Fecha de publicación: 19 de enero de 2014

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, el Hijo de Dios; muy queridos sacerdotes concelebrantes; saludo también hoy de forma especial a la Coral Yájarde La Zubia, bienvenidos a esta vuestra casa y gracias por ayudarnos con la música a poder vivir mejor el don grande que el Señor nos hace cada día en la Eucaristía y, especialmente, en el domingo, cuando nos reunimos toda la comunidad cristiana en torno al Altar del Señor. Y si cabe, especialmente, en este lugar, que es como la Iglesia madre o si queréis, la parroquia de todas las parroquias, el lugar donde permanece la sucesión apostólica y el don vivo de la presencia, la garantía del don vivo de la presencia de Cristo, justamente como garantía de que aquello que sucede en cada parroquia y en cada comunidad cristiana y en cada vida tiene que ver con el acontecimiento de Cristo. Es la prolongación viva del acontecimiento de Cristo: de eso es garante el Obispo a pesar de sus límites, de sus torpezas y de sus pecados, y esa garantía es absolutamente indispensable para poder vivir el don que Cristo nos hace de su propia vida en cualquier lugar donde la vivamos.

Lo que quiero comentar precisamente es la frase con la que Juan el Bautista en el Evangelio de hoy empieza su referencia a Jesús porque es una de las claves para entender la persona, la vida, el ministerio de Jesús, que es lo que vamos a estar viendo a lo largo de todo este Tiempo Ordinario ahora hasta que empiece la Cuaresma y luego después de que termine el misterio pascual a lo largo del resto del año.

En realidad, lo que él dice en esa pequeña frase nos ayuda no sólo a vivir el Tiempo Ordinario, nos ayuda a nuestra relación con Cristo. De hecho, la Iglesia recoge esa frase cada vez que celebramos la Eucaristía, siempre justo antes de la Comunión, y tiene su razón de ser que esté en ese lugar. Repetimos esa frase de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Nosotros la hacemos nuestra y le pedimos que tenga piedad de nosotros y que nos dé su paz, la paz que Pablo deseaba también en la Segunda Lectura a las comunidades a las que se dirigía y, sencillamente, que es fruto de la Redención de Cristo.

El modo como nos damos la paz hoy en la Eucaristía hace un poco oscuro eso porque parece que la paz es una cosa que tenemos cada uno y que nos damos como quien saluda y desea buenos días; casi queda reducido a veces a una expresión de amabilidad. Y vinculada a esa súplica del Cordero de Dios uno comprende que la fuente de la paz es el Príncipe de la Paz, la fuente de la paz es la Redención de Cristo, quien es capaz de darnos… La paz en el Antiguo Testamento era como un resumen de todos los bienes que un hombre podía tener en la tierra, y a veces estaba como glosada a decir podía estar sentado cada uno debajo de su parra y de su higuera, como despreocupados. Eso es la paz que, por cierto, se vinculaba a la vida agrícola frente a la vida beduinao a la vida en el desierto, que era llamada muchas veces desolación o guerra continua o destrucción, porque la vida en el desierto era percibida por los hombres en la antigüedad como una vida de lucha permanente, de conflicto permanente, mientras que la tierra cultivada era el lugar de la paz.

Pedir la paz era poder vivir en la tierra cultivada, cada uno debajo de su parra y de su higuera, era como un resumen de todos los bienes que el hombre puede desear en aquel contexto. Cuando nosotros pedimos hoy la paz, la pedimos después de haber pedido dos veces que el Señor, que quita los pecados del mundo tenga piedad de nosotros: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”.

¿Qué incluye, entonces, la expresión Cordero de Dios? La referencia al cordero hace referencia al sacrificio que hacían los israelitas en la Pascua, donde en recuerdo y en memoria de aquella noche de la salida de Egipto, habían cenado un cordero puramente asado a fuego -sin ningún otro aditamento-, panes, que habían hecho y que no les había dado tiempo a levantarse, porque no había dado tiempo a poner levadura -porque eso necesita un cierto tiempo y ellos cenaban esa noche deprisa para salir-, y hierbas amargas, las que habían podido coger más próximas a la casa sin otro aditamento.

Pero, ¿para qué sirvió la sangre de ese cordero que comían como un sacrificio de comunión? Pues, para marcar las jambas de las puertas con su sangre y, según todo el relato épico, que es la salida de Egipto y cuando el ángel exterminador pasó aquella noche por Egipto causando una gran destrucción, la señal del cordero marcada en las puertas de aquellos que pertenecían al pueblo de Israel fueron preservadas de la destrucción por la sangre de aquel cordero. Aquel cordero, decían los cristianos de las primeras generaciones, era símbolo de Cristo, símbolo de Cristo con cuya sangre nosotros somos librados del pecado y de la muerte. (…)

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

19 de enero de 2013, S.I. Catedral
II Domingo del Tiempo Ordinario

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