Fecha de publicación: 6 de marzo de 2020

Vivimos con frecuencia como en una burbuja que nos hace sentirnos al resguardo de los golpes de la vida. Y de este modo nos podemos permitir vivir distraídos, fingiendo que todo se halla bajo nuestro control. Pero las circunstancias desbaratan a veces nuestros planes y nos llaman bruscamente a responder, a tomarnos en serio nuestro yo, a interrogarnos sobre nuestra concreta situación existencial. En estos días la realidad ha sacudido nuestra más o menos tranquila vida cotidiana asumiendo el rostro amenazante del Covid-19, un nuevo virus que ha provocado una emergencia sanitaria internacional.

Paradójicamente estos retos que la realidad no deja de plantearnos pueden convertirse en nuestro mayor aliado, ya que nos obligan a mirar más en profundidad nuestra humanidad. De hecho, situaciones imprevisibles como la actual nos despiertan de nuestro torpor, nos arrancan de la zona de confort en la que nos habíamos instalado cómodamente, y sale así a la luz el camino de maduración que -cada uno personalmente y todos juntos- hemos hecho, la conciencia de nosotros mismos que hemos alcanzado, la capacidad o incapacidad para afrontar la vida que tenemos entre manos. Nuestras pequeñas o grandes ideologías, nuestras convicciones, incluso las religiosas, se ponen a prueba. La costra de las falsas seguridades muestra sus grietas. Cada uno sin distinción se ve concernido por esta circunstancia y percibe mejor quién es.

Es en estas ocasiones donde se entiende que “la fuerza de un sujeto radica en la intensidad de su autoconciencia” (Giussani), en la claridad con la que se percibe a sí mismo y aquello por lo que merece la pena vivir. Porque el enemigo contra el que nos vemos combatiendo no es el coronavirus, sino el miedo. Un miedo que percibimos siempre y que sin embargo sale a la luz cuando la realidad desvela nuestra impotencia esencial, un miedo que con frecuencia nos supera y nos hace reaccionar a veces de forma descompuesta, llevándonos a encerrarnos, a abandonar todo contacto con los demás para evitar el contagio, a aprovisionarnos “por si hiciera falta”, etc.

Durante estos días hemos asistido tanto a la difusión de la irracionalidad, individual y colectiva, como a protegernos con propuestas destinadas a salir de la situación lo más rápido posible. Cada uno podrá decir, observando lo que ve que sucede en sí mismo y a su alrededor, qué propuestas son capaces de hacer frente a la circunstancia y de derrotar el miedo y cuáles, en cambio, la agravan.

En esto consiste el valor de cada crisis, como nos enseña Hannah Arendt: “Nos obliga a volver a las preguntas”, hace surgir toda la exigencia de significado de nuestro yo. Existe un nexo profundo entre nuestra relación con la realidad y nuestra autoconciencia como hombres. “Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón” (L. Giussani, El sentido religioso, p. 145). La pregunta que surge en este momento con más potencia que cualquier otra es: ¿qué puede vencer el miedo?

Quizá la experiencia más elemental de la que disponemos en este sentido es la del niño. ¿Qué vence el miedo en un niño? La presencia de su madre. Este “método” vale para todos. Es una presencia, no nuestras estrategias, nuestra inteligencia, nuestro valor, lo que mueve y sostiene la vida de cada uno de nosotros. Pero -preguntémonos-, ¿qué presencia es capaz de vencer el miedo profundo, el que nos paraliza en el fondo de nuestro ser? No cualquier presencia. Por este motivo Dios se ha hecho hombre, se ha convertido en una presencia histórica, carnal. Solo el Dios que entra en la historia como hombre puede vencer el miedo profundo, como nos lo ha testimoniado (y testimonia) la vida de sus discípulos. “Solo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida. Solo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido” (Benedicto XVI, Homilía, Ratisbona, 12 de septiembre de 2006). Tales afirmaciones son creíbles únicamente si vemos aquí y ahora personas en las que se documenta la victoria de Dios, su presencia real y contemporánea, y por ello un modo nuevo de afrontar las circunstancias, lleno de una esperanza y de una alegría normalmente desconocidas, y a la vez orientado a una laboriosidad indómita.

Más que cualquier discurso tranquilizador o receta moral, lo que necesitamos es toparnos con personas en las que podamos ver encarnada la experiencia de esta victoria, la existencia de un significado proporcional a los desafíos de la vida. No hay nada más fácil: en momentos como el actual, cuando domina el espanto, esas personas son tan raras que se las percibe enseguida. Lo demás no sirve para nada. Recientemente, ante la pregunta que dirigía una persona importante a un grupo de jóvenes: “¿Pero vosotros no tenéis miedo de haceros mayores, de crecer?”, uno de ellos respondió de golpe: “¡No! Cuando veo los rostros de algunos adultos que están con nosotros, al mirar cómo viven, ¿de qué debería tener miedo?”.

Solo cuando domina en nosotros una esperanza fundada somos capaces de afrontar las circunstancias sin huir, de abrir verdaderamente la razón para poder establecer una relación racional y equilibrada con el peligro y el riesgo e incluso usar el miedo (en su sentido más inmediato y comprensible) como herramienta de trabajo. De otro modo, terminaremos reaccionando de forma convulsa o mirando todo a través del ojo de la cerradura de nuestra medida racionalista, que al final es absolutamente incapaz de liberarnos del miedo y de hacer que recomience la vida.

Entonces, quizá no haya ninguna tarea tan decisiva como interceptar esas personas en las que se ve en acto una experiencia de victoria sobre el miedo. Junto a ellos, allí donde estén, podremos volver a empezar más fácilmente, despertándonos de la pesadilla en la que hemos caído, reconstruyendo trozo a trozo un tejido social en donde la sospecha y el temor al contacto con el otro no sean la última palabra. Hasta la economía podrá recobrar así su pulso.

¡El momento que estamos viviendo puede llegar a ser una gran ocasión! Una ocasión que no debemos dejar pasar.

Julián Carrón es presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación.
Publicado en El Mundo, 3 de marzo de 2020