Fecha de publicación: 7 de mayo de 2016

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Nuestro Señor Jesucristo;
queridos sacerdotes;
hermanos y amigos todos:

En un pasaje de San Pablo dirá: Para esto murió y resucitó Cristo, para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él que por nosotros murió y resucitó.

Lo que celebramos en estas últimas semanas de la Pascua, especialmente en el día de la Ascensión, el día de hoy, y lo que celebraremos el domingo que viene es justamente la consumación de ese designio amoroso de Dios, inimaginable para el hombre; ese ser bautizados por la fuerza de lo Alto (hay que recordar que bautizar no es, como he hecho yo, asperjar un poco con agua bendita, para ayudarnos a recordar nuestro Bautismo, sino que bautizarse significa bañarse: “Seréis bañados en la fuerza de lo alto”, es decir, seréis revestidos de la fuerza de lo Alto). Y esa fuerza de lo Alto es lo que ha prometido mi Padre, la promesa que invade, que se va haciendo cada vez más explícita en el Antiguo Testamento a través de los profetas: “Yo os enviaré mi Espíritu, y profetizará toda carne”, dice uno de los pasajes; y en otro: “Haré con vosotros una alianza nueva, quitaré de vosotros el corazón de piedra y pondré en vosotros un corazón nuevo, hecho, creado por el Espíritu de Dios”. Ese corazón nuevo es el corazón de Cristo; es la vida misma del Hijo de Dios, que nos ha sido comunicada por la fe, por ese don precioso que hemos recibido del Señor, que es la fe, y luego, en el gesto sacramental del Bautismo, de la Confirmación, y nos acompaña a lo largo de nuestra vida porque el Señor repite ese don constantemente en el Perdón de los pecados, en la Eucaristía, donde se nos da de nuevo constantemente para hacerse uno con nosotros, para vivir EN nosotros, JUNTO A nosotros, CON nosotros.

Mis queridos hermanos, es caer en la cuenta de que Éste es el designio de Dios, de que Éste es el Dios que nosotros hemos conocido en Jesucristo, el Dios que desearíamos que todo el mundo pudiera conocer porque es un amor capaz de sostener la vida; capaz de sostenerla en sus dificultades, en su drama, en sus circunstancias más adversas, cuando se pone más de manifiesto nuestra pequeñez o nuestra pobreza, o nuestra indigencia ante la enfermedad o ante la vejez o la proximidad de la muerte. En todas esas circunstancias, la certeza de estar revestidos por la fuerza de lo Alto, revestidos de Cristo, sostenidos por el amor del Padre, viviendo en la comunión de la vida divina e inmortal sostiene. Sostiene en una paz del corazón que este mundo ni puede fabricar ni puede dar. Sostiene en una paz del corazón que sólo proviene justamente de la Presencia y de la compañía del Señor en nuestras vidas.

La Fiesta de la Ascensión nos presenta como una cara de la medalla, y la otra cara será el domingo que viene, Pentecostés. Una cara de la medalla es que el Hijo de Dios, concluida su obra, entregada su vida a los hombres, entregado en manos de los hombres -como Él mismo dijo-, entregado su Espíritu en su exclamación, en su grito final antes de morir, ha abierto el Cielo, ha retornado al Padre, y ha retornado al Padre, que es su origen. Pero ha retornado de una manera que no estaba antes de haberse encarnado en las entrañas de la Virgen. Ha retornado con una carne humana; ha retornado con una humanidad, o como a los cristianos les gustaba decir: “Subiste a lo Alto llevando cautivos”. Nos ha llevado a todos como cautivos. Cautivos de Cristo y libres de la esclavitud del pecado, de la esclavitud de nuestra condición mortal, de la esclavitud de la miseria humana, y nos ha introducido con su propia humanidad en el Cielo, de tal manera que el Cielo está abierto ya para nosotros.

