Queridísima Iglesia del Señor;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos:

En el Evangelio de hoy vemos el proceso de un hombre que pasa de la ceguera a la luz. Pero no es tanto el milagro, ni principalmente el milagro físico, sino que pasa de no conocer a Jesús a conocerLe y a creer en Él.

En ese sentido, es un proceso similar al del domingo pasado con la samaritana. También la samaritana no conocía a Jesús y Jesús sale a su encuentro. En ese encuentro le revela quién es Él y cómo es la salvación del mundo en la imagen del agua viva: “Sí tú supieras quién es el que te pide de beber, tú le pedirías de beber a él y él te daría un agua que salta hasta la vida eterna” (que quien la bebe, no vuelve a tener sed). No era también la sed física la que articulaba el diálogo de Jesús con la samaritana, como no es la ceguera física la que articula la historia de este ciego de nacimiento, que, sin embargo, gracias a Jesús, y de una manera paradójica puesto que Jesús hace barro, no es barro lo que parece que le ayuda a uno a ver, como en nuestra vida a veces son las circunstancias más adversas en las que nosotros pensamos, en nuestro juicio humano, que son menos adecuadas para reconocer a Jesús, para hacer posible que nuestra vida sea una vida traspasada por el amor a Jesús y la presencia viva y salvadora de Cristo, mediante su Espíritu en nosotros. Lo mismo: el barro que Jesús hizo, que no es algo que fuera característico de sus milagros, no era algo que favoreciese la visión y, sin embargo, fue la ocasión de que aquel hombre viese; pero no sólo viese con una visión que no había tenido desde su nacimiento, sino que pudiese ver con la mirada de la fe y reconocer en Jesús aquel que le había dado la vista, aquel que es la luz del mundo.

Nosotros estábamos representados en la imagen de la samaritana. Nosotros estamos hoy representados en la imagen del ciego de nacimiento. Quiera Dios que nos reconozcamos como ciegos, porque desde esa ceguera Él nos puede conducir a la luz. Porque desde esa ceguera, podemos suplicarLe con esa oración, que el Señor escucha siempre, que es la de “Señor. Ven. Danos tu Espíritu. Que podamos ser transformados con ese Espíritu en una Iglesia viva que te comunica a los hombres, te llena de gozo y de alegría, porque te ha reconocido”. Si nos reconocemos como ciegos, ya es una gracia de Dios. Y si nos reconocemos como ciegos y suplicamos la luz, el Señor jamás nos negará esa gracia. Ese don del Espíritu Santo que nos permite reconocer a Jesús como Señor: “Nadie puede decir ‘Jesús es Señor’, sino en el Espíritu Santo”. Por eso, la súplica de la Iglesia permanece en todos los tiempos del año litúrgico, de una manera más específica en el tiempo del Adviento, o en el tiempo de la Cuaresma de otro modo; es “ven, Señor, Jesús” o “ven, Espíritu Santo, ven a nuestras vidas. Llénalas, transfórmalas, haz que te podamos reconocer en todas las circunstancias de la vida. Haz que no deseemos otra cosa que el bien que Tú eres y que, deseando ese bien, que nuestras vidas crezcan a la medida de tu Hijo Jesucristo”.

El camino de la Cuaresma es ese. Es prepararnos a la luz del Bautismo, a la luz de la fe. Yo sé que en nuestra Tradición de piedad, fácilmente, incluso en esta Catedral, en la imagen que está en la cumbre del pináculo que cubre el Sagrario, la fe aparece como ciega, como con los ojos vendados; pero esa no es una imagen verdadera de la fe. Lo que es ciego es vivir sin fe. Lo que nos hace ciegos es vivir sin fe. Lo que pone de manifiesto nuestra ceguera es cuando esperamos la felicidad y la alegría de realidades que no son el Señor. Es curioso que la Encíclica sobre la fe del Papa Benedicto se llamase “La luz de la fe”. Tener fe es desconocer a Dios. Y en ese conocimiento entra la participación de la vida eterna. Recordáis las palabras de San Juan: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo”. No es un conocimiento teórico. No es un conocimiento de saber cosas acerca de Jesús. Es el conocimiento que tiene un amigo de su amigo; que tiene una esposa de su marido; que tiene un padre de un hijo; un hijo de un padre y esa es la vida eterna. Para acceder a ella, nos disponemos en esta Pascua. Disponiendo, trabajando, haciendo un trabajo que es preparar nuestros corazones a vivir en la novedad de Cristo vivo y resucitado. Preparar nuestros corazones para que Cristo sea lo más querido en nuestra vida. Más que la salud, más que la familia, más que los éxitos profesionales, más que ninguna otra cosa. Porque si Te tenemos a Ti, Señor, lo tenemos todo en Ti. Somos ricos y, sin Ti, podemos tener el mundo entero, pero no seremos más que unos miserables, unos pobres miserables. El Señor escuche nuestra súplica y nuestra oración.

Después de estas “24 horas con el Señor”, que se terminan con esta Eucaristía, que el Señor nos disponga a recibir Su Gracia, a recibir Su amor y a que nos abra los ojos para descubrir que Él es el bien que necesitamos; el bien que nuestra vida anhela; el bien que ya hemos recibido pero que queremos vivir cada vez con más plenitud. El bien que hace de nosotros hombres de paz en un mundo de violencia. No nos olvidamos de que con estas 24 horas hemos puesto un énfasis especial en la súplica por la paz. No es a lo mejor mucho lo que nosotros podemos hacer por la paz entre Rusia y Ucrania, pero sí que podemos hacer por la paz en nuestro corazón. Sí que podemos pedirLe al Señor la paz de nuestro corazón, la luz de la fe.

Que esa luz de la fe resplandezca en nosotros y otros hombres puedan acercarse y conocer al Señor a través de la luz que llevamos encendida cada uno de nosotros en nuestra vida. En nuestra vida diaria, en nuestros gestos cotidianos, en nuestras relaciones de vecindad, de familia, de trabajo, de todo tipo… Quiera el Señor disponer nuestros corazones de tal manera que, efectivamente, podamos celebrar los Misterios pascuales, es decir, la plena unión de Cristo con la naturaleza humana, con un amor más fuerte y más grande y más poderoso que el pecado y que la muerte, de forma que la naturaleza humana podamos vivir unidos a su naturaleza divina, podamos vivir como seres divinos, como hijos de Dios, como hombres y mujeres traspasados por Él, por el amor infinito de Dios, y que ese amor pueda ser reconocido en nosotros, en nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de marzo de 2022
S.I Catedral de Granada

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