáis oír al final del día “te quiero”. “¿A mí Señor? ¿A mi, que conozco yo mi historia y me cuesta tantísimo quererme a mí mismo?”. Y el día que salen las cosas mal, esos días que son de desastre, al final del día vuelve a sonar la Palabra de Dios: “Te quiero, he venido para ti, he venido para que tengas luz, para que tengas esperanza, para que sepas que tu destino soy Yo, es la vida eterna”.
En los días de Navidad adoramos al Niño. Cómo no adorarte, Señor. Cuando comprendemos, siquiera un poquito, lo que significa lo que estamos celebrando. Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2019
S.I Catedral de Granada