La frase que decía los Hechos de los Apóstoles -“durante cuarenta días estuvo hablando con ellos del Reino de Dios”-, cuando uno analiza lo que significa Reino de Dios en el lenguaje de la Escritura y en los primeros siglos de la Iglesia, el Reino de Dios es el Cielo. No os voy a citar más que un pasaje del Evangelio, dice: “Si tu mano te escandaliza, córtatela, porque más te vale entrar manco en el Reino de Dios que con tus dos manos ser arrojado”. El Reino de Dios es el Cielo. Estuvieron 40 días hablando del Cielo, de la vida divina, de lo que es la vida divina. Naturalmente, no de la vida de más allá de la muerte, sino de la vida divina que nos es dada ya vivir aquí, porque es verdad que el Señor ha retornado al Padre pero se ha quedado con nosotros. Nos ha abierto el Cielo, pero no simplemente para después de la muerte. Nos ha abierto el Cielo para poder vivir de algún modo en medio de nuestra condición mortal, en medio de los dolores y de las fatigas de esta vida. No me olvido de nadie que esté en un hospital, que tenga un drama tremendo en estos momentos en su vida, o en su familia, o en su matrimonio. No me olvido de nada de eso. Y sin embargo, la compañía del Señor es la compañía que es capaz de sostenernos en la fe y en la esperanza, en una cierta alegría y en un cierto sosiego del alma, basado exclusivamente en la certeza de que Dios es fiel, de que Dios es amor, y un amor fiel, y un amor incondicional, y un amor que no se retracta, que no se cansa, que no se fatiga de nosotros. Como decía el Papa Francisco en su precioso libro de “El nombre de Dios es misericordia”: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.

Dejadme terminar simplemente con dos aspectos en los que me parece que esa vida nueva, celestial de algún modo divina, de algún modo que nos es dado ya a vivir en la Tierra, que el Señor nos hace posible, se caracteriza por dos cosas. Por la certeza del perdón. La certeza de que siempre, sean cuales sean las circunstancias de nuestra vida, hay un perdón accesible, hay un perdón al alcance de la mano, hay un perdón para nosotros; hay un abrazo de Dios, que no se avergüenza de nuestra pequeñez, que la conocía antes de que nosotros pudiéramos haber hecho una mezquindad o ninguna torpeza, y sin embargo no se ha echado para atrás ante el mal olor de nuestras obras. Le ha parecido siempre que somos sus hijos queridos. No puede mirarnos sin que le recordemos a su Hijo hecho carne, a su Hijo que ha vivido entre nosotros, que nos ha comunicado su Espíritu. No puede Él mirarnos sin ver en nosotros la imagen de su Hijo único.

Que exista ese perdón es algo inimaginable para el hombre; que no tengamos que conquistar ese perdón a base de grandísimos esfuerzos, sino sólo decir “Señor, ten piedad”, o decir “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”.

Y el Señor le confía a Pedro la guía de su Iglesia entera después de haberle negado en el momento de la Pasión. Sobrecogedor. O aquel asesino que estaba junto a Jesús en la cruz: “Acuérdate de mí, Señor”; “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Ese es el corazón de Dios. Ese es el corazón que nos ha sido abierto cuando Cristo abre el Cielo.

La experiencia de ese perdón abre también en nuestro corazón la capacidad de las obras de misericordia, de ejercer misericordia, de dar perdón, de recibirlo y de darlo. Las obras de misericordia las tenéis ahí enumeradas a la puerta de la Catedral. Las conocemos, seguramente, todos de memoria, unas u otras. Siempre tenemos la posibilidad de ejercer la misericordia con alguien, tantas veces, al cabo de los días, unos días de una manera, otras veces de otra, unas veces con una sonrisa, otras veces con un tiempo que dedicamos a alguien que lo necesita, otras veces dando sencillamente un perdón que a lo mejor ni siquiera nos es pedido, pero que sabemos que una persona puede necesitar de nosotros porque hay una quiebra, una fractura, una división en medio de nosotros.

Os decía que hay dos signos de esa vida nueva. No me voy a detener en el segundo. El primero es el perdón. El perdón como regla –si queréis, es la forma de decir el amor como regla- de vida del pueblo nuevo que nace de la Pascua. Pero decir amor es decir perdón; es decir misericordia.

El segundo sería que la Presencia de Cristo entre nosotros hace saltar las barreras de las fronteras, dicho en palabras también del Papa Francisco: hace puentes y no hace muros. Hace que podamos ser una nación hecha de todas las naciones; hace que podamos ser un pueblo hecho de todos los pueblos, donde las lenguas, las cultura, las costumbres, los modos de vida, por muy diferentes que sean, todos estamos llamados a formar parte de la única familia del único Dios, el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, cuya vida nos ha sido entregada por Jesucristo, cuya vida forma parte de nosotros, es el principio de nuestra propia vida, gracias a Jesucristo.

Vamos a darLe gracias proclamando la nuestra fe, y disponiendo nuestro corazón para recibir su cuerpo una vez más.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

8 de mayo de 2016
Fiesta de la Ascensión del Señor
S.A.I. Catedral de Granada