Fecha de publicación: 4 de noviembre de 2022

Tan pronto como se tuvo noticia en la diócesis de la invasión de Ucrania por Rusia, se produjo una verdadera explosión de generosidad. Medicinas, materiales para primeros auxilios, alimentos y ropa, especialmente para bebés y niños pequeños. Del seminario salían “trailers” y auto-buses, y los autobuses volvían llenos de mujeres ucranianas con sus hijos, que dormían en una cama y se duchaban por primera vez después de varios meses, en el viaje de vuelta. Hubo ofrecimientos de hospitalidad sin condiciones. Ayuda de familias, de hombres y mujeres de todas las clases sociales. De adultos, de jóvenes, de adolescentes. De parroquias, de colegios, de personas sueltas.

En aquellas semanas se puso de manifiesto –de muchas maneras, y con la colaboración de muchas personas e instituciones, algunas de ellas no católicas y no cristianas–, la verdadera naturaleza de la Iglesia, su ser más profundo. Era una sinodalidad –un caminar juntos–, no calculada, no programada, que sacaba a la luz lo mejor de cada uno.

Hoy bastantes de esas mujeres han regresado a Ucrania, porque en las zonas en que vivían hay una relativa paz. Otras han sabido que sus familiares han muerto. Algunas han encontrado trabajo aquí, y tratamiento para sus enfermedades o para las de sus hijos. Hemos aprendido a querer a un pueblo que no conocíamos apenas. Pero, como dijo, llorando, una mujer que volvía a Ucrania a reunirse con una hija suya, muy consciente de que iba hacia la muerte: «He sido más querida en este tiempo que en toda mi vida».

REVISTA NUESTRA IGLESIA