Queridísimo Pueblo de reyes, como hemos cantado en la entrada de esta celebración, al que todos pertenecemos y al que nos gloriamos de pertenecer también los sacerdotes, también yo;

hoy especialmente, muy queridos sacerdotes.

El Jueves Santo celebra algo esencial a la vida de la Iglesia, y no sólo en la celebración de la Cena del Señor o en el lavatorio de los pies. La Iglesia desea que esta Misa se celebre el Jueves Santo o lo más cerca posible del Triduo Pascual. Por la gracia de Dios, en Granada se ha conservado la tradición del Jueves Santo, que a mí me parece un bien muy grande, porque nos ayuda a comprender la unidad de las celebraciones del Triduo Pascual.

El Jueves Santo se celebra algo que es esencial al hecho cristiano. Sin él, el hecho cristiano se deteriora. El Acontecimiento del Misterio Pascual de Cristo. Kierkegaard decía que sólo lo contemporáneo es capaz de conmovernos. Y tiene razón. Lo que la Iglesia celebra el Jueves Santo es que el “hoy” del que hablaba Jesús en la sinagoga de Nazaret, se repite hoy. Es igual de verdad hoy, en esta celebración y en este instante, que cuando Él lo dijo por primera vez allí: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Hoy se cumplen las esperanzas de las naciones y las promesas hechas por los profetas a nuestros padres de Israel.

Yo me pregunto muchas veces si cuando yo celebro, cuando yo vivo mi vida cotidiana, soy consciente de ese “hoy” que permanece, soy consciente de que Cristo es el mismo. Puede haber pandemias, puede haber revoluciones, puede haber cambios; los imperios caen, el mundo cambia, sin embargo, “Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre”. Dicho con una palabra de nuestra tradición teológica, ¿qué es lo que celebramos el Jueves Santo?: la “sacramentalidad” del hecho cristiano, que hace contemporáneo lo que conmemoramos en la Palabra y lo hace contemporáneo en los Sacramentos. Pero no sólo en los Sacramentos. O quizá hay que ampliar extraordinariamente el concepto de Sacramento, para que no quede reducido a unos ritos hechos más o menos precipitadamente o sin demasiada conciencia del significado que tienen para el hombre, para la vida del hombre.

Cristo no ha venido a hacernos en un conventículo en medio del mundo que se llama Iglesia. Cristo ha venido para cambiar el modo de vivir los hombres en el mundo. Pero el Sacramento es esencial. Yo sé que hemos perdido un poco, hemos devaluado de muchas maneras -y no os creáis que sólo a lo mejor en el ambiente de los que llamamos progresistas. La categoría de Sacramento se ha devaluado como categoría esencial al hecho cristiano. Porque si el hecho cristiano es el recuerdo de una cosa que pasó hace 2000 años, por muchas procesiones que hagamos, al final las procesiones se nos quedarán en el elogio de las velas, del trono o del palio.

El Acontecimiento de Cristo es el centro de la historia. Su Encarnación y la consumación de la Encarnación en el Misterio Pascual es el centro de la historia humana. El centro también de nuestra historia como cristianos. Si Cristo murió por nosotros, y por nosotros murió y resucitó, es para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó. Eso no se refiere a los sacerdotes. Se refiere al cristiano, como también se refiere al cristiano cuando dice “el que se casa viva como si no se casara; el que posee, como si no poseyera; el que llora, como si no llorase…, porque la figura de este mundo pasa”. Sólo Cristo permanece y el don de su Espíritu permanece vivo, presente, actual. Permanece en cada uno de los Sacramentos, pero cada uno de los Sacramentos expresa parte del Misterio de Cristo. Un cristianismo que se reduce -y doy gracias a Dios de que hayamos recuperado la importancia de la Palabra, de la escucha y del seguimiento de la Palabra-, pero un cristianismo en el que la Palabra ocupe todo el espacio y no haya espacio para la categoría de sacramentalidad; una Iglesia reducida a la Palabra es una Iglesia que termina reduciendo el cristianismo a moral. Esa moral se transforma después en moralina, que es una cosa deleznable, y la moralina se transforma después en la aceptación o en la reducción del cristianismo a la defensa de los valores comunes que defienden todos los periódicos de todo el mundo, sean de la ideología que sean.

