Muy queridos hijos, padres, padrinos, familiares, amigos;
pero me dirijo, sobre todo, a vosotros (ndr. confirmandos):
A lo mejor, para vosotros, lo que sucede esta tarde es un evento parecido a como son las graduaciones en los colegios o en la universidad. Pero como que no es algo que afecte profundamente a vuestra vida. Yo quiero contaros dos anécdotas, dos conversaciones de esta tarde antes de venir aquí. Una de ellas, una madre que hace meses había perdido a su hija de 23 años, de repente había desaparecido. Ella sabía que estaba jugueteando con la droga y después de unos meses, largos, de angustia, han podido descubrirla y saber que está en manos de una mafia que la tiene prostituyéndose en algún lugar de España. Os podéis imaginar la ansiedad de esa madre, su sufrimiento, su dolor, y ella me decía “yo espero que el Señor la arranque de donde está y pueda volver a ser quien era mi hija, quien ha sido mi hija”. Yo le decía, “pero, fíjate, aunque un día te la encontraras con que la han asesinado, que sepas que el Señor no la va a abandonar nunca, que sepas que el amor de Dios nunca, nunca, la va a dejar. Y que lo primero que se encontrará del otro lado de la muerte será, sencillamente, el abrazo del Señor que es mucho más poderoso y lleno de amor que los abrazos que tú has dado a tu hija y que yo le he visto a tu hija darte a ti”. Esa es una de las dos conversaciones. La otra es también de una madre que acaba de perder hace unos días, también, a una hija suya de un cáncer, dejando cuatro niños pequeños y me decía “yo no tengo más que gratitud al Señor. Tengo un dolor muy grande, pero en ningún momento he perdido la paz. Estoy agradecida al Señor por el don de mi hija”. Esa señora se había quedado viuda cuando tenía 35 años y había sacado a sus tres hijos adelante y había perdido a su hija pequeña.
Daba una paz oír a esta mujer diciendo “no tengo más que gratitud al Señor”. “Yo tuve una vida en mi juventud muy apartada del Señor y, luego, el Señor me hizo la gracia de encontrarse conmigo en la vida y, desde entonces, le he podido transmitir la fe a mis hijos”. “Mi hija ha muerto. Cuando mi marido murió -les dijo a sus tres niños, que eran pequeños, con 13 ó 14 años en aquel momento- ‘no he podido dejaros dinero, ni posición -que los dejaba en una situación humilde y sencilla-, pero hay una cosa que os dejo que quisiera que no la olvidarais nunca, que es el amor que Dios. Es el amor a Jesucristo. Quisiera que lo guardaseis toda la vida”. Esta tarde ella me decía que el Señor había cumplido el deseo de su marido: que sus hijos tengan fe y sus nietos. Yo le doy gracias al Señor por todo, por la vida y por la muerte de mi hija. Se ha podido despedir de sus hijos, no ha querido que la aplicasen más morfina para poder estar consciente hasta el último momento y nos ha dejado a todos una paz enorme.
¿Por qué os cuento estas dos anécdotas? Veréis, la vida de un pastor, si lo es y le interesa la vida de las personas, está llena de anécdotas y de conversaciones de este tipo, porque el que yo hiciera una homilía de circunstancias en este momento diciéndoos lo importante que es Jesucristo no os transmitiría lo mismo con la madre que ha perdido a su hija en la droga y en la prostitución. Hemos terminado rezando juntos un Ave María y también con una paz grande. No serviría tanto ninguna cosa que pudiera deciros en una homilía como estas dos anécdotas, para deciros lo que Jesucristo significa en la vida. Habéis hablado de que hoy llega a plenitud vuestro camino de seguimiento de Jesucristo. Lo que Cristo significa en la vida es un amor que no os va a abandonar jamás. ¿Significa eso que da lo mismo a qué os dediquéis?, ¿qué da lo mismo que esta chica esté metida en la droga? No. Ella no es feliz, se está destrozando, probablemente está contra su voluntad donde está, líos de deudas de las bandas la hacen no poder salir de allí, ahora mismo por lo menos.
