Decía yo al principio: es una alegría recibir la Confirmación y os decía también que siempre que venimos a la Iglesia no venimos para decirle al Señor lo buenos que somos, ni venimos sólo para pedirle que nos haga buenos. Venimos a recibir Su Regalo. Y Su Regalo no son cosas. De hecho, los regalos que nos hacemos en torno a la Navidad, los Reyes, son simplemente un signo de que el gran regalo es el hecho de que Dios se haya hecho hombre. Y lo que acabamos de celebrar en la Semana Santa es justamente cómo el Señor ha ido hasta el final de esa humanidad nuestra, sufriendo lo que los seres humanos sufren en este mundo: las envidias, los celos, los odios, las divisiones…, todo lo que el Enemigo siembra en nuestros corazones. Y así hasta la muerte. Y una de las muertes más ignominiosas y más violentas que los seres humanos han inventado jamás en la Historia, que es la muerte en la cruz.
Pero todo eso no es más que la expresión de un amor, un amor infinito. Que porque Jesús -y eso es lo que celebramos el día de Pascua- ha vencido a la muerte… (no simplemente que ha resucitado, como resucitó Lázaro o como algunas otras resurrecciones que se narran en el Antiguo Testamento: que el Señor resucitó a Lázaro pero, unos años después, Lázaro cogió una gripe o una pulmonía, un alzheimer o lo que fuera, y cuando envejeció murió, como los demás). Lo que anunciamos de Jesucristo es que Él ha triunfado para siempre de la muerte y del pecado, en su Cuerpo. Y cuando ha vuelto al Cielo, cuando ha vuelto a Dios, a su Padre, es como si hubiera rasgado el Cielo y nos hubiera dejado el Cielo abierto y dentro ya quedaba introducida nuestra humanidad en su Humanidad. Y ahora nosotros, unidos a Él, nos colamos por ese agujero.
Es como un intercambio: Él se hizo hombre, Él tomó nuestra humanidad de las entrañas de la Virgen, y se hizo hombre. Él ha entregado su vida y ha subido al Cielo nuestra humanidad y nos ha dejado aquí su Espíritu Santo, su Vida, su Amor al Padre, que nos permite a nosotros vivir con esa vida, vivir como hijos de Dios. Somos criaturas de Dios, no somos hijos de Dios en el sentido en que Jesús era Hijo, que participaba de todo en la Vida del Padre, era la misma Vida. No. Nosotros somos criaturas. Pero el Señor ha querido que participemos también de esa Vida. Entonces, Él nos regala su Espíritu para que esté en nosotros, para que nos acompañe, para que Él venza en nosotros. A nosotros siempre nos termina venciendo el mal, de una manera o de otra: unos en el egoísmo, en otros la lujuria o la pereza, o la ira… No son tantas formas. Son siete y se repiten. No hay cosa que se repita más que los pecados humanos. Es la santidad la que es muy creativa, y la caridad y el amor. El amor es muy creativo. Pero la falta de amor, que eso es el pecado, es siempre muy aburrido, muy repetitivo, no tiene ninguna imaginación, ninguna.
El Señor nos deja su Espíritu para que nosotros podamos vivir como los hijos de Dios, y nos lo deja por amor. Las últimas palabras de Jesús en el Evangelio –y es lo que recordamos todos los días de Pascua: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Pero el Evangelio de hoy decía una cosa preciosa, que es la clave de todo en la vida de Jesús: “Tanto ha amado Dios a este mundo que le ha entregado a su propio Hijo”. Tanto os ama el Señor a cada uno de vosotros; nos ama a cada uno de nosotros, que quiere estar siempre al lado nuestro. ¿Para que seamos buenos? Pues sí. ¿A qué padre no le gusta que su hijo saque buenas notas o a qué padre no le gusta que sus hijos sean simpáticos o que tengan cualidades? Sin duda. Pero no es por eso por lo que el Señor nos quiere. Nos quiere porque nos quiere. Quiero explicar esto porque si nos damos cuenta de esto, nos damos cuenta de un rasgo muy bonito del Señor. Cuando alguien nos quiere para conseguir algo de nosotros, ¿a que ese amor vale menos? Vosotros mismos lo valoráis menos. Si alguien te dice que es amigo tuyo porque sabe que le invitas, o que jugando contigo consigue alguna cosa, esa amistad no nos interesa. (…) El amor verdadero es como sin condiciones. Pues, el amor de Dios, “Tanto amó Dios al mundo…” que ha sido sin condiciones. Nos ama sin condiciones y nos ama para siempre.
