Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes, formadores de los dos seminarios;
queridos hermanos que hoy dais un paso hacia el Sacramento del Orden;
queridos hermanos y amigos todos:

La liturgia de este tercer Domingo de Cuaresma, de un modo u otro, también en las lecturas del ciclo III que no hemos leído hoy porque, de acuerdo con una tradición cristiana muy antigua, se leían estas Lecturas ya por el siglo IV, y la Iglesia permite que sea el ciclo que sea, se hagan las del ciclo A, y a lectura de la samaritana es tan absolutamente adecuada a lo que estamos viviendo, a la preparación para la Pascua, con su referencia al agua viva que salta hasta la vida eterna, al espíritu que el Señor nos va a dar junto con esa agua bautismal y a los métodos de Dios para la conversión, que a mí me parece que merece la pena leerla todos los años, aunque no sea el ciclo que corresponda.

Las lecturas de hoy son siempre una llamada poderosa a la conversión. Pero sólo quiero subrayar una cosa. Y es que para que el hombre pueda convertirse, tiene que haber antes una manifestación de amor que toque su corazón. “Yo no he venido a curar a los sanos, sino a los enfermos”. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. La misericordia del Señor precede siempre a la experiencia de conversión. El encuentro con el Señor es el encuentro con un amor gratuito; un amor que no pone condiciones; un amor que, en el caso de la samaritana, se expresa con toda claridad. Ya los Padres de la Iglesia nos recordaban, una y otra vez, que la samaritana es una figura de la Iglesia; que la samaritana somos cada uno de nosotros. Era una mujer pecadora, una mujer medio pagana, una mujer que hizo todo lo posible por escapar de la gracia de Dios cuando se la encontró allí delante. “¿Tenemos que adorar aquí o…?”. Preguntas tontas que no tenían que ver con lo que el Señor quería darle, que era la revelación de Sí mismo y de cómo Él era el Salvador del mundo. El Señor espera y acepta esas preguntas bobas que ella le hace. “Pero si no tienes cubo, ¿cómo vas a venir a coger agua?”. Todas las cosas con las que los hombres buscamos excusas para escapar de la gracia de Dios. Pero el Señor es fiel y paciente.

La paciencia de Dios es nuestra salvación y se mantiene allí. Y aunque los discípulos no entendían -“¿Pero, cómo? ¿Qué hace este hablando con una mujer en un descampado? ¿Y qué hace este, además, hablando con una mujer? ¡Además samaritana, una pecadora!”-, la conversión viene precedida por el amor de Dios. Por un amor que está especialmente orientado y dirigido hacia los pecadores. Sólo ese amor, que no tiene condiciones, que no tiene límites, que se da sencillamente porque es lo propio de Dios: darse; sólo ese amor es capaz verdaderamente de cambiar el corazón. Luego, al final, la gente del pueblo de la samaritana dirán: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, creemos por lo que nosotros mismos hemos visto y oído”. Pero es el Señor quien toma la iniciativa. Es el amor de Dios quien nos precede. Es la Gracia y la primacía de la Gracia. Lo dijo San Juan Pablo II en su despedida, en su testamento, casi de despedida para el Tercer Milenio, que si queremos evangelizar tenemos que recuperar la conciencia de la primacía de la Gracia.

El cristianismo no es una ley. La ley expulsa a los que no la cumplen. La Gracia acoge a los pecadores. Cristo no se habría encarnado jamás si hubiera tenido que esperar a que nosotros cumpliéramos la ley para poder salvarnos. Nunca. La dinámica de Dios en la Encarnación. Y no sólo en la Encarnación. Leed al profeta Oseas donde le pide el Señor al profeta que se case con una prostituta y que le dé hijos de prostitución. Y el sentimiento de Dios es el deseo de expulsar a esos hijos y decir: “No sois mi pueblo”, pero sus entrañas de misericordia, el hecho de que Dios es Dios y no es como nosotros, le impide hacerlo y los vuelve a atraer hacia Sí. “La llevaré al desierto, le hablaré al corazón y ya no me dirá nunca más ‘Baal mío’, sino que me dirá ‘Señor mío’”. Repito, la primacía de la Gracia es un motivo central en la enseñanza de Juan Pablo II, de Benedicto XVI y del Papa Francisco, que se inventó incluso esa palabra
-“el amor de Dios nos ‘primerea’”. Y si no amamos a los pecadores, no somos de Dios.

Mis queridos hermanos, la samaritana era una pagana, prácticamente una pagana. El pueblo samaritano creía, aceptaba la Ley de Moisés, pero no aceptaban a los profetas y, por supuesto, no se trataban con los judíos ni los judíos con ellos. Pero eso de no tratarse con alguien es más propio del Antiguo Testamento y de un Dios que no se ha revelado todavía plenamente que de un cristiano. Los cristianos nos tratamos con todos y, como decía algún Padre de la Iglesia, no tememos la suciedad de las heridas porque el médico -y Cristo es quien actúa en nosotros- no temen la suciedad del hombre, sino que se acerca, la cura, la atiende, se lava. Ese separar entre pecadores y justos, y expulsar a los pecadores, es del Enemigo. No es de Dios. Quiero decirlo con toda mi fuerza y sé en qué contexto lo estoy diciendo.

