Fecha de publicación: 6 de septiembre de 2022

A finales del siglo XII y principios del XIII, el sur de Francia era asolado por la herejía y las guerras civiles. Los albigenses, apoyados por la nobleza, ofrecían ante el pueblo el aspecto de una vida de virtuosa austeridad para algunos y de licencia desenfrenada para muchos; éste era el partido que dominaba casi por completo la situación. Los católicos, por su parte, reducidos a la impotencia por la frialdad general y la descomposición moral, se atrevieron a tomar las armas contra los herejes y el desafío fue aceptado. En aquel ambiente confuso y perturbado creció y se educó Beltrán, natural de Garrigues, en la diócesis de Nimes; pero sus padres habían tenido buen cuidado de introducir en su corazón la semilla de la verdadera fe y eso bastó para que el joven evitara los peligros de la herejía que surgían por todas partes a su alrededor.

En el año de 1200, el albigense Raimundo IV de Toulouse marchó a través del Languedoc con el propósito de arrasar los monasterios ortodoxos, especialmente los del Cister, centros oficiales de las misiones contra los herejes. Se asegura que en aquella ocasión, el convento de Bouchet se salvó de la destrucción, gracias al ingenio del hermano encargado de cuidar las abejas que, al ver llegar a los herejes, derribó los panales, y los enjambres se lanzaron contra los soldados para hacerles huír más que de prisa. Por aquel entonces, Beltrán había recibido la ordenación sacerdotal y se había unido, como predicador, a la misión del Cister. En 1208, Pedro de Castelnau, delegado cistercense, fue brutalmente asesinado y, en consecuencia, Simón de Montfort emprendió su violenta cruzada contra los albigenses. En aquellos momentos, Beltrán se encontró con santo Domingo, quien se esforzaba por remediar con la plegaria y la predicación del bien los estragos que hacía su amigo Simón de Montfort con la espada. En el año de 1215, Beltrán formó parte del grupo de seis predicadores reunidos en torno a santo Domingo, grupo éste del que surgió la gran Orden de Predicadores. Para el año siguiente, su número había aumentado a dieciséis «excelentes predicadores de nombre y de hecho», los mismos que se reunieron en Prouille para redactar una regla y un plan de vida en su nueva sociedad.
Después de un año de vida en común en el priorato de Toulouse, el fundador dio su famoso golpe de suerte al ordenar la dispersión de sus religiosos; Beltrán fue enviado a París con fray Mateo de Francia y otros cinco frailes. Estos hicieron una fundación cerca de la Universidad, pero no por ello permaneció Beltrán largo tiempo en París, puesto que santo Domingo le llamó a Roma y de ahí le envió, junto con fray Juan de Navarra, a establecer la Orden en Bolonia. A pesar de que fue el Beato Reinaldo de Orleans el amigo que mayor influencia ejerció sobre Beltrán, Ios primeros escritores dominicos se refieren a éste como al muy amado compañero de santo Domingo, su socio favorito en el trabajo, el compañero de sus jornadas, sus plegarias y su santidad. En 1219, le acompañó en la única visita que santo Domingo hizo a París. Ambos partieron de Toulouse e hicieron un rodeo para pasar por el santuario de Rocamandour. Por cierto que aquel viaje estuvo lleno de maravillas, como la comprensión de la lengua alemana sin haberla aprendido nunca y el permanecer secos bajo una lluvia torrencial.

En el segundo capítulo general, que tuvo lugar en Bolonia en 1221, la orden dominicana quedó dividida en ocho provincias y Beltrán fue nombrado prior provincial en Provenza. Los nueve años que todavía vivió fueron dedicados a una predicación enérgica y elocuente por todo el sur de Francia, donde amplió enormemente las actividades de su orden y fundó el gran priorato de Marsella. Hay una anécdota donde se relata que, en cierta ocasión, un tal fray Benedicto preguntó a Beltrán por qué celebraba tan rara vez misas de requiem. «Estamos seguros de que las buenas almas se han salvado -repuso-, pero nuestro propio fin y el de otros pecadores no es muy seguro». Fray Benedicto insistió: «Está bien; pero supongamos que te encuentras con dos mendigos, uno fuerte y sano, el otro inválido. ¿Por cuál de los dos sentirás mayor compasión?». «Por el que menos pueda hacer por sí mismo». «Así es. Los muertos nada pueden hacer por sí mismos; no tienen boca para hablar ni manos para trabajar; en cambio, los pecadores vivos pueden hablar, moverse y ciudar de sí mismos». Beltrán no quedó muy convencido por aquella argumentación y, si bien ofició más a menudo las misas de difuntos, fue por motivo de una visión o un sueño en el que vio la partida de un alma al cielo, lo que le perturbó en extremo.

El beato Beltrán murió en la abadía de Boucbet, cerca de Orange, alrededor del año 1230; su culto fue confirmado en 1881.