Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos hermanos, amigos;
queridas hermanas, amigas:
Si miramos las Lecturas que la Iglesia nos propone para este domingo, ciertamente la primera y el Evangelio, que son las que van siempre más unidas, aparece en ellas un rasgo común fundamental: la categoría de vocación. Entendida, no en el sentido de una vocación particular, de una llamada particular, sino entendida como una categoría humana, radical. Somos el fruto de una llamada, somos una llamada. La categoría de vocación, la categoría de llamada, si preferís, porque nos resulta más cotidiana, más humana, menos eclesial o eclesiástica. La categoría de llamada es una categoría absolutamente radical y fundamental en nuestra vida. Somos porque hemos sido llamados. No podríamos ahondar en nuestra condición humana sin descubrir al final ese concepto de llamada que nos determina por completo, que nos determina tanto en la dirección de Dios hacia nosotros como en la dirección desde nosotros hacia Dios, porque somos el resultado de una llamada. Somos porque Tú, Señor, nos has llamado a ser. Somos en este mismo instante. No me refiero a cuando nacimos o al principio de la Creación, como si Dios hubiera puesto un mecano o un motor en marcha que luego funciona por sí mismo así.
En este mismo instante somos porque Tú nos llamas y nos llamas por nuestro nombre: el que nos conoce en nuestra familia o en nuestro lugar de trabajo, o en nuestros hermanos, el nombre que nos dan y por el que nosotros respondemos. Pero Tú nos llamas por nuestro nombre en un sentido mucho más profundo. Tú nos miras a los ojos, llevemos mascarilla o no llevemos mascarillas. Pero Tú nos miras a lo profundo de nuestro corazón y no hay rincón de nuestro corazón que escape de Tu mirada. Pero no lo decimos con temor. Al contrario, no hay rincón de nuestro corazón que no sea objeto de Tu amor y de Tu abrazo. Somos el fruto de una llamada que me ha llamado por mi nombre, que me llama por mi nombre, y que me llama porque quiere hacerme primero partícipe de su Ser en la Creación. Y luego, cuando nosotros hemos oscurecido el mundo con nuestro pecado, me sigues llamando a la conversión, me sigues llamando: “Convertíos, creed en el Evangelio. Creed en la Buena Noticia. Creed que os quiero, y te quiero con un amor que no es expresable en categorías humanas”, porque es el amor eterno y sin límites de Dios.
La conversión es volver: volver el corazón, volver la mirada. La conversión no es hacer propósitos de ser más bueno. Eso es una mirada muy torpe y muy raquítica de la conversión. La conversión es volver el rostro hacia el amor que nos da la vida. Y ese amor no tiene más que una palabra, que es Su Hijo, en la que nos ha dicho todo. ¿Y qué es lo que nos ha dicho? Que no hay mayor amor que el que da la vida por aquellos a los que uno ama, y que yo te amo con un amor eterno. La Alianza que el Señor estableció con nosotros en la cruz y que se renueva cada día en la celebración de la divina liturgia es “tomad, comed, este es Mi cuerpo. Tomad, bebed, esta es Mi sangre”. Sangre de la Alianza derramada por vosotros. Alianza nueva y eterna.
Suceda lo que suceda, Señor, Tú no vas a dejar de llamarnos a la vida. Tú no vas a dejar de querernos. Tú no vas a dejar de quererme. Algo que ni yo, muchas veces, soy capaz de hacer en relación conmigo, porque es verdad que nos cuesta querer a los demás, pero nos cuesta mucho más querernos a nosotros mismos. Vernos en la verdad de lo que somos. Vemos nuestra miseria. Eso sí que lo vemos, lo vemos con mucha facilidad, pero no vemos el amor que nos sostiene en el Ser, que nos sostiene en la vida. No vemos el amor con el que Tú nos amas. No vemos la Gracia, la Buena Noticia de Tu misericordia, Tu perdón, Tu deseo de que mi vida pueda participar de la tuya, de tal manera que seamos realmente uno: Dios y nosotros, Dios y yo, Dios y tú, Uno. Y no en el momento en el que Te recibimos en la Sagrada Comunión, sino en todos los minutos y segundos de nuestra vida.
Esa es la llamada de Dios hacia nosotros. Si tuviéramos los ojos limpios para mirar la realidad, veríamos mucho más allá de la oscuridad de un día nublado, mucho más allá de la oscuridad de las circunstancias sociales, económicas, políticas, causadas por una pandemia; mucho más allá del riesgo o de la realidad de la enfermedad o de la muerte. Veríamos el resplandor de Tu Gloria, el resplandor de Tu Amor. Tu Gloria es la belleza de Tu verdad, el resplandor de Tu verdad. Y Tu verdad es “Dios es Amor”, “Dios es Luz” y en Él no hay tiniebla alguna. Esa es la realidad que descubrimos cuando Te miramos, cuando nos volvemos hacia Ti. Pero si nos miramos a nosotros mismos, también nosotros somos una llamada, una llamada que invoca. La versión latina de un Salmo decía “el abismo –y en español se repite casi lo mismo– invoca al abismo”. El abismo que somos cada uno de nosotros, el misterio que somos para nosotros mismos, porque nosotros no somos una maquinita que se puede descomponer en piezas como una lavadora, hasta como un teléfono móvil o un ordenador. Somos un misterio y lo somos para nosotros mismos. Y ese misterio llama a Dios constantemente. Me diréis: “Pues, yo no estoy pensando todo el rato en Dios. Estoy pensando en que tengo que apagar la lavadora o en que tengo que llegar al trabajo a tiempo o en que tengo que protegerme, no sea que, en el trabajo, donde trato con tanta gente, pueda yo coger el coronavirus”. Estoy pensando en eso. ¡No! Estamos anhelando continuamente el ser felices y ese anhelo de ser felices es una súplica que Dios, que tiene un oído mucho más fino que nosotros, reconoce. Aunque no digamos nada, aunque no estemos pensando en Él. El anhelo de ser felices nos mueve en todo lo que hacemos. Y el anhelo de ser felices es una llamada a Dios. Luego esa llamada se hace explícita en momentos.
