Fecha de publicación: 30 de octubre de 2022

Queridísima Iglesia del Señor;
Esposa muy amada de Jesucristo;
Pueblo santo de Dios, al que todos pertenecemos, también yo como pastor vuestro, y también los sacerdotes que cuando celebran y todos nosotros:

La categoría de pueblo de Dios viene antes de ninguna de las distinciones de oficios, carismas, ministerios y tareas que hay en la Iglesia. Todos formamos parte de ese pueblo que es al mismo tiempo el Cuerpo de Cristo, y todo el sentido de nuestra vida y de nuestra misión se introduce, se inserta en ese ser Cuerpo de Cristo. Ese Cuerpo de Cristo ha tenido llagas desde el primer momento. Recordad los doce apóstoles y entre los doce hubo uno que traicionó al Señor, que lo negó, y otro que lo negó. Pero hubo uno que traicionó al Señor, pero su soberbia o su orgullo no le permitió pedir perdón por su extravío.

En los Hechos de los Apóstoles se cuenta también de un matrimonio que se resistió a aquella vida en común que tenían los discípulos de aquella primera comunidad de Jerusalén. Y desde entonces, en la Iglesia siempre ha habido, siempre han convivido juntos el trigo y la cizaña, el pecado y la santidad. La realidad de nuestra pequeñez y de nuestra miseria humana, y la realidad que Dios suscita de hombres y mujeres de Dios, de hombres y mujeres que viven para el Señor. Y para su Iglesia, que es Su Cuerpo. No es posible separar al Señor Jesucristo de Su Iglesia y de Su Iglesia tal y como es históricamente. Es decir, con Pedro al frente: vínculo de la verdad y de la caridad y con los sucesores de los Apóstoles. Sus continuadores, que están en comunión con el apóstol Pedro, son también para sus Iglesias particulares instrumento de permanencia y de certeza en la verdad y de certeza en el amor mutuo y en la caridad.

Veinte siglos son muchos siglos. Luego, la historia se hace más pequeña. Hace apenas unos días, yo asistía al 25 aniversario de la creación del Redemptoris Mater de Córdoba. Pues, porque Dios me ha dado la gracia de ser el iniciador de los dos primeros seminarios Redemptoris Mater en España que hay en España. Después del de Madrid, se hizo el de Córdoba, en el cual yo participé. No era el obispo de Madrid, evidentemente, pero participé animando mucho al cardenal para que lo abriese y que lo hiciera, a pesar de la mucha oposición que había en aquel momento a la creación de aquel seminario. Pero, luego, me concedió el Señor inaugurar el de Córdoba. Aunque no llegué nunca a ver, pero, como dice San Pablo, en alguna ocasión: “Ni el que siembra y el que siega es nada, sino Dios es el que da el crecimiento”. Yo no llegué a ver nunca ni a ordenar a ningún seminarista del Redemptoris Mater. Pero en el 1998 se creó aquel Redemptoris Mater de Córdoba, y en el 2005, la víspera de la muerte de Juan Pablo II, se pudo crear también el de Granada.

Lo tengo en las fichas que guardo yo en mi bolsillo para cuando el día del juicio final salgan a la luz todos mis pecados poder decir “sí, pero hice dos seminarios Redemptoris Mater”. Y tengo que decir que los dos se los debo a Carmen, de quien era muy amigo y que nos queríamos mucho. (…) He dicho nos queríamos mucho y está muy mal dicho, porque nos seguimos queriendo y ella me tomaba mucho el pelo y yo se lo tomaba a ella. No os voy a contar las anécdotas aunque os darían risa, pero no. Los dos seminarios se los debo a Carmen. En el de Córdoba se han ordenado ya 28 sacerdotes. Y eso es un bien. Es un bien como es un bien vuestra ordenación. Como es un bien que han reconocido los Papas el Camino Neocatecumenal y, sin duda ninguna, un bien, un bien para la Iglesia y para el mundo, en este mundo donde todo se deshilacha, todo se disuelve y todo se hace líquido, todo pierde consistencia. Pero las gracias que recibimos del Señor hay que cuidarlas. Todos somos conscientes de que el no cuidarlas suficientemente -y si soy yo el que no ha cuidado, pido perdón al Señor por ello y le pido que no me lo tenga en cuenta-; hay que cuidar los bienes que recibimos del Señor. Y el ministerio del Orden Sacerdotal, sea en el estatus de diácono como el de presbítero, es ante todo un don que Dios nos hace.

