Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada, muy amada, de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
seminaristas de casi todos los seminarios de Andalucía, de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla;
miembros de la Coral del Santo Reino;
amigos, hermanos todos:
El último domingo del año litúrgico la Iglesia celebra la fiesta de Cristo Rey como un cierre a todo lo que hemos celebrado a lo largo del año, desde la espera del Nacimiento del Señor -la espera de la humanidad que aguarda la Salvación- hasta la alegría de esa boda -que es la Encarnación del Hijo de Dios y su aparición entre nosotros en la Navidad-, hasta la consumación de esa Alianza en el desgarrarse de la sangre del Cordero que la ofrece por nosotros, para que nosotros vivamos.
Y al terminar el ciclo del año reconocemos a nuestro Señor como Señor, como Rey: Cristo Rey, Cristo Señor de cielos y tierra, Señor de toda la historia, Señor de nuestras vidas, pero Señor también de la historia humana. Es verdad que es un Señor singular, casi raro podríamos decir. Desde luego, muy diferente a como son los señores del mundo. Él mismo lo dijo en alguna ocasión: “Los grandes de este mundo someten a los pueblos y sus reyes los dominan”. Decía: “Que no sea así entre vosotros”. “El que quiera ser primero de vosotros que se haga el último”, “el que quiera ser el más grande de vosotros que se ponga al servicio de todos”. No es un enseñanza que el Señor no haya cumplido. El Señor la ha hecho suya en primer lugar, como todo lo que nos ha enseñado. Nos ha enseñado a vivir como hijos de Dios, Él que es el Hijo de Dios, habiendo asumido nuestra carne y nuestra condición humana. ¿Y cómo la ha asumido?, ¿cómo ha hecho suya esa enseñanza?, ¿cómo nos ha precedido en eso que después nos pide: “El que quiera ser el mayor sea el último de todos”? Entregando su vida por nosotros, derramando su Sangre por nosotros. Justamente, en cada Eucaristía hacemos memoria de ese don supremo, consecuencia suprema de la Encarnación pero inimaginable para el hombre; un Dios que se iba a abrazar hasta tal modo a su criatura, y a su criatura pecadora, como para vaciar de poder el pecado y la muerte, y comunicar en ese abrazo la vida divina para que podamos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Podemos decir por tanto que el Señor es Señor, es Rey, por derecho de conquista. Nos ha conquistado. Pero no son conquistas como las de los grandes de este mundo, que conquistan con la espada adueñándose y apoderándose de nuevos súbditos para tener más poder y para tener más dinero. El Señor nos ha conquistado de una manera justamente a la inversa: amando con un Amor más fuerte que la muerte, con un Amor como el que Él describió en la Última Cena: “No hay mayor amor que el que da la vida por aquellos a los que uno ama”. Y el Señor ha entregado su vida por nosotros. Y en la Eucaristía no sólo recordamos aquel acontecimiento, sino que, de alguna manera, aquel acontecimiento se revive. Si mil veces, si un millón de veces, si millones de veces pudiera el Hijo de Dios encarnado ofrecer su humanidad, ofrecer su cuerpo, la ofrecería de nuevo a la cruz, a la muerte, para que nosotros -pobres criaturas, miserables, mezquinos, llenos de pasiones y de torpezas y de pequeñeces- podamos vivir como hijos de Dios; podamos vivir en esa libertad gloriosa de la que habla San Pablo, en esa certeza de que “hijos míos –que dice san Juan- mirad lo que somos, hijos de Dios”. Y eso que todavía no se ha manifestado nuestra condición de hijos de una manera gloriosa: vivimos como hijos de Dios en medio de este mundo de muerte.
Pero el Señor nos ha conquistado con su Amor. Se rebaja, se descentra, no tiene como algo digno de ser defendido, protegido, su condición divina, sino que asume la condición de esclavo y se entrega no sólo a la muerte sino a una muerte de cruz, la más ignominiosa, o una de las más ignominiosas, que los hombres han imaginado jamás. Y por eso es Señor, para que toda criatura pueda proclamarlo en el cielo, en la tierra, en el abismo. Cristo es Señor, Cristo es Rey justamente porque se ha entregado. Es el Cordero degollado, dirá el Apocalipsis; el que tiene las llaves de la historia, los siete sellos de la historia, el secreto de nuestra historia personal: Señor, es tu Amor. Tu Amor sin límites por mí, pobre criatura, pobre hombre. El secreto de la historia humana, el secreto de la historia de nuestros países, que tiene momentos en los que parece que es una historia espléndida, resplandeciente, bella, y hay otros momentos de oscuridad, o hay otros momentos de perplejidad, hay momentos de confusión, hay momentos de mucha tiniebla en la historia humana, y sigue siendo el triunfador, el Cordero degollado, el que tiene la clave para entender nuestra historia. ¿Cuál es esa clave? Tu Amor sin límites, Señor. La clave de tu Señorío, la clave de tu realeza, tu Amor sin límites por nosotros, por tu criatura, por mi, por cada uno de nosotros. Y la Iglesia no tiene otra misión que prolongar en la historia la Presencia de Cristo, la Presencia de Cristo vivo, triunfador de la muerte, que sigue ofreciéndose por la vida de los hombres.
