El conocimiento de la Comunidad Shalom ha sido uno de los dones que el Señor me ha hecho en la vida. Y aunque vuestra realidad sea muy pequeña como el grano de mostaza, yo considero que es de los bienes más grandes que el Señor me ha permitido conceder a la Diócesis de Granada, como un regalo, como un regalo precioso del Espíritu del Señor para la evangelización en este nuevo milenio, para la evangelización de los jóvenes especialmente.
Yo conocí a Moysés hace muchos años, pero no sabía que lo conocía. Y cuando celebrábais los 30 años me concedió el Señor el don de celebrar, dar gracias con vosotros, en Asís, precisamente, celebrando la Eucaristía en aquella ocasión. Hoy nuestra celebración es mucho más chiquitita, mucho más humilde, tan humilde que al obispo se le ha ido “el santo al cielo” después de un día en que lo que dan ganas de decir es justo aquellas palabras del Señor: “El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Pero considero que ha sido un don que hace el Señor poder estar aquí con vosotros y dar gracias con vosotros en este momento.
Decíamos en la oración de la Eucaristía, la que corresponde al domingo, que nos conceda, a sus fieles, la verdadera alegría. La verdadera alegría es fruto del Espíritu, no nace del la carne, no nace de un temperamento optimista, positivo, lleno de energías positivas, porque el hombre, que se apartó del Señor en el origen, vivimos
-como dice la Carta a los Hebreos- “por el temor a la muerte sometidos toda la vida a esclavitud”. Y no porque estemos pensando en la muerte, sino sencillamente porque la sombra de la muerte, la sombra del pecado pesa sobre la humanidad caída, a la que hace referencia también la oración.
Pero el Hijo de Dios se ha unido a esa humanidad caída, se ha unido para siempre y ha sembrado en nuestra carne la vida del Espíritu. De la carne nace el temor a la muerte. De la carne nacen las pasiones, la fragilidad, la rebelión del hombre hasta con nuestra propia pequeñez, la inconsciencia de esa pequeñez, que muchas veces es una pequeñez todavía mayor. Y sin embargo, Cristo introduce ahí una novedad absoluta: la medida sin medida de su Amor bendito. Nos comunica realmente su Espíritu. Su Espíritu hace posible lo que no es posible para la carne: una alegría verdadera, una alegría que no tiene necesidad de olvidarse de que a lo mejor hay muy cerca un enfermo de alzhéimer, de unos padres separados, o unos hijos que parece que circulan por unos derroteros horribles, una madre sola que vive con una hija esquizofrénica y que lleva ochenta años acompañando a esa hija y vive en una depresión profunda -ella y la hija-, las realidades de la guerra del Medio Oriente con todos sus dramas y sus tragedias. ¿Es posible una alegría en medio de todo esto? Es posible una alegría razonable, para un ser humano que no quiera cerrar los ojos a la realidad del mundo tal y como es. No, no es posible si miramos con los ojos de la carne. Tenemos siempre mil razones que justificarían no sólo la tristeza, sino el desentendimiento, lo que el Papa llama la “cultura del descarte”, olvidarse de las cosas, dejarlas de lado, mirar para otro lado y vivir con la mentalidad, si queréis, del turista, en permanente giro por el mundo, de entretenimiento, o jugándose la vida viviendo la vida cotidianamente en un riesgo que roza –digamos- el jugar con ella, jugársela a una ruleta rusa. Tantísimos jóvenes que conocemos cerca de nosotros, no lejos, viven así, y algunos pierden la vida en ese empeño, también los conocemos. Señor, y en medio de todo esto, ¿es posible la verdadera alegría? Sí, por medio de tu Hijo. Es posible una alegría que no necesita olvidarse de nada de eso. Esa alegría sólo la puede llenar profundamente la certeza de un amor sin límites, en el que todas esas realidades, una por una, en toda la concreción de su dolor, de su angustia, de su ansiedad, de su tristeza, han sido abrazadas por Jesucristo; son, hoy, abrazadas por Jesucristo.
Con motivo del primero de los tsunamis que tuvo mucho eco mediático, alguien se preguntaba dónde estaba Dios en el tsunami. Estaba en las víctimas. Dios, su Hijo, se ha hecho verdaderamente compañero del hombre en su miseria y es eso lo que hace nacer en nosotros una alegría verdadera; una alegría que no tiene que olvidarse de ninguno de los males del mundo; que puede mirarlos de frente como podemos, en la medida que tenemos fe como un grano de mostaza, mirar de frente a la muerte sin temor. Esa alegría -dejadme que os lo diga- vosotros la tenéis. Yo la he visto con mis ojos. Y no es un olvido. Es un triunfo del amor sobre el mal. Es un triunfo de Cristo sobre el mal. Y esa alegría es un anticipo del Cielo. Por eso digo, no nace de la carne. Nace del Espíritu. Es el Espíritu el que nos permite estar alegres. ¿Por qué estamos alegres? Por lo mismo por lo que Dios consiente ese riesgo infinito que es nuestra libertad. Y no se pone celoso, no se pone ansioso, no piensa en cómo recortarnos la libertad para que no nos equivoquemos. No, porque Dios conoce su propio Amor y conoce que su Amor es victorioso. Conoce que su amor es victorioso. Nosotros nos llenamos de ansia por nuestra poca fe.
