Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo (y lo digo con una especial fuerza hoy, porque hoy celebramos los desposorios, la boda, la unión de Cristo con nuestra humanidad. La unión de Dios, el abrazo de Dios a nuestra humanidad. Si queréis, el comienzo de ese abrazo. Pero la realidad de ese abrazo se hace en la Encarnación del Hijo de Dios y se manifiesta por primera vez en el Nacimiento de Cristo):
Yo me preguntaba cuando estábamos oyendo o cantando el Gloria. Tenemos motivos este año, con todas las circunstancias que conocemos, que no es necesario detallar, (…) todos los días oímos noticias de algún amigo, de algún vecino, de alguna persona; oímos del agotamiento de los médicos y de las enfermeras y de los auxiliares, los celadores; oímos de la fatiga de los maestros, oímos del cansancio de todos, de alguna manera, y dices: “Señor, ¿no tenemos que hacernos como una especie de violencia para celebrar tu Nacimiento, para celebrar la Navidad? Y, en un cierto sentido, sí, porque somos humanos y hay tantas cosas que -por así decir- quieren empequeñecer nuestra esperanza. Y por lo tanto, el Señor no se escandaliza si uno se ha dejado llevar por el descorazonamiento o por la fatiga, o por la falta de fuerzas ya, o por el dolor -por el dolor a veces tremendo del que para algunas personas es tan difícil reponerse, aún teniendo fe, pero ha habido muertes tan inhumanas…-. ¿Tenemos verdaderamente motivos para la esperanza? ¿Tenemos motivos para cantar y para la alegría? Y a mí me parece que, cuanto más difíciles son esas circunstancias, justamente más necesario es que haya un motivo verdadero y que no nos dejemos llevar por esperanzas que son frágiles, que son muy frágiles.
La misma esperanza que deseamos todos para todos, para las personas que queremos y para nosotros mismos, la salud… Pero dices, “Señor, si algún día la vamos a perder”, algún día vamos a envejecer, algún día nuestros padres van a faltarnos, o nuestros abuelos. La vacuna, claro que sí, hay que, lo más posible, frenar este enemigo tan extraño que ha paralizado al mundo entero. Ve uno la torre de la catedral de Westminster o el arco de triunfo de París o la Plaza de San Pedro en Roma, ¡y las ves vacías! Está el mundo como parado. Pero, en ese silencio, ¿no es necesario que resuene justamente más el que hay un motivo de alegría verdadera contra el que el virus no puede nada, si lo pensamos bien? ¡Y nada es nada! Y ese motivo de esperanza verdadera que no defrauda es que al sembrarse Cristo en nuestra tierra y en nuestra humanidad, y al sembrarse la vida divina con Él y nacer entre nosotros, y acompañar en el camino de la vida, y al dejar sembrado aquí Su Espíritu de forma que podemos recibirlo esta misma noche, en este momento, podemos abrir nuestro corazón y el Espíritu de Dios puede transformar ese corazón, y luego lo vamos a recibir a Él en la Comunión.
Dios mío, Tú has dado un motivo de esperanza que permanecerá por los siglos de los siglos. Todas las oraciones cristianas en la liturgia suelen terminar “por Jesucristo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos”. Y por los siglos de los siglos, el abrazo que Tú nos has dado, Señor, a cada uno. Conscientes de que no corresponde a nuestros méritos; que ha sido simplemente que se ha manifestado la Bondad de Dios. Se ha manifestado la Gracia de Dios y Su amor al hombre. Y ese amor es para siempre. La última frase de Jesús en el Evangelio de San Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y todos los días son todos los días, no sólo los días bonitos, cuando no cuesta estar alegres, también en mitad de la noche, también cuando he mencionado las cosas que no provienen directamente del virus, pero también cuando uno tiene la sensación de que nuestra sociedad, que se tambalea, que no tiene solidez suficiente para afrontar, que necesitamos pedirla; en este momento, en este día de hoy, en esta noche, recordar que el amor de Dios es más fuerte que todo el mal del mundo, que es más fuerte que el virus, que es más fuerte de los deseos de quienes destruyen, quienes dividen, quienes nos separan, quienes hacen difícil la concordia o la cooperación.