Vosotros ya participáis de ese Amor, ya sois hijos de Dios: lo sois por el Bautismo. Pero la Iglesia Latina, la Iglesia de Occidente, la nuestra, la Confirmación al principio estaba unida al Bautismo, se ha separado, ¿para qué? Para que podáis daros cuenta a una edad en la que ya tenéis uso de razón, sencillamente de lo que significa ese Amor de Dios que se nos da en Jesucristo. De hecho, al Bautismo le llamaban “el sello” y a la Confirmación la llamaban “el segundo sello”. ¿Por qué? Porque en los documentos importantes hacía falta siempre poner dos sellos: el del rey y el del canciller real. Y a la Confirmación se la llamaba “el segundo sello”. (…)
La Confirmación es el “segundo sello”. El Señor ya os entregó su Vida el día de Viernes Santo, todo lo que tenía, su Vida entera, su Espíritu. Y nosotros hemos empezado a participar de ese Espíritu y de esa Vida que Él nos da por el Bautismo. Pero cuando éramos pequeñitos nosotros no nos enterábamos de lo que significaba tener ese Amor de Dios. Hoy sí nos podemos dar cuenta. Y el Señor confirma. No sois vosotros los que venís aquí a confirmar nada. Claro que vais a confirmar que creéis en Jesús, porque es la única condición que el Señor pone: que creéis en Él y que ponéis en Él la esperanza del perdón de los pecados, de vuestra resurrección y de la vida eterna. Pero nada más. Y con esa condición de conocerLe y esperar de Él la vida eterna, Él se os da. Y se os da para acompañaros. No nos necesita. No nos necesita para nada. Somos nosotros quienes le necesitamos a Él. Y le necesitamos, ¿para qué? Para saber que no estamos solos. Luego en la vida, las circunstancias se pueden hacer muy difíciles, muy complicadas, muy enrevesadas a veces. Pero si uno sabe que el Señor está con nosotros, la vida se vive de otra manera y las dificultades se afrontan de otra manera, y las cosas bonitas se gozan de otra manera. También las cosas bonitas se disfrutan de otra manera cuando está el Señor. Mucho más. Porque cuando uno no tiene más que el horizonte de esta vida, hasta las cosas más bonitas se acaban. Como un concierto, empieza y se acaba. Se acaba la película. Y cuanto más bonita es la película más pena da que se acabe, ¿no? (…) Por tanto, también las cosas bonitas, si su horizonte único es que se van a acabar, porque se van a acabar, se acaba nuestra vida, es muy triste, es como si tuvieran una especie de cáncer metido dentro.
Cuando conocemos el Amor del Señor y que el amor es para siempre, uno disfruta de las cosas bonitas, sabiendo que esas cosas bonitas es como un signo de un amor que conocemos y sabemos que no se acaba nunca. Y las disfrutamos no pensando en que se acaban, sino pensando en que lo que nos espera es mucho más bonito. Siempre. Que lo bonito no ha hecho más que empezar en nuestra vida. Que lo verdaderamente bello y grande viene después y no nos va a faltar nunca. Porque vosotros podéis olvidaros de lo de esta tarde, y a lo mejor os olvidáis con facilidad. Pero lo que nos da alegría no es saber que vosotros sois muy listos y no os vais a olvidar de que el Señor os quiere, y que un día prometió estar con vosotros para siempre (se nos olvida a todos y se nos olvida muchas veces). Pero nuestra alegría no nace de que a nosotros se nos olvida o no se nos olvida, o de que somos muy capaces de querer mucho al Señor. El cristianismo no consiste en lo que nosotros hacemos por Dios, consiste en la certeza de lo que el Señor nos quiere y hace por nosotros. Pues, aunque os olvidéis del Señor, Él no os va a olvidar ni un segundo, ni una millonésima de segundo. Pase lo que pase en la vida. Y eso sí que da alegría. Eso sí que permite vivir con gozo, vivir con esperanza, edificar la vida sobre una roca que no tiembla, aunque tiemblen las montañas; no tiembla, porque el Amor de Dios permanece para siempre. Y poder vivir la certeza de que aunque uno haya metido la pata y aunque la haya metido veinte veces, y tenga mil defectos… El Señor no sólo no me quiere menos, sino que jamás dejará de quererme. Porque es fiel. Porque es fiel y fiel siempre. Y fiel para siempre. Eso genera una alegría que no es de este mundo, pero que es la alegría cristiana. Ser cristiano es poder vivir en esa alegría. Que esa alegría luego tiene como fruto que nos hace mejores. (…) Cuando alguien nos dice “te quiero” sale lo mejor de nuestro corazón. Cuando alguien nos oprime y nos hace algo diciendo “esto está mal”, “no hagas esto”, “esto está mal”, entonces, estamos deseando que alguien se dé la vuelta para hacerlo, la mayor parte de las veces.