Entonces, ¿cuál es la misión de la Iglesia? ¿Qué significa la Iglesia? ¿Qué novedad añade Cristo a nuestra historia, a nuestra conciencia, nuestra vida, al mundo? La categoría de sacramento se extiende de manera extrema. Primero, la Iglesia es como un sacramento, lo ha dicho el Concilio. Por lo tanto, la Iglesia entera, el Pueblo santo entero, guiado por sus sacerdotes, es un sacramento, es un lugar de encuentro con Dios. Cada uno de los bautizados somos un lugar para el ser humano. Y para el ser humano roto y herido de nuestro siglo y de nuestro tiempo, somos un lugar de encuentro con Dios. Por eso también el pueblo es un pueblo de sacerdotes, porque sin ninguna necesidad de mediación, un cristiano es portador de Cristo. Cuando comulga, un cristiano es miembro del Cuerpo de Cristo y eso no son palabras bonitas, no son consideraciones piadosas. Es real, aunque no lo hayamos descubierto; aunque el pueblo cristiano no lo haya descubierto, y en parte por nuestra responsabilidad, porque no le permitimos experimentar que son el Pueblo santo de Dios, cuya vida en Cristo nosotros servimos. Alguien me decía hoy que su lema sacerdotal era “Siervo de vuestra alegría”. Os confieso que siempre, siempre, siempre he pensado que era una de las definiciones más bonitas que San Pablo hace del ministerio. “Siervo de la alegría de los hombres”, porque sin Cristo no hay alegría. No hay alegría verdadera, profunda, que nazca de las entrañas, y si no hay alegría, no hay esperanza. ¿Y de dónde nace la alegría? Pues, de saberse amado, de haber encontrado el amor infinito de Dios. Pero el amor infinito de Dios no lo encontramos nosotros, porque nosotros no tenemos acceso al Padre. El Hijo es el que está en el seno del Padre. Él nos lo ha contado y Él nos ha comunicado, a través de su Espíritu, a todo el pueblo de Dios y a nosotros de una manera especial -especial, no digo “más”, y soy perfectamente consciente de lo que digo. ¿Para qué? Pues, para el servicio de la vida de su pueblo de Dios, no para nuestro servicio. No para organizar una serie de cosas de las que los demás se benefician. No. Es para el servicio de la vida en Cristo en todo ser humano.

Yo me pregunto, y nos tenemos que preguntar hoy, si hacemos nuestro eso de “esta Escritura se ha cumplido hoy” en nuestra vida. Hemos recibido el Espíritu de Dios de una manera singular en el misterio del sacerdocio. De una manera preciosa, que cumple nuestra vida, que cumple nuestra humanidad. No hay hombre más pleno, y lo digo en el sentido pleno de la palabra y en el sentido hasta humano de la palabra, que un sacerdote que vive gozosamente su vocación. Yo sé que eso hay que pedirlo, que es un don de Dios, que tenemos que ayudarnos a vivirlo mejor cada día y unos a otros, pero es que no hay humanidad más plena que la del sacerdote, porque el sacerdote, justamente refleja, está poseído por Cristo, ha sido reclamado para pertenecer a Cristo de una forma especial, de forma que sea la presencia viva de Cristo en medio de su pueblo. Claro que sí, no hay sacramentos sin sacerdocio. Por eso, el Triduo Pascual yo sé que empieza esta tarde, pero en realidad su Espíritu empieza en la Misa Crismal. No hay sacramento del Bautismo, no hay Unción de los Enfermos, no hay ministerio sacerdotal, no hay sucesión apostólica sin los óleos que consagramos aquí. Nosotros, sacerdotes, cooperadores de Cristo, que es el único sacerdote. Igual que la Eucaristía, no hay más que una Eucaristía y es Cristo quien se la ofrece al Padre en el “hoy” que prolonga, constantemente y para el mundo entero, la ofrenda del Hijo de Dios por la Alianza nueva y eterna, para el perdón de los pecados.

Son muchas cosas las que se pueden subrayar y desmenuzar en la vida de cada uno. Yo quiero subrayar hoy especialmente dos. Una, la importancia que tiene el perdón de los pecados. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo muchas veces no se dan cuenta, pero tienen necesidad de perdón y no experimentarán que Dios perdona si no encuentran en el sacerdote unos brazos abiertos para perdonar, y no me refiero sólo a la gente que viene a confesarse, que también. Una de las tareas principales de Jesús fue perdonar pecados. Probablemente, una de las razones más decisivas de su muerte es que perdonaba pecados. “¿Quién puede perdonar los pecados más que Dios?”, como le dicen en el episodio del paralítico. “Pues, para que veas que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados -le dice- toma tu camilla, levántate y vete a tu casa’”. Con qué autoridad lo dice. Pero esa autoridad, es la vuestra, es la mía, participada de la de Cristo!