No da lo mismo vivir de una manera que vivir de otra, pero, viváis como viváis, el amor de Jesucristo no os va a faltar y ese amor de Jesucristo es lo más precioso, porque uno podría tenerlo todo en la vida y si no tienes a Jesucristo, la certeza de que Él está contigo, de que Él te acompaña, de que Él te quiere, haya pasado lo que haya pasado, seas quien seas, no puede dejar de quererte. Cada vez que celebramos la Misa, el Señor habla al darnos Su cuerpo y Su sangre. Ésta es la sangre de la nueva alianza, alianza nueva y eterna. Eso significa que el Señor hace al entregar Su cuerpo en la cruz, al entregar Su vida y Su Espíritu en la cruz, al entregarnos Su vida, para que nosotros vivamos como hijos de Dios; hace una alianza con toda la humanidad, es contigo. Si yo pudiera repetir ahora cada uno de vuestros nombres los repetiría, contigo, seas quien seas, saques las notas que saques, tengas las cualidades y defectos que tengas, hay alguien que te ama con un amor infinito y ese alguien se llama Jesucristo, y hay alguien que nunca dejará de amarte y de quererte. Suceda lo que suceda en tu vida. Y esa es la fuente de la verdadera alegría de lo que sucede en el Sacramento de esta tarde: que no somos nosotros quienes nos confirmamos, es el Señor quien ratifica en una edad en la que vosotros podéis daros cuenta de lo que significa ser bien querido, de la importancia que tiene ser querido de alguna manera sin límites, sin condiciones. Porque muchas veces tenemos ya la experiencia de lo que significa ser “mal queridos”, cuando alguien me quiere porque quiere algo de mi, que le regale algo, que le dé algo…, despreciamos normalmente ese amor. Nuestro corazón está hecho para un amor infinito y ese amor infinito nos lo da el Señor.
Mis queridos hijos, el Sacramento de la Confirmación es el Señor quien confirma. Diréis, ¿cómo va a quererme a mi Dios con un amor infinito si casi yo no soy capaz de quererme, porque conozco mis defectos? Conozco mi vida. Sé lo que doy de sí. No doy mucho de sí. No soy como me gustaría ser, nadie. Yo creo que casi nadie que sea como quisiera ser. Bueno, pues, ahora, el Señor que conoce tu corazón mejor que lo conoces tú mismo, tú misma, que conoce hasta tus pensamientos más íntimos, te dice “te quiero”. Igual que lo dijo en la cruz, igual que lo ha dicho desde toda la eternidad. Antes del primer día de la Creación, ya nos tenía a cada uno presente. Y si nos ha creado, si hemos nacido, hemos nacido como fruto de ese amor y de un amor que el Señor quiere cumplir. Es el Señor quien cumple nuestra vocación humana. ¿Y cómo la cumple? Dándose a nosotros, acompañándonos en el camino de la vida. Quien tiene a Jesucristo nunca está solo y puede, a lo mejor, sentirse muy solo de compañías humanas. Hay situaciones en la vida en la que las personas se sienten muy solas, muchas. Y en esta sociedad nuestra tan individualista, tan poco dada a las cosas en común y a la vida en común, a la vida en comunidad, hay muchas personas que están solas. Hay países que tienen hasta un “ministerio de la soledad” por la cantidad de personas que viven solas. Bueno, pues, un cristiano, aunque estuviera solo en esa perspectiva humana, nunca está solo. Y además, buscaría la compañía de otras personas inmediatamente, el poder compartir la vida, la fe, el camino de la vida, la gratitud al Señor, la alabanza, la súplica con otras personas. Porque es como una exigencia de haber encontrado a Jesucristo. Pero es una exigencia que no nace de fuera; que no nace sólo de Jesucristo; que nace de nuestro propio corazón. No estamos hechos para estar solos. Estamos hechos para ser amigos. Estamos hechos para ser hermanos y para tratarnos como hermanos, buenos hermanos.
