Fecha de publicación: 8 de enero de 2023

Queridos sacerdotes concelebrantes y diácono;
queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración del Domingo del Bautismo del Señor concluyen las fiestas de la Navidad del Señor. ¿Y qué nos trae la Iglesia? Qué nos propone la liturgia en esta fiesta del Bautismo del Señor, que no es el nuestro, pero que nos hace rememorar nuestro propio bautismo y actualizar las consecuencias que para nuestra vida tiene.

Vemos una teofanía, una manifestación de Dios, precisamente en el bautismo en el que Jesús comienza su ministerio público. Jesús, que el profeta Isaías hoy nos ha dado las claves de cómo hemos de verlo y como Él se presenta. No se presenta como un rey poderoso. No se presenta como un Mesías glorioso. Se presenta como un pecador, Él que no tiene mancha alguna de pecado. Se pone en la cola de los pecadores, para recibir un bautismo de conversión. De tal manera, que el propio Juan el Bautista, precursor, queda confundido: “Soy yo quien tiene que ser bautizado por Ti, ¿como tú te pones?”. Y Jesús le dice que conviene que se haga así, para cumplir justicia. En definitiva, para que se cumplan las profecías. Esa profecía que nos ha mostrado el profeta Isaías en uno de los cantos del siervo en que vemos esa imagen, ese hilvanado, ese boceto de lo que después se cumplirá en Jesús: un Mesías paciente, un Mesías que es el Salvador de Israel y de todos los pueblos, luz de los pueblos. Pero es un Mesías que se presenta en la humildad de nuestra condición. Esa humildad de nuestra condición que nos hace a nosotros aspirar a la plenitud, a divinizarnos, a imitar interiormente, y como lo hemos pedido en la oración colecta, a Aquél cuya humanidad ha compartido con nosotros, se ha hecho uno de los nuestros, uno de nosotros. Ha facilitado, y facilita y abierto el camino -esa es la gran consecuencia del bautismo-, que nos ha divinizado, que nos ha salvado.

Se presenta Jesús como el siervo de Yahvé. Ese siervo de Yahvé que cargará con nuestros pecados. Ese siervo de Yahvé que es, precisamente -así lo señalará Juan el Bautista-, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y es así como se nos presenta Jesús. Pero, al mismo tiempo, ese Jesús que se presenta en una humanidad desvalida, en una condición pobre y humilde, poniéndose en la cola de los pecadores; al mismo tiempo, es el Hijo de Dios. Por eso, se abren los cielos y se escucha la voz del Padre: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Y viene sobre Él el Espíritu, porque Él es el Ungido con el Espíritu y Él tiene como misión -y ya el profeta Isaías nos lo anuncia- el devolver la vista a los ciegos, el devolver la vida a los muertos, el anunciar el Evangelio a los pobres, el hacer andar a los cojos. En definitiva, su misión es anunciar el Reino de Dios y que Dios está en medio de Su pueblo. Y así, el Mesías se presenta. Pero, el Mesías se presenta, y esta teofanía nos muestra también, como nos recuerda el apóstol Pedro, precisamente en el discurso que recogen los Hechos de los Apóstoles después de la conversión de Cornelio, el primer gentil; y nos lo recordaba también la fiesta de la Epifanía de hace dos días, Dios se ha mostrado a todos los pueblos en la figura de los Magos, en la figura de Cornelio. Dios viene para salvar a todos, para todo el género humano. Es la universalidad de la Salvación. Y esa universalidad de la Salvación la ofrece a través del ministerio de la Iglesia, con ese mandato misional de Jesús de id y bautizad a todos las gentes, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Precisamente, quien se manifiesta en el bautismo de Jesús y esa Salvación obtenida por Cristo en la cruz. Aquél, como nos ha descrito de forma tan sintética y al mismo tiempo tan acertada el apóstol Pedro, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el Maligno, porque Dios estaba con Él, porque Él es el Emmanuel. Y es Cristo el que nos salva. Y es Cristo el que se presenta.