Mis queridos seminaristas, dejadme que me dirija ahora a vosotros, y nos sirve a todos. La Iglesia sigue en el mundo y en el camino de la historia el camino de Cristo, de ese Hijo de Dios que se ha hecho amigo, compañero de los hombres, y que se ha entregado, se ha puesto en manos de los hombres –decía el propio Señor-. “El Hijo del hombre ha venido a ponerse en manos de los hombres”. Se ha puesto en manos de los hombres, en manos de la mentira humana, de la traición de los hombres…Y no ha dejado que su Amor fuera vencido por esas miserias nuestras. La Iglesia es en el mundo la presencia de ese Amor invencible que no se deja vencer por las circunstancias adversas, por las mentiras, por las traiciones, por los intereses del mundo, por todo lo que hay de pecado y de muerte en nuestra historia humana. La Iglesia es la presencia de ese Amor invencible.
Y vosotros, mis queridos seminaristas -si Dios quiere, mañana sacerdotes- lo que seréis en el mundo es esa presencia viva del Amor invencible, real, soberano, de ese Amor por el hombre que nada puede destruir y nada puede arrebatar que es el Amor de Dios, que es el Amor de Cristo; el Amor de Dios revelado y entregado a los hombres en Cristo. Y misteriosamente, ese don se renueva en cada Eucaristía. Cuando recibimos a Cristo, Cristo se une a nosotros de nuevo y nos da de nuevo ese abrazo tan íntimo que no hay ningún abrazo en este mundo que pueda ser semejante al de la Eucaristía. Y se une a nosotros para sostenernos por dentro con su divinidad, con su fortaleza, con la fortaleza de su Amor invencible.
Ser la Iglesia de Cristo es ser testigos en medio del mundo de ese Amor invencible. Y ser sacerdotes de Jesucristo es ser -por así decir- ese Amor invencible hecho humanidad, hecho carne en nosotros de nuevo, encarnado en nosotros de nuevo, de forma que los hombres puedan reconocer lo que reconocieron en Cristo: una autoridad que no nace de los libros, que no nace de los discursos aprendidos, que nace del testimonio de que la propia vida ha sido rescatada, salvada, enriquecida, llevada a su plenitud, gozosamente, por la gracia infinita del Señor. Y por lo tanto, justo en la medida en que nosotros tenemos experiencia de esa gracia se la proponemos a los hombres, se la comunicamos a los hombres, no tanto con nuestras palabras como con nuestro modo de estar junto a ellos. Esa será vuestra misión. Eso será hacer carne lo que celebramos en la Eucaristía, las palabras que decimos: “Tomad, comed, esto es mi Cuerpo”. Las decimos “in Persona Christi”, dicen los textos del Magisterio de la Iglesia. Pero las hacemos nuestras. Son nuestras. Las decimos nosotros con nuestra voz, con nuestro rostro, con nuestro temperamento, con nuestra humanidad, que el Señor nos ha pedido para que seamos esa presencia viva en medio de su pueblo y en medio del mundo.
Que cada vez que digamos esas palabras podamos decirlas con todo nuestro ser, con la pobreza también que tiene nuestro ser, que hasta nos distraemos diciéndolas tanta veces. Pero que sean verdad; que cuando pensemos en ellas, “ésa es mi vida”, dar mi vida como el Señor para que el mundo viva. Amar a los hombres con un amor tan apasionado, tan verdadero, que, definitivamente, el don de la sangre, el don de la vida, no sea más que la conclusión lógica de una actitud de corazón: poner nuestra vida como la pone el Señor para que los hombres encuentren la alegría de ser hijos de Dios. Qué cosa tan grande, Dios mío.
Que el Señor os ayude en vuestro propósito. Hoy vamos a pedir todos por vosotros. El pueblo cristiano necesita sacerdotes. Muchas veces decimos los obispos “necesitamos muchos sacerdotes”. Necesitamos los que Dios nos dé, pero lo que sí necesitamos es que sean sacerdotes de cuerpo y alma. Es decir, justamente, que sean en todo su ser, en toda su vida, en todos su gestos, esa presencia viva del Señor que llena la vida de los hombres; que abren, a veces en los nubarrones y en el peso y en la fatiga que supone la vida para los hombres, el horizonte del Cielo, el horizonte de la gracia, de la esperanza, y de la misericordia.
Que el Señor nos conceda a todos ser eso. Y no temáis nunca que Cristo y el Amor de Cristo han vencido al mundo, y lo han vencido para siempre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de noviembre de 2017
S.I Catedral
Palabas finales de Mons. Martínez, antes de la bendición final.
Pero todo lo que decía tenía que ver con lo que nos ha dicho el Evangelio. Si el juicio de Dios será sobre cómo hemos tratado, sobre cómo hemos amado a nuestros hermanos (y fijaros que no nos dice que vayamos a ver a los presos que son buenos, o a los enfermos que son buenos, de la Iglesia). Nos habla de amar a los hombres; que amar a los hombres es amarLe a Él y que ésa será la materia del juicio. Nos está diciendo que ésa es la misión de la Iglesia, porque es la que prolonga justamente a Cristo en la historia del mundo. Que nos va a juzgar el Señor sobre el amor, pero no sobre un amor abstracto, sino sobre cómo hemos amado a los hombres, si nuestro amor refleja, transmite, expresa, comunica el Amor de Cristo.