Ojalá todos los hombres, yo sé que ese camino está por empezar a recorrer, que hay que empezarlo cada generación, que tiene que empezarlo cada uno, pero estamos hechos para ser hermanos. Había una canción que se llama “yo quiero tener un millón de amigos”. Pues, efectivamente, todos quisiéramos tener un millón de amigos, porque amigos de mentirijilla es muy fácil tenerlos. Amigos de verdad, que te quieran por lo que eres y como eres, como Dios nos quiere. En definitiva, son verdaderos tesoros. Pero si uno ha encontrado al Señor, los busca, los anhela, los encuentra. Entonces, lo que celebramos esta tarde es que Jesucristo confirma esa alianza de amor con cada uno de vosotros. Eso es muy grande. Eso da una alegría, porque no es una alegría que depende de lo bueno que seamos, de lo que consigamos nosotros hacer, del esfuerzo que hagamos, de las cualidades que tengamos, de las virtudes que consigamos ejercitar. No, ese amor es incondicional. En eso consiste el amor, no en que hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado primero. Jesús decía hoy una cosa, en los deseos de Jesús: “Ese es Mi deseo, que donde Yo estoy estén también ellos conmigo”. Eso es lo que Jesús desea. Y no porque nos necesite, como nosotros nos necesitamos unos a otros, sino porque Él sabe que nosotros tenemos necesidad de Él, de Su amor, Su misericordia, Su compañía, y por eso quiere que estemos donde Él está, junto al trono de Dios, habiendo triunfado del pecado y de la muerte mediante Su amor, que es Su obra redentora.
Mis queridos hijos, vamos, pues, a proceder a la Confirmación. Sólo me queda por deciros que no despreciéis la pequeñez de los gestos a través de los cuales pasa algo tan grande como lo que yo acabo de deciros: que Dios confirma la alianza de amor que tiene, eternamente hecha, con cada uno de vosotros. Pues, los gestos son muy pequeños. Pero, fijaros, todos los gestos humanos son pequeños y, a veces, los más significativos o los más importantes son los más pequeños. Una sonrisa, qué cosa más pequeña; un beso, qué gesto tan pequeño; una mano tendida, hasta una palabra, si se piensa lo que significa físicamente, pronunciar sonidos, qué gestos tan pequeños y, sin embargo, por un beso, por una caricia, por una sonrisa pueden pasar cosas muy grandes, puede pasar todo el amor de una vida. Y se echa de menos cuando no se tiene ese amor.
No despreciéis la pequeñez de los gestos. Son aquellos que el Señor ha querido, tienen su significado y la Iglesia los repite generación tras generación, desde la primera generación apostólica. Esos gestos nos comunican la vida de Dios, el Espíritu de Dios, la vida de hijos de Dios. Unen al Señor a nuestras pobres vidas y lo dejan como cosido ahí, como enganchado a nosotros para siempre, “enrollado” con nosotros para siempre. Y nos permiten vivir con alegría y con esperanza, que son los frutos primeros de la Presencia del Señor en la vida. Esa Presencia durará siempre, pero lo que Le pedimos al Señor es que dure también la conciencia de que Él está con vosotros.
Comenzamos con la profesión de fe que no es parte del Sacramento, sino la condición para darle al Sacramento. Es donde decís que vosotros queréis recibirlo. Decís que conocéis a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que esperáis de Él lo que sólo se podría esperar de un amor infinito y todopoderoso: el perdón de todos vuestros pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.
Entonces, cuando vosotros habéis expresado vuestro deseo de rechazar el poder de Satanás y de ser de Cristo, Cristo se os da mediante el Sacramento, os comunica Su Espíritu mediante el Sacramento que tiene dos momentos: uno de oración, que luego lo presentaremos, y luego la unción que eso ya lo sabéis vosotros, lo conocéis.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de mayo de 2021
S.I Catedral de Granada