PedidLe al Señor, en vuestro acercamiento en la Eucaristía, que ensanche vuestro corazón, que abra vuestro corazón a la medida del Corazón de Cristo. Cristo no pone barreras. Quita las barreras que hay. Unió con Su sangre a los dos pueblos que estaban separados -el pueblo judío y los pueblos gentiles- y quitó la persecución con las deudas que teníamos para hacer de los dos un solo pueblo. Constantemente, la actitud de Dios es esa, de acercarse a la miseria del hombre, de romper las barreras que nos separan de la miseria del hombre. “Los separados” es lo que significa la palabra fariseos. Los fariseos se llamaban a sí mismos “los separados”, pero las palabras más duras que tienen el Señor en el Evangelio son para los fariseos. Nunca tuvo una mala palabra para un pecador o para una pecadora. Nunca. Merece la pena fijarse en esos detalles para comprender quién es Cristo, qué es ser cristiano y cómo los que van a ser asimilados a Cristo de una manera especial, por el Sacramento del Orden, tienen que tener un corazón de Padre que sepa acoger a todos, a todos, y especialmente a los pecadores. Y buscarlos. Luego si, como el joven rico, dice que no puede, no sabe o no quiere, y se marcha, pues se le deja marchar, pero ni siquiera entonces el Señor le expulsa de Su corazón.

Mis queridos hermanos, en este mundo tan destruido, tan herido, no podemos nadie ahora olvidarnos de la situación de Ucrania. Pero a mí me parecía hoy más importante insistir en que la llamada a la conversión que la Iglesia nos hace en esta Cuaresma es sólo la respuesta a un amor previo y un amor que es gratuito, que es incondicional. Que no pone condiciones de “primero, te conviertes, y luego entonces te amo”. No. Primero te amo, luego, si Dios quiere, te conviertes y si Dios no lo permite o no es tu momento o lo que sea, pues “Yo Te sigo amando, Te sigo amando lo mismo”. En la plegaria de la segunda plegaria eucarística pedimos “por todos los que han muerto en la esperanza de la Resurrección y por todos los que han muerto en Tu misericordia”. Decidme alguna persona que haya muerto fuera de la Misericordia de Dios. No hay ninguna, en toda la historia humana. Por lo tanto, podemos pedir por todos, siempre, y sólo se puede pedir cuando se ama. Se pide por el bien de las personas y ese amor hay que manifestarlo, hay que expresarlo. No evangelizaremos el mundo contemporáneo si no somos ante el mundo un testimonio de amor como el de Cristo. ¿Que nos puede llevar a la cruz? ¡Claro! ¿Que los hombres podemos ser tan retorcidos, que hacemos mal uso de ese amor…? Yo siempre he pensado la cruz es un negocio pésimo que hicieron, pero el Señor no se resistió ni a los que le golpeaban, ni a los que le insultaban. “Nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”. Ese es el amor más fuerte que la muerte y le estaban crucificando pecadores, sin duda. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Señor, danos algo de ese Espíritu. Como Eliseo pidió un trocito, un fragmento del manto de Elías, pues danos a nosotros algo de ese Espíritu tuyo y vosotros, si vais a ser sacerdotes, tenéis que participar plenamente, al menos en deseo de ese Espíritu del Señor. Repito, no ha venido a sanar, a curar a los sanos, sino a los enfermos. No ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

Que el Señor nos bendiga a todos y nos dé parte en ese Espíritu de Dios que no crea divisiones entre los hombres, sino que, al revés, derriba y abre los muros de las divisiones que los hombres creamos.

Que así sea para vosotros. Que así sea para todos los seminaristas que nos acompañan. Que así sea para todo el Pueblo santo de Dios que tiene que dar en este mundo testimonio del amor sin límites de Cristo, no de lo buenos que somos nosotros, sino del amor sin límites de Cristo.

Que el Señor escuche nuestra oración. Yo en este tiempo Le pido: “Señor, conviérteme para que me convierta”. Se lo pedimos todos y luego que nos dé un corazón grande para vivir como nuestro el mal de Ucrania, porque no es de Ucrania, es nuestro. Ya me lo habéis oído decir más veces, y estamos en una situación de un mundo que se tambalea y la guerra que vemos lejos puede ser mañana nuestra. Entonces, más que nunca, en esas situaciones de emergencia y de peligro se hace necesario un testimonio de amor que es más fuerte que la muerte; que es más fuerte que el pecado.

Que es el amor de Jesucristo, que es el amor de Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos, que hace llover sobre justos y pecadores.

Que así sea para todos nosotros. Que nos dé el Señor el verdadero espíritu de conversión.

