Qué feliz coincidencia esta celebración. Esta celebración en honor de Cristo, en el Triduo de Cristo Yacente, en esta fiesta de Jesucristo Rey del Universo, con la que concluye el año cristiano. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Iglesia, el doctor Angélico, decía que había aprendido más de un crucifijo que de todos los libros. Nosotros también hemos de aprender de Cristo y, en este caso, de esa imagen de Cristo Yacente. Porque nosotros, igual que el centurión junto a la cruz de Jesús, cuando ha desaparecido todo signo, digamos de poder, cuando nos aparece esa imagen del Crucificado inerme, despojado de sus vestiduras, molido con el cansancio de llevar la cruz hasta el Calvario, cosido a la cruz a un madero como un malhechor; cuando vemos a Cristo llagado por los resultados de la flagelación, vemos a ese Cristo que está solo y clama. Cuando vemos a ese Cristo al que nos hemos acostumbrado y corremos el peligro de que ese acostumbramiento nos impida la sorpresa, la reacción de quién es el que está en la cruz; y nosotros necesitamos, como el centurión, como el buen ladrón que hemos escuchado en el Evangelio de San Lucas, reconocer en ese Cristo, ese Cristo abandonado, en ese Cristo pobre, ese Cristo despojado, en ese Cristo crucificado. También necesitamos decir, como el centurión, “verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios”. Verdaderamente este hombre es un rey. Pero un rey de verdad, no como esa descripción que hace poner Pilato ante la protesta de los judíos y dice “lo escrito, escrito está”. Jesús Nazareno, Rey de los judíos, y Jesús mismo, que precisamente por la causa de su realeza es llevado ante Pilato. “Este dice que es rey de los judíos”. Y Pilato lo interroga y le pregunta: “¿Tú eres rey?”; “Tú lo has dicho. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”. Y Pilato, como tanta gente hoy: “¿Y que es una verdad?”. Y ese Cristo inerme; ese Cristo de quien se han burlado y le han puesto una caña como cetro, lo han vestido de púrpura con unos andrajos y la han coronado de espinas, ese Cristo es el Redentor del mundo, es el Cristo al que celebra la Iglesia, es el Cristo al que hemos oído la proclamación del texto de San Pablo en la Carta a los Tesalonicenses, con ese texto precioso que San Pablo pone en el pórtico de su Carta a los de Tesalónica. Él es imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, por medio del cual fueron creadas todas las cosas. Todo existe por él y para él. Es anterior a todo y todo se mantiene en Él.

Ese Cristo se nos ha presentado como un niño que lloriquea, aunque nosotros le echemos ilusión, pues todo ese sentido entrañable a la Navidad. Pero nace en un pesebre. Ese Cristo es el que tiene que huir porque a un “reyezuelo” de la tierra le han entrado celos de un niño que ha nacido y vienen a adorarlo unos magos, porque vienen buscando al Rey de los judíos. Ese Cristo es el que vive la experiencia del exilio, de ser un refugiado en Egipto. Ese Cristo es el que se pasa 30 años de vida oculta, en la pobreza. En la sencillez y el encallecimiento de sus manos de trabajador. Ese Cristo es el que recorre los caminos de Galilea y de Palestina predicando, y dándonos el mejor de los mensajes en sus bienaventuranzas, en el Sermón de la Montaña, proclamando que el Reino de Dios está cerca, está dentro de nosotros. Ese Cristo es el Cristo que elige a unos pobres hombres y los envía como apóstoles y discípulos para cambiar el mundo. Ese es el Cristo al que seguimos. Ese es el Cristo que, como nos dice el Concilio Vaticano II, es el que le dice al hombre lo que debe ser el hombre. Esa es la vocación suprema del hombre. Es el Dios encarnado, el Dios que se ha hecho hombre. Decía San Agustín, para que el hombre se haga Dios. Ese Cristo es Cristo Resucitado. Es Cristo vencedor del pecado y de la muerte. Es Señor de la Historia. Ese es al que seguimos los cristianos y está vivo, aunque contemplemos hoy como el centurión y como Dimas, el buen ladrón, y nosotros también le digamos “acuérdate de mí cuando esté en tu Reino”. ¿Cuál es el reino de Jesús? Es el Reino de la justicia, de la paz; es el Reino de la verdad y de la vida. Es el Reino de los valores cristianos que no están de moda.