Y el año cristiano, que seguimos avanzando en las celebraciones de este año que ha comenzado, nos irá introduciendo precisamente para que Le imitemos, a Cristo interiormente. Y eso es la santidad. Y ésa es la consecuencia del bautismo. El bautismo nos ha trasformado. El bautismo nos ha cambiado. San Pablo nos dirá que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo -fijaros qué palabra- fuimos incorporados a su muerte, dice él en la Carta a los Romanos. Porque, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Luego, esta fiesta del Bautismo del Señor nos hace tomar conciencia de las exigencias de nuestro propio bautismo. Y esa exigencia tiene una palabra: santidad. Estamos llamados a ser santos, a imitar a Cristo, a ser imitadores de Cristo, a ser otros cristos, el mismo Cristo. San Pablo llama en sus Cartas a los primeros cristianos, los llama santos. Y esa santidad a la que nos invita también el Papa Francisco, esa santidad de la puerta de al lado, esa santidad que está en vivir como Dios nos manda, como Dios nos pide, haciendo Su voluntad en las circunstancias, y en la vocación en la que cada uno hemos sido llamados.

La santidad no es para unos pocos, nos ha recordado el Concilio Vaticano II. Hay una llamada universal a la santidad. Y eso es lo más importante, porque ese es el despliegue de nuestra condición de cristianos. Y la santidad, en nuestras circunstancias concretas, en nuestra edad concreta, en nuestra vida concreta. Es ahí donde Dios nos espera. En el trabajo de cada día, en nuestras relaciones personales, sociales, familiares. Es ahí donde hemos de descubrir y poner en acto las exigencias de nuestro bautismo. En definitiva, el cumplimiento de la Voluntad de Dios, que se expresa en Sus Mandamientos. Y si lo queréis resumido, en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Es en la santidad, que no es otra cosa que la vivencia de las virtudes cristianas, la vivencia de la fe para ver el mundo con la mirada de Dios, para ver a Dios, vernos a nosotros mismos y ver la realidad con esa mirada de Dios, que trasciende la puramente humana y los valores puramente humanos. Es la mirada de Dios, que nos hace pensar y pensarnos con las claves del Evangelio, de las Bienaventuranzas. Es el seguimiento, que llamaban los clásicos, la “secuela Christi”, el seguimiento de Cristo, la imitación de Cristo.

Pues, queridos hermanos, estamos llamados a esto, a vivir una esperanza, que nos hace aspirar a la vida eterna. Nos lo dice San Pablo: “Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo”. Que nos hace pasar por este mundo haciendo el bien. Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el Maligno. Esa es nuestra vida. Ese tiene que ser también el resumen de nuestra existencia: la esperanza. A no quedarnos “de tejas para abajo”, a vivir con ese sentido de esperanza que trasciende el puro optimismo o el que nos salgan las cosas bien, o vivir todo en clave de éxito. No. Vivir con una esperanza que nos lleva a transformar la sociedad según el querer de Dios, dejando un mundo más justo a nuestro paso, a nuestro alrededor, pero, al mismo tiempo, sabiendo que no tenemos ciudad permanente. Y, sobre todo, la vivencia de la caridad. Como nos dice San Pablo: “Os voy a mostrar un camino mejor -le dice a los de Corinto. Ya hablara yo las lenguas de los hombres y de los ángeles si no tengo amor, no soy mas que un metal que resuena o unos platillos que aturden”. Y nos describe después, nos va declinando el amor: “el amor es comprensivo, es servicial, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites”, dice San Pablo. Y dice una cosa muy importante: “El amor no pasa nunca”.

Porque, en definitiva, nuestro peregrinar es hacia una meta que es Dios mismo, que no sólo es el camino, sino que es la meta, y esa meta es amor. “Nosotros -nos dice el evangelista Juan en su Primera Carta- hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en Él”. Y, además, nos dice que mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y lo somos y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él. Esa aspiración máxima del ser humano, del ser como Dios, pero se cumple a través de Cristo, de Aquél que, siendo Dios, se ha hecho uno de nosotros y se ha puesto en la cola de Juan el Bautista, para redimirnos, para salvarnos. Y nos ha llegado a través del bautismo. Y el bautismo nos ha transformado y tiene esas exigencias: la vivencia de las virtudes y, en definitiva, la fe, y el amor y la esperanza. El vivir como Dios nos pide, el vivir la santidad.

Acudamos a María. Ella es Reina de todos los santos. Ella es, decía san Juan Pablo II, lo que debe ser la Iglesia, lo que debemos ser cada uno de nosotros.

Imitemos a la Virgen. Imitemos a nuestra Madre y pidámosLe que nos ayude a nosotros también para alcanzar, como Le decimos en la Salve, “las Promesas de nuestro Señor Jesucristo”. Amén.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor de Granada

S.I Catedral de Granada
8 de enero de 2023

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