Entonces, es verdad que la experiencia de ser queridos por el Señor hace salir lo mejor de nosotros, y lo mejor de unos con otros. Pasa a veces en reuniones donde nos reunimos los cristianos sin conocernos de nada. No se me olvida, los que sois de otra generación más cercana a la mía, ¿os acordáis de un periodista que se llamaba Luis del Olmo? Me acuerdo yo una de las veces que vino Juan Pablo II a Madrid, a la Plaza de Colón, y estaba comenzando la Eucaristía, que incluía la canonización de cuatro santos, eran las cinco de la tarde, y él estaba hablando diciendo: “Ya está la Plaza de Colón llena”. Y hay gente que lleva ahí desde las ocho de la mañana, desde las siete de la mañana, que habían venido de toda España, y dice: “Y lo que más me llama la atención es como si se conocieran de toda la vida; se pasan el agua, se pasan el bocadillo, reparten la tortilla…”. Y decía: “Es que no entiendo eso”. Y alguien, que estaba en la emisora, decía: “Pues, es que yo ya he vivido cosas de éstas y es que pasa así en las cosas de la Iglesia”. Y es verdad un poco, pasa también un poco en las procesiones. La gente no se conoce pero están allí (…) como si fuera una familia. Donde está el Señor sale lo mejor de nosotros, y vivimos mejor. ¿Por qué? Porque vivimos como hermanos. Mientas que el mundo en el que vivimos trata de que vivamos aislados y como burbujas, desconfiando de todo el mundo, y que no seamos amigos. No. Junto al Señor nace un mundo de amigos y una familia, la familia de los hijos de Dios, la certeza de que somos hijos de Dios, y hermanos los unos de los otros. Tengamos diferentes niveles sociales, diferentes niveles de cultura, todo eso importa tan poco. Lo que importa es que tanto os ama el Señor a cada uno de vosotros que quiere confirmar que ese Amor quiere estar con vosotros hoy y hasta la vida eterna. Y eso es precioso. Por eso, os decía: “Disfrutadlo, disfrutadlo”. Lo dijo Él. Lo dijo el Señor en una ocasión: “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría esté en plenitud”. O sea que el Señor ha venido para que estemos contentos y para que podamos vivir contentos. (…)
Cuando está el Señor, estamos contentos. Cuando sabemos que Él está con nosotros, estamos contentos. Que nunca estamos solos. Que aunque no hubiera nadie, siempre os querría el Señor, que cuando ama, ama con un amor infinito y no va a dejar nunca de quereros. Ésa es la alegría más grande, porque es la que más dura, porque es la más verdadera. Y eso es lo que sucede en la Confirmación: que el Señor se os da de nuevo, a través de gestos muy pequeñitos. Lo que sucede, sucede a través de gestos.
(…) Cuando el Señor nos dice “Te quiero”, aunque los gestos sean muy pequeños (imponer las manos, hacer esa señal de la cruz…) el Señor viene, y eso puede cambiar la vida. Basta con decirle, “Señor, me dejo querer”. Cuánto bueno puede pasar por una sonrisa y cuánto malo puede pasar por negar una sonrisa. Detrás del gesto, va el amor. Y detrás de los gestos de la Confirmación, EN los gestos de la Confirmación, va el Amor infinito de Dios, por cada uno de nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de mayo de 2019
Parroquia Nuestra Señora de la Cabeza (Ogíjares, Granada)