Desde muy niña, Lucía decidió consagrarse a Dios. Pero su padre murió pronto, y los tutores de la joven, que veían las cosas de otro modo, trataron de casarla por la fuerza a los catorce años casándose finalmente con un conde. Lucía resistió al principio, pero una aparición de la Santísima Virgen y los consejos de su confesor la convencieron de que debía ceder.
La Sagrada Congregación de Ritos determinó en 1729, que el día de la fiesta de la beata se rezasen la misa y el oficio de las vírgenes, lo cual prueba que aceptó la tradición de que Pedro y Lucía vivieron como hermano y hermana. A los tres años de matrimonio, Pedro dejó a su mujer en libertad de hacer lo que quisiese. La beata volvió a la casa de su madre, tomó el hábito de la tercera orden de Santo Domingo, e ingresó en una comunidad de terciarias regulares en Roma.
Poco después, pasó a otro convento semejante en Viterbo. Dios le concedió ahí la gracia de los estigmas y una participación sensible en la Pasión de Cristo. Durante los tres años que estuvo en Viterbo, sus heridas sangraban todos los miércoles y viernes, de suerte que no podía ocultarlas. El inquisidor del lugar, el maestre del sacro palacio, un obispo franciscano y el médico del papa Alejandro IV, examinaron los estigmas y quedaron convencidos de que se trataba de un fenómeno sobrenatural. El conde Pedro acudió también a verlos y quedó tan convencido que, según se dice, ingresó en la orden de San Francisco.
Lucía, que tenía apenas veintitrés años, no tenía aptitudes para dirigir una comunidad. Por otra parte, Hércules d’Este, que era un hombre que lo proyectaba todo en grande y había gastado sumas enormes en la construcción y decoración del convento, quería que hubiese en él nada menos que cien religiosas. Pidió a Lucrecia Borgia (que acababa de convertirse en nuera suya), que le ayudase a reunir religiosas. Como las monjas venían de diferentes conventos y no todas eran muy virtuosas, el superiorato de Lucía se tornó cada vez más difícil, hasta que finalmente fue depuesta del cargo.
La beata había caído en tal olvido que, cuando murió, el 15 de noviembre de 1544, el pueblo de Ferrara quedó atónito al enterarse de que había vivido hasta entonces, pues la creía muerta desde tiempo atrás.