Es bello que en esta fiesta de San Matías, de quien no habíamos oído hablar en el Evangelio y sólo en este momento, en el que hay que sustituir la ausencia de Judas, para que el número que Jesús había querido que fuese el núcleo de sus discípulos –doce-, y eso para significar que en ese grupo se iniciaba el nuevo pueblo de Israel, que había estado compuesto de doce tribus (el nuevo pueblo de Israel está representado en los doce apóstoles), como el comienzo de una realidad humana y social nueva, que nace de la Resurrección de Jesús: la Iglesia. Pues, a la hora de completar, los hechos nos cuentan cómo fue elegido Matías y es todo lo que sabemos de él hasta ese momento. Pero el Evangelio no tiene anécdotas que contar sobre Matías, así como las hay de Pedro, de Juan, del mismo Andrés o Felipe. Nos pone como Evangelio un Evangelio que contiene un resumen, la síntesis del Evangelio. Y esa síntesis es, en el fondo, muy sencilla y, al mismo tiempo, inagotable, tremenda. El motivo de toda la historia de la Salvación, desde la elección de Abrahán hasta nuestros días, es el amor insondable de Dios. “Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo”. Y nos pide el Señor que permanezcamos en Su amor. Y permanecer en Su amor es cumplir sus mandamientos. Pero cumplir sus mandamientos se reduce en realidad a un mandamiento: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Ese es el mandamiento y lo repite el Señor por dos o tres veces. “Lo mismo que Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en Su amor”. Hasta tal punto que Jesús puede decir: “El Padre y Yo somos uno” o “Quien me ha visto a Mí, ha visto al Padre”.

¿Cuál es el mandamiento del Padre? Un amor. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo al mundo, no para condenarlo, sino para ofrecerlo a Sí mismo como sacrificio y víctima por la salvación del mundo”. Es decir, es el amor del Padre el que le lleva a Cristo a esa obediencia que se traduce en la Encarnación, en la entrega de Sí mismo total, hasta la Pasión, pero que esa entrega es la que permite que Su Espíritu, el Espíritu del Hijo de Dios, quede sembrado para siempre en la carne y disponible para todos los hombres, de manera que surja ese nuevo Pueblo de hijos; un Pueblo de hijos que vive del amor de Dios, que se inserta en esa corriente del amor de Dios y que es todo él parte de esa misma corriente de amor a los hombres. A todos los hombres, también a los enemigos, como Jesús amó a sus enemigos. Y a todo lo que es verdaderamente humano, a toda la Creación, que, a la luz de la Resurrección de Cristo, se descubre en la verdadera profundidad. Como dice el Génesis: “Y vio Dios que era bueno”. Y cuando creó al hombre, “vio Dios que era muy bueno”. “Vio Dios todo lo que había hecho y vio que era muy bueno”.

Esa bondad de la Creación no es algo sencillo de afirmar. Podemos afirmarlo porque el triunfo de Jesucristo sobre el mal y sobre la muerte aparece que el triunfo final va a ser siempre el del amor infinito de Dios. Si no, habría que creer en otro Dios más poderoso que Dios, en el Maligno. Como si el Maligno fuera más poderoso que Dios, ¡y no lo es! Por lo tanto, el triunfo final es el amor infinito de Dios. Y la esperanza para nuestra vida y el secreto para nuestra vida humana es justamente el insertarse en esa corriente de amor que va del Padre al Hijo, del Hijo a nosotros y de nosotros al mundo. Y Jesús dice: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. Es decir, insertándose en esa corriente de amor, uno puede vivir contento. Contento en cualquier circunstancia. Contento también en designios de Dios que nos resultan a veces incomprensibles o que no entendemos del todo, pero que si tuviéramos una visión transparente de cuál es nuestro destino, ni siquiera una muerte temprana, ni siquiera la muerte de un niño, nos parecería un mal. Pero como no es transparente, la realidad por obra del pecado que hay en nuestro corazón y del que participamos y del pecado del mundo del que participamos todos, sencillamente desconfiamos del amor de Dios.

Señor, en esta elección del primer apóstol del que no nos hablan los Evangelios, pero que está en los orígenes de nuestra fe, que nosotros nos insertemos con conciencia -con conciencia también de nuestra pobreza y de nuestros límites-, en esa corriente del amor de Dios, que es la esperanza única, la verdadera, la sólida, la de veinticuatro quilates, la esperanza verdadera y única del mundo. Y que nosotros, por gracia, por haber sido elegidos, no por decisión nuestra, sino porque el Señor nos ha amado primero, hemos sido hechos dignos de conocer y de poder vivir en esa corriente invencible de amor y en esa esperanza y en esa alegría.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de mayo de 2021
Iglesia parroquial Sagrario Catedral

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