Queridísima Iglesia del Señor (porción del Santo Pueblo de Dios reunido aquí para terminar nuestra celebración de la Navidad, la Octava de la Navidad), Esposa Amada de Jesucristo;
queridos hermanos y amigos todos:
Feliz año. (…) os saludo, a quienes seáis, sin conocerlos, pues unidos en la Comunión de los Santos y en el amor de Jesucristo, todos formamos una sola familia.
Os decía, ¡feliz año! Es un deseo bueno que uno puede tener para con todas las personas, sean quienes sean, conocidos o amigos, amigos u enemigos. Un cristiano desea bien a todos y una ocasión de desear bien es el comienzo de un nuevo periodo en nuestra vida. Sin embargo, yo quisiera haceros caer en la cuenta de algo muy obvio: que sólo cuando tenemos la fe en Jesucristo uno puede celebrar el paso del tiempo. Porque el paso del tiempo no es algo que, si lo pensamos, podemos celebrar. Al revés, si no tenemos la certeza de que nuestra vida es la vida eterna, celebrar el paso del tiempo es algo irracional. Porque, ¿qué celebro, el año que se ha ido? No lo celebro, no se va a volver a repetir. ¿Ha sido bueno? Pues, más dolor todavía, porque si ha sido bueno, es que no puedo retenerlo, no puedo retener el bien que ha habido en el pasado. ¿Celebro el año que empieza? Tengo uno menos para vivir, cada año que pasa tengo uno menos por delante. Entonces, ¿qué celebramos? Fuera de la fe en la vida eterna, la celebración del paso del tiempo es una celebración irracional. Sencillamente. Tal vez necesitamos justamente meter ruido y celebrar, para olvidarnos precisamente de que el tiempo pasa y de que el tiempo es inexorable en su paso. Pero, para nosotros. el paso del tiempo no es un mal. Para nosotros, el tiempo -yo diría- es la expresión de la paciencia educativa de Dios; del don que el Señor nos hace para aprender a lo único que tenemos que aprender seriamente en la vida y lo único que es verdaderamente importante en la vida que es aprender a querernos, aprender a querer mejor, aprender a querer más, aprender a querer a más; de una manera más parecida a como Dios quiere, que hace salir el sol sobre justos y pecadores, llover sobre buenos y malos, que ama a todos los seres humanos sin distinción. Para eso es la vida, para eso es nuestro tiempo, para eso es el año que el Señor nos da, para eso es cada día que empieza y, entonces, sí que tiene sentido celebrar el paso del tiempo.
A mí a veces me dicen “que viva usted muchos años” o “que Dios le conserve muchos años”. Y digo “mira, por la Misericordia de Dios, sólo por la Misericordia de Dios, espero no perderme ni uno; los que Dios quiera aquí en la tierra y luego tengo la vida eterna para seguir aprendiendo a conocer a Dios, para seguir conociendo la Belleza de Su Rostro, a darLe gracias por la infinitud graciosa, inmerecida de la Creación y de la Redención de Su Amor”.
¡Qué preciosa la bendición que se hacía en el Pueblo de Israel!: “Que el Señor tenga piedad y nos bendiga”, “que el Señor nos conceda la paz”, “que el Señor tenga piedad de nosotros, ilumine Su Rostro sobre nosotros”. Lo ha iluminado en la Navidad. Eso es lo que celebramos. (…) La Encarnación de Dios es algo tan sobrecogedor, tan grande, tan inmenso, tan bello y tan inesperado, tan inefable, tan por encima de nuestras palabras, que realmente no basta un día para celebrarlo; no basta la vida entera. La vida entera es demasiado corta, para darnos cuenta de lo que eso significa y nuestras palabras serán siempre raquíticas, ridículas, infinitamente alejadas de la inmensidad de lo que sucede en la Encarnación y en el Nacimiento del Hijo de Dios, y sin embargo, cuánta gratitud.