Desde hace un año, parece que con una visión profética, el Santo Padre no hace más que invitarnos a la fraternidad humana. Sentirnos hermanos unos de otros, seamos de donde seamos. Las mascarillas hacen que, además, por desgracia, no veamos nuestros rostros, pero no importa. Con los ojos se pueden decir muchas cosas, es obvio, pero, además, no importa, porque, seas quien seas, eres mi hermano. Seas quien seas, nos ha puesto el Señor juntos en este tramo del camino de la vida y nos ha puesto para construir un mundo bello, una humanidad en la que no sea necesario que nos avergoncemos. ¡Y eso no está en nuestras manos! Pero la experiencia de Tu amor nos da la fortaleza necesaria. La experiencia de Tu amor hace que renazca el corazón y por eso tenemos que pedirLe al Señor y hoy dar gracias al Señor. Todos los que estamos aquí estamos para dar gracias al Señor, por Su amor eterno, por Su amor fiel, por Su entrega a nosotros. Y a suplicarLe, claro que sí. SuplicarLe al Niño y a la Virgen, y a José, el custodio de ese Misterio de la divinidad humana y de la humanidad divinizada, primero en el seno de María y luego en el Niño Jesús, hasta la entrega de su Espíritu Santo en el día de Pentecostés.
Señor, Te adoramos. Al final de la Eucaristía adoraremos al Niño como hemos hecho todos los años. No besándolo, obviamente, porque las circunstancias no nos lo permite. Un gesto de adoración (…). Alguien definió el amor como decirle a alguien: “Yo quiero que tú no mueras nunca”. Y probablemente, no hay amor que no tenga esa especie de instinto, si se puede hablar de instinto para el amor humano en su forma más exquisita, para la persona amada: yo quiero que no muera nunca. Mi familia, mis hermanos, mis amigos, una madre a sus hijos. Yo quisiera que la última palabra en nuestras vidas no la tuviera la muerte. Nosotros no lo podemos decir nunca con verdad. Pero el Nacimiento de Cristo nos lo dice a cada uno con verdad, y pasamos por la muerte, claro que sí. Forma parte de nuestra condición mortal, pero la muerte no tiene poder sobre nosotros. “¿Dónde está muerte tu victoria?, ¿dónde está tu aguijón?”.
Mis queridos hermanos, vamos a adorar al Señor hoy. Vamos a recibirlo como le recibieron María y José en Belén, en el establo. Vamos a dejar que Él ilumine nuestro corazón, nuestra vida, nuestro trabajo diario, nuestra familia, nuestro amor, nuestros dolores también: que los ilumine. Que los ilumine con la esperanza de la vida eterna. Es Dios quien nos dice “Yo quiero que tú no mueras nunca”. Y todo lo que el Señor ha hecho en nosotros, gracias a Jesucristo, nos damos cuenta de que es para siempre, de que es para la vida eterna. Todo lo de bello, de verdadero, de bueno que hay en nuestras vidas. Todo lo que ha sucedido bueno es don de Dios y es para siempre.
El Señor nos ha dicho que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Señor, que nosotros podamos hacer experiencia de ello. Que nosotros podamos hacer experiencia de que nos acompañas, de que estás y de cómo cambia la vida cuando tenemos conciencia de que Tú estás. Estos días que, además, estamos con todas las limitaciones del mundo, pero vamos a estar más en casa, que no nos arrebate -lo decía el Papa hace unos días- de la profundidad y el valor profundo y existencial que tiene el Misterio del amor de Dios por nosotros. Que lo necesitamos. De hecho, Señor, si Tú no hubieras nacido, ¿qué sentido tendría vivir?, ¿qué sentido tendría llorar por los difuntos? No proclaman esas lágrimas, no son un grito, pero ¿a quién se dirige ese grito si “no hay nada”? Se dirigen a Ti, Señor. En lo profundo de nuestra naturaleza hay como una apertura, como un agujerillo, como una fisura que está esperando una complicidad con el amor de Tu Hijo, con el amor de Dios por nosotros.
Que en esta Navidad podamos vivir más profundamente, más sencillamente,
-“profundamente” no quiere decir de maneras raras-, de manera más verdadera, ese entrelazamiento de amor de Dios con nuestra humanidad, esa Presencia viva de Dios en nosotros.
Que así sea para mí. Que así sea para todos los sacerdotes, para quienes estáis aquí, para todos los cristianos. Y ojalá pueda ser esa luz una luz que ilumina este mundo nuestro en estos momentos tan desesperanzado y tan dolorido. Que así sea.
Vamos a proclamar la fe y la vamos a proclamar como se hace durante la semana de la Octava de Navidad que empieza esta misma noche y es que cuando profesamos la Encarnación del Hijo de Dios, nos arrodillamos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de diciembre de 2020
S.I Catedral de Granada