Y nosotros, queridos hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos cofrades, que lleváis esa capa que no es ni más ni menos que la prolongación de la vestidura bautismal, que cuantos la recibimos de pequeño en el Bautismo, la reciben los adultos cuando son bautizados. “Recibe esta vestidura blanca, ese signo de tu dignidad de cristiano ayudado por la Palabra y el ejemplo de los tuyos”, le dice el sacerdote. “Consérvala sin mancha hasta la vida eterna”. Hemos sido revestidos de Cristo, dice San Pablo. Somos unas criaturas nuevas. Ese Cristo se prolonga. Ese Cristo está vivo, está resucitado. Es el vencedor del pecado y de la muerte. Es el Señor del universo y es lo que proclama la Iglesia en este domingo. Los cristianos no seguimos a un líder muerto que se nos pierde en la noche de los tiempos y que dejó un mensaje precioso. Los cristianos seguimos a alguien que está vivo, Jesucristo. Ayer, hoy y siempre. Y ése es el Cristo de nuestra fe. Ése es el Cristo que nos espera. Ése es el Cristo que nos abraza. Y es el Cristo que nos acompaña en los momentos de dificultad y de alegría, en los momentos de angustia y de gozo. Es el Cristo que nos ha dicho: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Es el Cristo que es Resurrección y Vida. “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Ese es el Cristo que se nos ha quedado como pan de vida: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Ese Cristo que nos ha dicho que el que me ama guardará mi palabra, y vendremos a él, y haremos morada en él. Ese Cristo es el Cristo de la Iglesia, es el Cristo que seguimos los cristianos, es el Cristo que nos manifiesta esta imagen bendita que veneráis. Es el Cristo transido de eternidad y que nos invita a esa plenitud que rompe el techo de la muerte y que nos hace aspirar con la esperanza cristiana a esa vida eterna que estamos llamados todos. Ese Cristo es el Cristo que también se prolonga en los más necesitados y en los más pobres. Y el Papa Francisco nos invita a tocar su carne, porque dice que Cristo nos ha dicho que vendrá al final de los tiempos y pondrá y llamará a cada uno y le dirá: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui peregrino y me acogisteis, estuve enfermo y me visitasteis. ¿Cuándo lo hicimos, Señor? Cuánto hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”.

Queridos amigos, Cristo está vivo. San Pablo nos dice: “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo”, nos dice a los cristianos. Cristo está vivo. Cristo está Resucitado. Cristo camina con nosotros. Cristo está en medio de nosotros. Por eso, el saludo del sacerdote en la celebración “el Señor esté con vosotros”, claro que está con nosotros. Cristo nos ha dicho que donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Ese Cristo es el que da sentido a nuestra oración, movida por el Espíritu, ya que no podemos decir ‘Jesús es Señor’ si no es por el Espíritu Santo. Y nos ha dicho que cualquier cosa que pidamos en Su nombre, Dios nos lo concederá. No, queridos hermanos, vivamos esta centralidad de Cristo como cristianos. Esa centralidad de Cristo que nos lleva a poner a Cristo en nuestro corazón, en nuestra memoria, en nuestro pensamiento y en nuestras acciones, y que nos debe llevar a imitarLe. Cuando el Catecismo de pequeños decíamos o nos preguntaban “¿eres cristiano? Soy cristiano por la Gracia de Dios”. ¿Qué quiere decir cristiano? Cristiano quiere decir discípulo de Cristo. ¿Pero qué somos: discípulos teóricos? ¿Discípulos de esa clase de cristianos que nos hemos sacado creyentes, pero no practicantes? ¿Cristianos sólo una temporada al año? ¿Cristiano sólo en la Semana Santa, como si el resto de la semana, de las semanas del año pudiéramos despojarnos de nuestra condición de cristianos? No. ¿Cristianos sólo cuando somos niños en la inocencia y, después, para prepararnos a una buena muerte al final de la vida? O cristianos, que no significa perfectos, que no significa impecables, significa aquellos que siguen a Jesús de Nazaret, al Hijo de Dios hecho hombre, al Cristo Señor de la Historia, Aquél que ha vencido al pecado y a la muerte y nos espera. Nos acompaña Jesucristo ayer, hoy y siempre el mismo.

Que Le pidamos ayuda a Nuestra Señora, a la Virgen María. El pueblo cristiano la invoca como Madre de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús no estaba con la cruz precisamente en la soledad del Calvario. “Mujer, ahí tienes a tu Hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre”. Desde aquella hora el discípulo la recibió como algo suyo. Es inseparable del Misterio de Cristo, el Misterio de María. Y María nos enseña a vivir esa fe en Cristo, en Cristo de la Anunciación, el Cristo del Nacimiento, el Cristo tejido, el Cristo de Nazaret, el Cristo que anda por los caminos de Galilea y Palestina. El Cristo de la Cruz. El Cristo Resucitado. Y nosotros, como los esposos de Canaán y como aquellos criados, le hacemos caso. “Haced lo que os diga”. Ojalá llevemos a nuestra existencia ese mandato de María.

María, Te invocamos como Madre y decimos: “Muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre”. A ella Le pedimos “haznos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo”.

Amén.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor de Granada

Parroquia de San Gil y Santa Ana
19 de noviembre de 2022