Palabras finales

Perdonadme esta segunda homilía diferente. Pero yo creo que todos sabéis que en esta semana el Santo Padre ha promulgado el Decreto sobre la reforma de la Curia Romana y en el gobierno general de la Iglesia ha incluido a laicos y mujeres. Antes, en el Dicasterio de Laicos, Familia y Vida, dos de las secretarias de ese Dicasterio, que se ocupa de la familia y de la vida, eran mujeres. Todavía un poco antes, ha aprobado los ministerios instituidos de Lector y Acólito en el que ha incluido la posibilidad de que haya lectores y acólitos que son mujeres.

Esto no es una concesión al feminismo. Me importa mucho subrayarlo. Es una recuperación de la Tradición primitiva de la Iglesia en muchos sentidos. Tampoco es una apertura para que un día las mujeres puedan ser sacerdotes. En absoluto. Si uno entiende bien la Eucaristía… En la Eucaristía, el sacerdote, si la celebra bien, hace como Cristo: ofrece Su cuerpo, para que sea descuartizado por su Esposa, que es la Iglesia. Y eso puede ser difícil, duro o requerir muchísima generosidad, pero es absolutamente inadecuado para una mujer. Si yo veo que van a descuartizar a una mujer en la mesa del altar y me queda una célula de varón, digo “que me descuarticen a mí y que la salven a ella”, pero no por ser antifeminista ni nada, sino por ser hombre.

El que está en el altar no es el que manda. Es el que está dispuesto a que su vida se rompa, que es lo que hace un esposo. Es lo que ha hecho Cristo y es en la Eucaristía, donde, durante siglos, los esposos han aprendido que es lo que tienen que hacer por sus mujeres, pero también indica que la vocación de la mujer es la maternidad, pero incluye muchas más cosas que la maternidad. Necesitamos mujeres abogadas, necesitamos mujeres expertas en medicina, en psicología… Necesitamos mujeres. Las necesita el pueblo de Dios. Necesita mujeres expertas en las ciencias humanas, en derecho, en derecho canónico, capaces de sostener y de ayudar a las familias en los mil enredos y trampas que los derechos del mundo ponen a la vida de la Iglesia.

Hay que ser conscientes de que, en nuestras comunidades cristianas y en nuestros ambientes cristianos, las mujeres tienen que prepararse y eso no está contrapuesto a la maternidad. Primero, porque yo conozco y he conocido a lo largo de mi historia, mujeres que han sido catedráticos de universidad con seis o siete hijos y perfectamente abiertas a la vida. La apertura a la vida, según la entiende la Iglesia, no es incompatible con una profesión, con una preparación y con una dedicación muy grande a ciertos trabajos profesionales, que son más propios de la mujer que de los hombres. Y son muchos. La Iglesia necesita esas mujeres, o estamos dejando el mundo en manos del mal y luego nos quejaremos de cómo está el mundo.

Simplemente eso, si en quienes ayudan al Papa, en el gobierno de la Iglesia, tiene que haber mujeres… Os aseguro que son mujeres las que yo conozco, magníficamente preparadas y profundamente cristianas. Por lo tanto, no hay ahí ninguna incompatibilidad y quien piense de otra manera no piensa como la Iglesia, ni enseña lo que enseña la Iglesia.

Entonces, hay que dar pasos. Yo voy a promover el que pueda haber lectoras y acólitos. Ya las hay en todas nuestras iglesias. Vosotras habéis leído muchas veces las Lecturas. Ahora la Iglesia pone un poquito de orden en eso que ya se venía haciendo y vamos a seguir lo que la Iglesia nos proponga en su momento, pero que quede eso muy claro: que necesitamos hombres preparados y mujeres preparadas. Abiertas a la vida, ¡sin duda! Que la maternidad es probablemente la tarea más grande de una mujer, sin duda, pero que no es incompatible con una vida profesional también. Y que la maternidad, por sí misma, no es un signo de santidad, también quiero decíroslo, porque la apertura a la vida, ya lo dijo el Papa, no voy a usar la misma imagen que hizo el Papa, que ofendió a muchas mujeres, pero la apertura a la vida no es tener hijos de cualquier manera: eso no lo ha enseñado nunca la Iglesia. Dicho queda, desde este lugar, que es el lugar donde yo enseño al pueblo cristiano.

En la Tradición de la Iglesia estuvo. Había una tradición benedictina en la que había siempre monasterios de hombres y de mujeres, y, en la Regla de esa tradición benedictina, el superior de los dos monasterios, el de los hombres y el de las mujeres, tenía que ser siempre una mujer. Que sabios eran. Yo estoy hablando del siglo X. Y de esa tradición salió una Doctora de la Iglesia: Santa Hildegarda de Bingen, que, además de hacer recetas de cocina, escribió sobre astronomía y sobre medicina, y sobre otras muchas cosas, porque eran las mujeres las que eran portadoras de la cultura; los hombres se dedicaban a la agricultura y la ganadería, que es su papel para sostener a sus familias. La cultura era cosa de mujeres.

Me perdonáis, pero como estamos en el mundo en el que estamos, me parece que es necesario decirlo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de marzo de 2022
S.I Catedral de Granada

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