Lo importante de esta mañana no es lo que vosotros hacéis por Dios, que es ofrecer vuestra vida a Dios. Pero ese ofrecimiento de vuestra vida a Dios es un don. Poder ofrecer la vida a Dios, poder gastar la vida sirviendo a la Iglesia, poder participar del sacerdocio único de Jesucristo, que es único en el mundo entero y que tiene valor no por el número de personas que congrega, sino por la verdad de lo que se celebra y lo que se vive, por la verdad de la vida de los sacerdotes. Todo ello es don de Dios para nosotros mismos, para la Iglesia entera y para el mundo entero. Que la patrona de las misiones sea una mujer que murió con veinte pocos años y que nunca salió de su monasterio de Carmelitas Descalzas es muy significativo. No son las obras, ni el número, ni las tareas que hacemos. Lo que hace crecer la Iglesia es la caridad teologal, la caridad divina con que vivimos nuestro carisma. Y eso es lo que por lo que hoy damos gracias al Señor, porque os ha llamado. Os ha llamado en el Camino Neocatecumenal. Os ha llamado en este Seminario Redemptoris Mater y, Dios mío, os ha hecho un don inmenso el Señor con esta llamada. Os lo hace a vosotros, se lo hace a las Comunidades. Que las Comunidades son también un don para la Iglesia, que, a lo mejor, tenemos que cuidar más y, a lo mejor, tenemos que pedirles más, es decir, que no se conformen con vivir la Eucaristía, preparar y así, sino que en un momento de misión yo creo que esa misión probablemente es más difícil aquí que en algunos países llamados “de misión” en estos momentos.

Pues, en esa misión tenemos que participar, estamos llamados a participar todos juntos, juntos las tres vocaciones: la vocación al mundo, al ministerio ordenado; la vocación a la vida consagrada o a la consagración al Señor, que la vida en los Consejos Evangélicos, tenga unas formas u otras que son muchísimas esas formas; y la vida laical en su forma matrimonial o en las otras formas para quienes Dios no ha querido disponer que puedan vivir en el matrimonio, que son muchas personas en la Iglesia. El Estado las llama solteras, pero no es ese su Dios, es un nombre pagano. En la vida de la Iglesia no existe la soltería si el Señor no ha querido disponer para algunas personas un esposo. Y es el Señor quien da a los esposos, pues significa que el Señor te ha reservado para Él. Podéis llamarlo como queráis, pero la Iglesia antigua las llamaba vírgenes, que no siempre significa la virginidad física, sino también la total disponibilidad del corazón. Pero, ciertamente, no solteras, porque una soltera es alguien que no ha cumplido como la tarea principal en la vida, y en la Iglesia todos por el bautismo estamos llamados a que esa tarea se cumpla. Y no a que la cumplamos nosotros, sino al que la cumpla el Señor en nosotros y en nuestra vida.