El agua y el aceite no se mezcla. Podemos imaginarnos el espíritu y la carne, tampoco se mezclan. Pueden estar muy unidos, están muy unidos en nosotros… Nuestros pensamientos, nuestra memoria, nuestra voluntad. No es algo material, ¿no? Y lo podemos distinguir, pero no se mezcla con nuestro cuerpo. Esas distancias son ridículas comparadas con la distancia entre Dios y nosotros. La palabra infinito resulta casi banal para describirlo, para decir: entre el Dios infinito y el universo entero. Y ese Dios infinito ha querido morar en el seno de una mujer, y uno piensa, como decían los Padres de la Iglesia, “Dios mío, si ardía la cumbre del Sinaí cuando Te aproximaste a él, ¿cómo no ardían las entrañas de la Virgen?, ¿cómo es posible que una hija de Eva, que una mujer haya podido llevarte en tu seno?”. Cuando Tú estabas gobernando el universo, gobernando las estrellas, criando a los niños en el seno de todas las mujeres, y, sin embargo, Tú estabas encerrado en el seno de una. ¿Cómo es posible que un ser humano, una mujer, pudiera darte de mamar, enseñarte a andar, enseñarte a comer… a Ti, que eres el maestro de todos? ¿Cómo es posible que José pudiera cogerte en sus brazos y tenerte en sus rodillas, si Tú eres el Señor de todo? ¿Cómo alguien ha podido enseñarte a hablar, Tú, que reúnes en Ti todas las lenguas? Es sobrecogedor. Es muy sencillo decir: “La Virgen, Madre de Dios”. Fue el primer título que los cristianos dieron a la Virgen, fue la primera fiesta de la Virgen, justamente ésta. En Jerusalén, la primera Basílica que se construyó fue la Basílica de la Virgen, Madre de Dios, de la que hoy no quedan mas que ruinas, pero sabemos que fue la primera fiesta de la Virgen.
“La Virgen Madre de Dios”. Es sobrecogedor. Y sólo porque Dios ha querido empequeñecerse y reducirse, por así decir, a nuestra medida, para hacerse compañero nuestro. Porque, dejadme recordar una vez más, que el destino de la Virgen es el destino de la Iglesia y que si la Virgen es Madre de Dios, si la Virgen le ofrece al mundo –hay iconos antiguos muy bellos donde la Virgen está precisamente ofreciendo a Jesús a los visitantes, a los que vienen al establo, a verle; incluso hay un texto en el que le dice la Virgen a Jesús “Hijo mío, eres un descarado, porque te tiras a todo el que viene y no distingues si son ricos o pobres, si son justos o pecadores, te tiras a por todos; es que eres un desvergonzado…”-, pues esto, Tu Amor por los hombres. Este es el amor tuyo por los hombres.
La Virgen, la Madre, que es la Iglesia, también es madre de Jesucristo, también engendra a Jesucristo y comunica a Jesucristo a los hombres. Esa es nuestra vocación. Se nos ha olvidado casi recordar que la Iglesia es la prolongación de la Virgen en la Historia. Que la Virgen recibe a Cristo. Cuando comulgamos recibimos a Cristo en nuestro ser, misteriosamente. Pero no más misteriosamente que la Virgen. Anda que no fue misterioso el nacimiento de Jesús, Dios mío. Y lo recibimos, no simplemente o no principalmente, y desde luego no sobre todo para que nosotros disfrutemos. Claro que hay que disfrutar que esté el Señor con nosotros. Claro que hay que disfrutar que Él sea el Emmanuel, el Dios con nosotros, pero, como la Virgen, se trata de comunicar este Cristo al mundo; se trata de ofrecer este Cristo al mundo, y no mediante sermones como estoy haciendo yo ahora, sino como Jesús: tirándose hacia los hombres, acercándose hacia los hombres, abriendo los brazos a los hombres, mirando con una mirada de amor que es un reflejo de la mirada con la que nosotros somos mirados por Dios. Hemos sido mirados con un amor tan grande que ha saltado la distancia infinita hasta nuestra pobre humanidad.
Que ese amor nos contagie. Que ese Amor del Señor nos contagie y podamos, deseemos, ardamos en deseo de comunicar a los hombres el don precioso que hemos recibido, que es la Divinidad. No se mezclan el agua y el aceite, pero Dios ha querido mezclarse con nosotros, unirse a nosotros, siendo una distancia infinita. Unirse a nosotros, para que los hombres puedan reconocer en nosotros un reflejo, como se ve el sol en el agua, de Su Gloria inefable, de Su Amor sin límites.
Que así sea, para cada uno de nosotros, en este año, en todos los años que el Señor quiera darnos en esta vida y en toda la eternidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de enero de 2020
S.I Catedral de Granada