La verdadera alegría, pues, nace del Espíritu, tiene que ver con la felicidad eterna, de la que hablaba también la oración. La repito, simplemente porque es una de las oraciones más bellas del año litúrgico: “Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo -su Encarnación, su carne- levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles la verdadera alegría -es la vida nueva del Espíritu-, para que quienes han sido liberados de la esclavitud del pecado -y de toda esa mirada ante un mundo opaco, que nos esclaviza, que nos empequeñece, que quiere nuestra humillación-, alcancen también la felicidad eterna”. La alegría verdadera son las armas del Cielo. Quienes la hemos conocido… yo creo que todos los que estamos aquí, ciertamente la habéis conocido, yo la he conocido esa alegría. Cuántas veces les decía yo a los jóvenes, y les he dicho muchas veces, y hace muy poco tiempo, no os creáis que sólo en el entusiasmo de la conquista de un pico de cine en los Picos de Europa; si a mi me añaden un centímetro cúbico más de felicidad, reviento aquí mismo, no me cabe.
Dios mío, esa alegría es un anticipo de la felicidad eterna. Sabemos que existe el Cielo porque sabemos que es posible esa alegría y la hemos conocido. La conocemos en personas de fe. Pensad en las personas de fe que habéis encontrado en vuestra vida. Yo he encontrado tantas… que, en circunstancias de todo tipo, se ponen en las manos del Señor con paz. Por mil tormentas en la superficie del mar, con una paz profunda en lo hondo; una paz que sólo nace de Ti y no tiene respuesta. No soy yo capaz de fabricar ni esa paz ni esa alegría. Sólo Tú eres capaz de generarla en el corazón y ésa es la fuente más grande de la esperanza del Cielo, porque hemos buscado el Cielo aquí en la tierra y lo hemos buscado gracias a Ti, Señor.
Sólo una última acción de gracias. Dicen los estudiosos del Evangelio que esa acción de gracias que Jesús hace en este pasaje precioso, riquísimo, insondable, que acabamos de leer (“Yo te doy gracias Padre, Señor del Cielo y de la Tierra), era justo en ese momento en que, porque la enseñanza de Jesús empezaba a entrar en conflicto radical con los intereses del mundo fariseo, de los poderes religiosos de su tiempo…, y los que seguían a Jesús eran un pequeño puñado de pecadores, publicanos…, en ese momento en que -por así decir- le abandonan las masas es cuando Jesús dice: Yo te doy gracias, Padre; has ocultado estas cosas, la sabiduría del Reino de Dios, a los sabios, a los grandes del mundo, y se las revelas a gente muy sencilla, pecadores o publicanos como Mateo, como Zaqueo, que no eran necesariamente pobres en el sentido material, pero eran pobres porque estaban excluidos de la participación de la vida de la comunidad judía, eran verdaderamente excluidos, como leprosos, y su corazón era sencillo y buscaba conocer al Señor como para subirse a un árbol para poder verLe, y Jesús reconoce ese corazón sencillo. Yo te doy gracias, Padre, por la pequeñez y la sencillez de nuestra comunidad, seguro de que si el Señor nos concede vivir en la verdadera alegría, eso tendrá una fecundidad inmensa. ¿Por qué? Porque el Señor da el Espíritu sin medida, como dice el Evangelio de San Juan en otra ocasión. Y es el Espíritu el que hace florecer en nosotros la alegría verdadera, que es prenda de la felicidad eterna.
Yo le pido al Señor que multiplique en vosotros esa alegría; que sea una alegría invencible; que sea una alegría que puede gustar, que no es fruto de ningún producto tóxico. También a los apóstoles el primer día de Pentecostés les dijeron “estos están borrachos”. Y dijeron: “No, hermanos, no estamos borrachos, lo que sucede es lo que ha sucedido”. Y lo que ha sucedido fundamenta esa explosión de alegría que es el cristianismo en el mundo y que el mundo hoy necesita poder volver a ver. El mundo hoy necesita ver en nuestros rostros la alegría del Evangelio, la alegría de la Buena Noticia, la alegría del triunfo del Amor de Dios sobre todas nuestras miserias, nuestras esclavitudes, nuestras pequeñeces, no por obra nuestra, sino por lo único que cambia el mundo, que es el abrazo del Amor infinito de Dios, que nos ha sido dado en Jesucristo, que nos es ofrecido cada día, que nos es ofrecido en esta misma Eucaristía, para colmarnos con el don de su Vida divina.
Que así sea para todos vosotros y que así sea para los que estamos cerca de vosotros. Para cada uno, estemos donde estemos, que el don del Señor cambie nuestra mirada y haga florecer nuestras vidas.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de julio de 2017.
Monasterio de la Encarnación (Granada)
35 aniversario Comunidad Católica Shalom