La ordenación, vuestra ordenación es una gracia. Es una gracia para los que os acompañamos. Es una gracia para toda la Iglesia y vamos a pedir que sea también un signo: un signo de nuestra renovación eclesial en aquello a lo que la Iglesia nos llama en estos momentos, en aquello que la Iglesia nos enseña en estos momentos, que no siempre coincide en su comprensión o en sus detalles con lo que ha enseñado en otros momentos porque las circunstancias del mundo cambian muy radicalmente. Y el Evangelio es el mismo. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Y la Iglesia es la misma ayer, hoy y siempre, pero las circunstancias del mundo no son las mismas. Nosotros formamos parte de un mundo, lo queramos o no lo queramos, participamos en muchas cosas de su mentalidad. Participamos en muchas cosas de sus conductas, de su ambiente, del aire que respiramos, que es un aire contaminado y quien en medio de ese mundo estamos llamados a ser como una lámpara que brilla en la oscuridad y sin tener miedo, porque Cristo ha vencido al mundo. Cristo ha vencido al Maligno.

El Maligno puede dar mucha guerra, puede dar mucha lata, pues puede con su cola enredar mucho, pero está vencido, está derrotado. No hay nada que temer de él. Y Cristo y la fe han vencido al mundo. Entonces, apoyados en Cristo, apoyados en los Sacramentos de la Iglesia, apoyados en la oración, apoyados en vuestra vida de comunidad, para poder manteneros no sólo fieles, sino gozosamente fieles. Es decir, que disfrutéis ahora de vuestro diaconado, más adelante de vuestro presbiterado, y que ese disfrute pueda ser un motivo de alegría para la Iglesia y para el mundo, para todos. Si hay algo que escasea en nuestro mundo en estos momentos, es la alegría. No es casual que el Papa ya quisiera empezar su documento titular, su documento programático sobre la alegría del Evangelio y que lo haya subrayado muchas veces no como un signo especialmente adecuado a este momento de la vida del mundo, porque el mundo no es capaz de producir esa alegría. Ni siquiera el mundo rico que tiene tantos bienes, que tiene tantos medios, (…) cuantos más medios tenemos y cuanto más usamos de ellos indiscriminadamente, más crece la tristeza del mundo. Ser en este mundo testigos de alegría, promotores de alegría.

Alguien decía, no con estas palabras exactamente, pero que la risa, que es algo que no puede medirse, es un modo de practicar en esta vida la resurrección. Que es algo que no podemos practicar, porque siempre la risa es don de Dios. Siempre don de Dios. La risa participa de la vida de Dios. Es algo que no compartimos con ninguna especie animal. Por lo tanto, ser capaz de sonreír, ser capaz de reír, ser capaz de dar alegría a un mundo que la necesita más que el comer y más que la energía y más que el aire es un don. Y la alegría surge siempre de la vida común, surge siempre de la comunión. Donde no hay comunión difícilmente habrá alegría. Habrá la ley, y la ley asfixia si no está vivida desde dentro y sostenida por el Espíritu Santo. Mientras que la alegría es una despojarse del corazón en el Espíritu de Dios y en el gozo. “Qué dulzura de delicia convivir los hermanos unidos”. Qué dulzura y qué delicia la comunión de la Iglesia que es el único don, la única realidad, la comunión y la alegría que brota de la comunión que puede convertir al mundo. Todo lo demás es bla, bla, bla. Y por eso nosotros todos hoy damos gracias, damos gracias al Señor por vuestras vidas y contad con nuestra oración, con la de la de todos, la de vuestras Comunidades, la de vuestros equipos de responsables en la Comunidad, la de los sacerdotes, vuestros hermanos y la mía también. ¿Para que? Para que seáis eso: una. Una bandera levantada en medio del mundo que proclama que Cristo ha resucitado y que la alegría no sólo es posible, sino que se nos da como un don, don de la comunión. El Papa recordaba hace muchos días, estando yo presente, que la misión del diablo es siempre dividir.

A esa oración nos unimos todos en este momento y vamos a proceder a vuestra ordenación, que habéis esperado con tanto anhelo, que Dios concede como una gracia para todos nosotros y para el mundo entero. El “sí” más pequeño que damos al Señor tiene una repercusión en el mundo entero, como el “sí” de la Virgen. Introduce la caridad divina en el mundo. Y eso es lo único que salva la caridad divina, no nuestras obras.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de octubre de 2022
S.I Catedral de Granada

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