Fecha de publicación: 20 de febrero de 2022

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes concelebrantes, diácono, santo pueblo de Dios;
queridos hermanos y amigos todos:

El Evangelio de hoy casi no necesita comentario, en el sentido de que pocos textos hay en el Evangelio que sean tan directos, tan explícitos, tan concretos.

Después de las bienaventuranzas de la semana pasada -“Dichosos los que lloran. Dichosos los pobres. Dichosos los que trabajan por la paz”- nos habla el Señor de algunas condiciones indispensables para participar en ella, en esa dicha que Jesucristo ha hecho accesible para los hombres. Lo que pasa es que esas condiciones nos parecen tremendas, muy tremendas. A mí me recuerda cuando Jesús le dice a Pedro: “Apártate de mí, Satanás, porque piensas como los hombres y no como Dios”. O cuántas veces les dice a los discípulos, en la barca, cuando la tormenta aquella: “Hombres de poca fe”. Eso me lo digo yo, hoy, a mi mismo: hombre de poca fe. Porque escuchamos esta palabra de Jesús y no nos lo tomamos especialmente en serio. Sin embargo, es clave, es central. Tan central que, en el Evangelio de hoy, está contenida la oración del Padrenuestro. Clave también porque estamos clausurando en esta misa la semana “Amoris Laetitia de la familia”, dedicada al matrimonio y a la familia, y doy la bienvenida a los matrimonios que han estado celebrándola. Me dicen que había alrededor de treinta matrimonios que hicieron la “Ruta romántica”. Una experiencia preciosa de caminar, marido y mujer, de manera que pudieran hablar entre ellos aparte de ver cosas bonitas por el Albaicín.

A mí me parece que el Evangelio de hoy… que sirve; que sirve para todo en la vida… Y no voy a decir que cuando Jesús pide que amemos y que perdonemos a nuestros enemigos, nuestro enemigo sea nuestro marido o nuestra esposa, no, pero sí que la vida matrimonial y especialmente en el mundo en que vivimos, está marcada por el conflicto. Y la necesidad de aplicar, no tanto la letra de este Evangelio, como su espíritu profundo, nos es imprescindible. Imprescindible para vivir, para vivir como cristianos. Para relacionarnos unos con otros, como cristianos, y cuanto más cerca estemos unos de otros, más necesario. Porque más posibilidad hay de roce, de conflicto, de malentendidos, de distanciamiento, sin que nos demos casi cuenta, por lo tanto, de malentendidos de todas clases. Este Evangelio es tan central que su contenido último lo tenemos en la oración del Padrenuestro: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

“Con la medida que midáis, seréis medidos”. Una de mis oraciones más frecuentes al Señor, “no me pidas a mí con la medida que mido yo, porque, entonces, no tengo esperanza”. Mi medida es siempre tan pequeña. El caso es que queremos que sea con la justicia de los hombres, pero es aquí donde la justicia de los hombres es tan radicalmente diminuta, tan pequeña, que no la podemos aplicar. En realidad, la justicia de los hombres es sólo una apariencia de justicia. Porque las diferencias que hay entre nosotros, entre unos y otros, no pasan de ser cien denarios, que era como una pequeña moneda. Cuando queremos que se establezca justicia entre nosotros, cuando queremos tener la razón y que la razón domine en nuestras relaciones sin apelar a la justicia, no nos damos cuenta de que nosotros no podemos aplicar esa misma lógica delante de Dios. No le podemos pedir a Dios que nos trate con justicia. Nadie -y nadie es nadie-, nadie saldríamos bien parados. Como, además, no podemos juzgar porque siempre nos equivocamos en la historia… Es verdad que esas personas podrían haber hecho esto de otra manera, o esta persona podría haber hecho esto de otra manera, pero ¿qué sé yo del camino que está haciendo esa persona? ¿Qué sé yo de la historia de la que viene? ¿Qué sé yo de la experiencia que tiene del perdón y de la misericordia de Dios? Y si no tiene ninguna, ¿Cómo puedo yo pedirle que actúe con justicia?

Os aseguro que Le pido a Dios que no obre conmigo con justicia. “Señor, no, no me midas con la medida con la que yo mido. No me perdones con la medida con la que yo perdono”. Me justifico un poco, tal vez por haber estudiado un poquito de griego y de arameo, y el “perdona nuestras deudas, como también nosotros”, como es una expresión muy vaga en las lenguas semíticas, tan vaga que puede significar “perdónanos nuestras deudas de modo que también nosotros podamos perdonar a los que nos ofenden”. Porque estoy convencido de que sólo la experiencia del perdón, sólo la experiencia de un perdón gratuito, de un perdón para el que no somos dignos, que no tenemos ningún derecho a reclamar… ninguno. Si todo lo que somos es fruto del amor de Dios y lo que hay de bueno en nosotros es fruto del amor de Dios; si sólo son nuestros pecados, ¿con qué cara me presento yo ante Dios a pedirLe que tengan los demás justicia conmigo, que actúen de acuerdo con lo que yo percibo como la razón y la justicia? No me queda más remedio que pedirLe a Dios que obre conmigo de una manera que no sea justa, para poder vivir, para poder seguir viviendo y para poder entrar en comunión con Él. Entrar en la vida de intimidad y de comunión con Él.

Mis queridos hermanos, vamos a recibir el don supremo, la vida del Hijo de Dios que se nos da en cada Eucaristía. ¿Quién podría pensar que tiene derecho a semejante don? Hemos recibido la vida divina en el Bautismo. Muchos de nosotros hemos sido confirmados con el Espíritu de Dios, que está vinculado tan estrechamente al perdón de los pecados: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Si tantos dones divinos hemos recibido como nuestras vidas se parecen, tan poco al modo de vida de Dios, un modo hecho de amor, de misericordia, de perdón. Pero, además, no quiero apelar sólo a eso. Quiero decir que esa es la única medicina en un mundo como en el que estamos tan llenos de desconfianza, tan lleno de dolor, tan lleno de heridas por todas partes y de todas clases.

No hay otra medicina. No hay otro alivio a nuestra ansiedad, a nuestra tensión, a nuestra angustia incluso a veces, sino el saber que somos objeto de un amor infinito, sin límites, sin condiciones. Infinito en su densidad, en su calidad y en su profundidad, e infinito en su número también, porque tendré, Señor, que seguirTe pidiendo perdón todos los días y tengo conciencia de que siempre Te lo tendré que pedir, y espero en tu perdón. Mi esperanza está en Tu misericordia. No en mis obras. No en que yo voy a ser capaz de ser tan bueno como para vivir como un hijo de Dios. No lo espero de tu Espíritu, del Espíritu de tu Hijo que se entregó por mí, que se ha hecho uno conmigo a pesar de mi pobreza.

Termino con unas palabras de un Salmo: “No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados”. Acoge nuestras súplicas. Y esa es la única esperanza de un mundo nuevo, de un mundo humano. Es un mundo sobrehumano, pero es la única posibilidad de un mundo humano, porque, hechos a imagen de Dios, sólo lo sobrehumano es humano; pero no podemos con nuestras fuerzas. Por eso Te necesitamos a Ti. Por eso necesitamos Tu gracia. Por eso necesitamos la experiencia de tu amor que siempre es para con nosotros experiencia de perdón para ser capaces de perdonar a quienes nos ofenden o a quienes no llegan, o a quienes pensamos que no obran bien o que no obran como nosotros desearíamos que obraran con nosotros.

Que el Señor nos dé Su gracia, multiplique Su gracia a todos, para que se multiplique también en nosotros y en nuestros entornos y en el mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de febrero de 2022
S.I Catedral de Granada

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