¿Cómo fueron sus inicios de la vocación sacerdotal?

Pues muy temprano. Yo estuve en el seminario menor y luego pasé al seminario mayor. Tuve allí momentos difíciles, echándole un pulso a Dios. Fue cuando estaba estudiando filosofía y en algún verano llegué incluso a pensar seriamente “bueno, ya no vuelvo más”. Le preguntaba a Dios, “¿por qué tengo que ser yo?”, quizás con una cierta rebeldía porque cada verano me costaba volver, sobre todo en esos años de filosofía antes de pasar a la teología.

¿Qué supuso el cambio para usted?

Cuando terminé la teología estuve un año ejerciendo ya el diaconado. Mi curso se dividió y nos fuimos ordenando en varias etapas, a algunos los ordenaron enseguida y otros estuvimos esperando un poco más. Entonces yo tuve una experiencia muy bonita de diácono en un barrio, en Haza Grande, con D. Pedro Jiménez Olmedo que me recibió en su casa y ese año fue para mí fundamental. Aquello me sirvió muchísimo para tomar mi decisión definitiva. Fue el contacto con aquel barrio y con un grupo de JOC (Juventud Obrera Católica) en el que me integré, haciendo incluso experiencia de trabajo manual en unos tejares, haciendo ladrillos. Esa experiencia de trabajo y de contacto con ese mundo fue lo que realmente me hizo tomar una decisión definitiva y Dios ganó el pulso. Me ganó.

¿Cómo era la vida en aquel barrio que le marcó?

Era el primer barrio con una fuerte problemática social antes de que existiera el polígino. El barrio de Haza Grande de entonces estaba conformado por gente que venía un poco de las cuevas y del chabolismo. Allí fue donde se hicieron las que serían las primeras viviendas sociales para el patronato de Santarela. Luego en el Zaidín empezaron también las primeras casas de santarela. En el 69 me ordené, así que hablamos de los años 67-68.

¿Cómo empezó todo después de su ordenación?

El 20 de septiembre del 1969 D. Emilio Benavent me ordenó y me enviaron a Loja. Allí estuve en un equipo de sacerdotes en la Iglesia Mayor de la Encarnación. En la misma casa vivíamos varios sacerdotes jóvenes junto a D. José Viciana. Además de la parroquia atendíamos también la población dispersa por muchos cortijos y muchas capillas escuelas que había por allí. Yo recuerdo que iba con una moto a atender también cortijadas y zonas de campo.

De allí, D. Emilio Benavent me trajo a Granada para trabajar como Consiliario de la JOC en el cinturón metropolitano de Granada, en los pueblos del cinturón. Tuve también una experiencia de trabajo muy bonita en las JOC. Yo vivía en el Barranco de la zorra, en lo que hoy es la Bola de Oro. Allí teníamos una capilla, un barraconcito, en el que celebrábamos la Eucaristía.

Allí estuve yo 5 años. Hicimos allí la primera parroquia que hubo allí, la de San Gregorio Bético, que se fundó, al igual que una guardería laboral. Era un barrio muy abandonado con muchas necesidades.

¿Qué momentos destacaría de todos estos 50 años?

Pues justo después de estos 5 años en la Bola de Oro y trabajando en las JOC, me pidieron que fuera a Motril, en la parroquia de San Antonio. Allí, en donde estuve 18 años, y en la parroquia en la que estoy ahora he vivido los momentos más intensos.

En la parroquia de San Antonio estuve en un barrio de problemática social, en unos momento cruciales como fueron los últimos años de la dictadura y la llegada de la democracia. En un barrio como aquel o te pringabas o tenías que salir corriendo. Lo que más me impactó y lo que más me ha hecho sufrir en mi vida sacerdotal cuando en aquel barrio de gente pobre y sencilla se introduce el fenómeno de la droga, que era un fenómeno totalmente desconocido. No había información ninguna.

Nosotros teníamos en la parroquia una escuela puente con tres unidades, casi todos los niños de etnia gitana, y un huerto escolar del que los niños incluso comían. Fue algo tan traumático y tan fuerte ver cómo aquellos niños, que eran pobres pero estaban sanos, de familias pobres pero unidas, resulta que sus madres empiezan a vender droga. Los camellos buscan estas situaciones de pobreza para aprovecharse.

Fue algo muy fuerte y muy duro ver cómo aquellos niños empezaron a coger de todo: SIDA, . Fue una experiencia muy dura y muy fuerte, porque la droga no solo destruye a la gente sino también al tejido humano y social, la gente empieza a sospechar unos de otros… ¡tremendo! Fue la experiencia más dolorosa de mi vida, hasta tal punto de que, por prescripción médica, tuve que salir de allí. Fue una situación que me desbordaba y me hacía sufrir de tal manera que ya D. José Méndez me mandó a otro sitio. De allí me mandaron a la parroquia del Carmen, que es donde estoy ahora.

¿Cómo le ayudó su experiencia de fe en estos duros años?

Realmente tengo que decir con sinceridad que las cosas más importantes de mi vida las he aprendido en el contacto con el sufrimiento de la gente, con los problemas de la gente.

También aprendí una actitud que tomé de Jesús y del Evangelio como es aprender a desaprender. Creemos que lo sabemos todo, vamos un poco con nuestros esquemas a los sitios creyendo que podemos remediar cosas pero lo cierto es que cuando nosotros llegamos a un sitio ya está Dios allí antes que nosotros. Uno tiene entonces que aprender a desaprender y desprenderse de todos nuestros esquemas para escuchar desde la vida de la gente lo que Dios te va pidiendo. Yo esa dinámica me costó muchísimo pero creo que es lo más grande que me ha pasado.

Me he encontrado con que Dios estaba allí antes de que yo llegara, trabajando en el corazón de la gente y lo único que había que hacer era escuchar, y desde ahí percibir todas las llamadas.

¿Cuál ha sido para usted el mayor regalo de estos 50 años?

Pues experimentar que, a pesar de todas mis debilidades, Dios me sigue queriendo. Eso es lo que me motiva y hace que me active cada mañana, y que si estoy aquí es que tengo algo que hacer. Si Dios me da tiempo, me sigue dando tiempo, es porque algo tengo que aprender todavía. Así afronto cada día pero con un gran gozo, con una gran alegría.

Uno ya va notando sus limitaciones y que las fuerzas poco a poco van menguando y que surgen dolores y achaques, pero yo tengo una paz grande y una gran alegría que experimento cada día, que viene de saber y percibir que Alguien te quiere como nadie. Eso es lo más grande.

Ignacio Álvarez
Secretariado de Medios de Comunicación Social
Arzobispado de Granada