La promesa evangélica de comunicar la Buena Noticia, es una invitación a encontrar –dentro de uno mismo– la belleza del sentimiento humano y a asumir el proceso del propio crecimiento integral como persona. Francisco de Asís llegó a ser una persona que había logrado superar en sí misma, con pasmosa naturalidad, todo dualismo y esquizofrenia existencial; convirtiéndose en paradigma de esa unidad y armonía vital que no admite separaciones ni distinciones entre ser profundamente humano y espiritual a la vez, que se unifican y armonizan a la perfección en el itinerario hacia el hermano y hacia Dios. Pero lo que Francisco de Asís llegó a ser con el tiempo, no fue así desde el principio.
Los inicios mismos de su conversión están entretejidos de toda clase de acontecimientos que lo hacen aparecer como un ansioso buscador de felicidad. Esta búsqueda –matizada de encantos y desencantos, de logros y fracasos, de momentos de exaltación y de frustración, de momentos gozosos y extravíos– estuvo íntimamente unida a la búsqueda –a veces angustiosa– no solo de su razón de ser, sino también de la razón de su ser. El momento esencial de inflexión, el punto de no-retorno y de definitivo despegue de su crecimiento, como persona y como cristiano, fue su encuentro cara con Dios y en él se dio a través del hermano, en el hombre concreto y –más aún– en el hombre marginado.
El Evangelio es medianamente claro al expresar el «dogma» de la presencia de Dios en el hombre concreto: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis […] y lo que no hicisteis con ellos también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,40-45). Esa verdad aprendida y creída en su mente supone dar un paso a una verdad asumida y vivida en el corazón. Esto implica un proceso que tiene su momento culminante en la síntesis que Francisco hacía en su Testamento: «Me parecía muy amargo ver leprosos, pero el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia… y aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura del alma y cuerpo».
A partir de ese momento su vida se transformó, se le iluminaron las tinieblas del corazón y creyó «con fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta». Dios estaba en toda persona; pero particularmente en el pobre, enfermo, desvalido, extraviado, excluido, marginado, leproso… Lo que Francisco había aprendido en su primera juventud no le había satisfecho y, como todo ser humano, es un buscador nato de felicidad y plenitud. El Pobre de Asís era una persona despierta, sensible y vitalista; se puso a buscar el sentido gratificante y feliz de su ser y existir, que hasta entonces no había alcanzado.
Y se comportó como una persona profundamente desorientada:
• Buscó la felicidad en el mundo del tener, del aparentar y del placer. A pesar de todo, cada día experimentaba más el sinsentido de su vida, triste y vacía.
• Por afán de novedad y de aventura, hizo incluso la guerra.
Pero una enfermedad le empujó a entrar en sí mismo y a emprender una nueva búsqueda, para estar preparado a que la felicidad llamase a su puerta. Como maestro de humanidad, el Padre y la Creación constituyeron para él una irrepetible escuela de humanidad. Las grandes lecciones recibidas se expresan en la inserción, compromiso, periferias, márgenes y servicialidad cordial, a ejemplo del que supo estar en medio de los suyos «como el que sirve», desviviéndose por los demás voluntariamente y sin reservas. Adorando en profundidad al AMOR, fue desarrollando una personalidad que se distinguió especialmente por la calidez y la calidad de sus sentimientos de acogida: comprensión y compasión incondicional, afecto y cariño personalizado, ternura y delicadeza a flor de piel en las relaciones con todos y predilección manifiesta por aquellos en quienes apercibía una mayor necesidad de sentirse queridos, apreciados, tenidos en cuenta,… volcándose en actitud servicial pronta y exquisita. El sentimiento de propiedad y señorío que caracteriza a la vida fundada sobre el ego; implica desde el desapropio hacer propios los sentimientos de mutua servicialidad que distingue la vida enraizada en el Amor, que tiene como centro un nosotros del que es verdadero artífice y constructor el Espíritu.
Severino Calderón Martínez, ofm