Quienes conocemos al Señor sabemos que la vida tiene una dimensión que desemboca en lo divino. Oramos a veces, rezamos, claro que sí. A veces rezamos más pensando en nuestros intereses que en Dios y queremos utilizar a Dios como una ayuda para que satisfaga nuestros intereses, pero rezamos. Pero hay otra forma de rezar que, a veces, no es ni consciente: las lágrimas y son la refutación más clamorosa de una posición materialista o atea. Porque, si no existe nada, ¿por qué lloramos? Lloramos para que alguien nos vea llorar. Pero la mayor parte de las veces lloramos mejor en lo oculto de nuestra habitación, en el silencio. Lloramos sobre la almohada. Lloramos solos. Creemos que lloramos solos, pero siempre lloramos para alguien. ¿Para quién lloramos? ¿Quién escucha el grito de nuestro corazón, el dolor de nuestro corazón? ¿Quién recoge nuestras lágrimas? Llorar es casi una forma inconsciente, casi inconsciente, de rezar. Y lo mismo reír. También reímos para nosotros mismos y para los demás. También muchas veces nos reímos solos, nos reímos por dentro, incluso nos da vergüenza reírnos en ciertas circunstancias, o no seríamos capaces de reírnos, aunque nos estemos riendo por dentro. Pero la risa tiene siempre una meta, tiene siempre un alguien con el que compartimos nuestra alegría o nuestra gratitud, o la gracia que nos ha hecho una situación o un gesto, o unas palabras, una frase, un chiste. También reímos para alguien. Si no hay nada, la risa no existiría. Si no hay nada, el llanto no existiría. Sería una cosa tan absurda. Cuando lloramos, cuando reímos, estamos dando expresión a algo muy profundo que hay en nuestro corazón y ese algo muy profundo ¿sabéis lo que es?: la invocación a Dios. Es el Infinito el que nos escucha. Es el Infinito el que queremos que nos escuche, el que queremos que comparta nuestra alegría o que comparta nuestro dolor. También en ese sentido, nosotros somos una llamada; somos una llamada porque Dios nos llama, y somos una llamada porque no podemos vivir humanamente sin invocar a Dios.
Mis queridos hermanos, las dos Lecturas de hoy nos hablan de una llamada. Jonás, una llamada a la conversión; Jesús, una llamada a la conversión y, al mismo tiempo, una misión nueva. Las dos cosas van unidas. El Señor nos llama a volvernos hacia Él, para que podamos vivir nuestra vida con plenitud, plenamente. No sin defectos, no sin límites, no sin torpezas, no sin las pequeñeces que nos hacen criaturas limitadas en un mundo de pecado en el que participamos, además. Pero en un mundo que ha sido amado por Dios, hasta el punto de que Dios ha venido a nosotros y a estar entre nosotros, y a estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Esa es nuestra fe cristiana. Esa es nuestra certeza y ese es el fundamento que, en medio de esta oscuridad y de este mundo, el fundamento único, sólido, de una alegría verdadera, y de una alegría posible; posible para quienes Te conocemos, Señor, porque sabemos cuál es el misterio último de todo eso: un amor infinito que no nos abandonará jamás. Y nuestra misión es vivir ese amor. Es lo mismo convertirse que tener la misión, que recibir la misión. No es algo añadido. No es una cosa que hacemos para los días que tenemos que hacer apostolado o para las horas que dedicamos a la catequesis. La misión es vivir contentos. La Gracia, la conversión es vivir contentos. Y esa Gracia es la que cambia el mundo. Esa Gracia es la que hace presente al Señor en medio del mundo.
Todos tenemos una misión. Y esa misión coincide con la plenitud de nuestra humanidad. En mil vocaciones diferentes: como esposo, como madre de familia, como esposa, como hijos, como hermanos, como compañeros de trabajo, como sacerdotes, como persona consagrada. Todos tenemos una misión. Yo sólo quiero decirlo -no es hoy el lugar de explicarlo-: en la Iglesia no hay misiones, como había antes en los trenes. Ahora creo que tampoco lo hay, pero ahora no lo hay, porque todos somos clase turista y no hay más que clase turista. Antes había turista, preferente, club, y en los aviones, lo mismo. En la Iglesia todos somos clase plus. Todas las vocaciones de la Iglesia son de primera. No hay ninguna vocación de segunda o de tercera. Todos estamos llamados a vivir la plenitud de nuestra humanidad. Y eso, por sí mismo, da testimonio de que Cristo está vivo y de que Cristo es la esperanza del mundo.
Que el Señor nos ayude a asomarnos a esta gran Luz y a poder vivir con alegría este regalo que el Señor nos hace.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de enero de 2021
S.I Catedral