La primera mención del Espíritu Santo después de la Resurrección es justamente la aparición a los discípulos donde les da el poder: “A quienes perdonéis, les quedan perdonados, y a quienes les retengáis, les quedan retenidos”. Pero cuidadito con lo de retener, mucho cuidadito con lo de retener, porque, como hemos sido educados en una perspectiva muy moralista, a veces pedimos que las personas no sólo tengan arrepentimiento, sino que sean santas ya, para venir a confesarse, lo cual hace superflua la confesión, porque si yo ya me he convertido, si yo ya soy santo, ¿la confesión es una bendición entonces que hago yo a mi santidad? No, por favor. Las heridas de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, tienen a veces tal profundidad, son tan grandes… ¿O es que tenemos una fe en que la voluntad del hombre es idéntica a la voluntad de Dios, y que realiza inmediatamente aquello? Una persona que ha sido herida durante años, una mujer que ha sido humillada durante años, ¿vosotros creéis que con un gesto puede su vida cambiar? Desea cambiar. Basta. Ese pasaje de alguna novela que ha citado alguna vez el Papa, sobre un marino que no quería arrepentirse de sus pecados siendo su primera confesión. El marino se está muriendo y decía que “no, que no me arrepiento de mis pecados”. Le dice al sacerdote, “¿te arrepientas por lo menos de no estar arrepentido?”. Y él le contesta, “¡ah!, eso sí, padre”. Pues, “yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre…”. No es una banalización de la Confesión. Es una conciencia de que el perdón es perdón y no reconocimiento de la justicia del hombre. El perdón es perdón.

El Señor no le puso condiciones a la samaritana, ni a la adúltera. Le dijo con toda sencillez, con autoridad y de una manera humilde: “Vete y no peques más”. El perdón es perdón, no reconocimiento de una vida santa. Para eso no hace falta la Confesión y la gente, fuera de los Sacramentos, tiene que percibir en nosotros la mano tendida, ese corazón abierto, esa disponibilidad al abrazo de una humanidad rota. Es la imagen esa que usa tanto el Papa, somos un “hospital de campaña”. Claro que somos un hospital de campaña. Basta salir a la puerta y darse cuenta de que la gente, la que ves pasar, el 90% de las caras son caras tristes, con una tristeza profunda. La que nace de la desesperanza absoluta, de la imposibilidad de creer que hay una vida bonita, que se puede vivir. Que se puede vivir con alegría. Que hay una libertad auténtica que no nos la dan los gobiernos; que nos la da Cristo. El sacerdocio es una humanidad cumplida y los hombres tienen que ver vuestra alegría para poder reconocer que sois capaces de darles a ellos la alegría que no tienen.

En esa humanidad cumplida entra el celibato que vais a renovar. El celibato no es, ante todo, una renuncia. Perdonadme. No es ante todo un sacrificio. El sacrificio del celibato no es mayor que el que hace cualquier persona casada que también ha renunciado a todas las mujeres menos a la suya. El celibato no es un menos de amor. No es esa persona rancia, avinagrada, que con demasiada frecuencia los fieles encuentran en nosotros, sin alegría, sin gozo, sin amor para comunicar a nadie. El celibato es un más de amor que la vocación al matrimonio; un más y un amor de unas características muy especiales, que son las características del amor de Dios, del amor de Dios revelado en Jesucristo. Y eso tiene su aspecto de renuncia, pero, repito, no es una renuncia mayor que la de cualquier hombre casado. Claro que lo tiene, y una disciplina para poder cuidar la belleza del don que el Señor nos ha hecho del celibato. Pero, al mismo tiempo, es un amor más grande. Es un amor como el de Jesucristo. Y eso lo tenemos que pedir, porque es un don de Dios, que forma parte del don del sacerdocio. Sencillamente, si somos presencia de Cristo, nuestra mirada, nuestro modo de tratar, nuestro afecto, que es una cosa buena, tienen que tener las cualidades del afecto de Cristo, del amor de Cristo. A eso hay que educarse y eso lo tenemos que pedir.

Perdón de los pecados, capacidad de amar. La gente tiene que percibir no que somos unas personas frustradas porque no hemos podido amar, que a veces nos dicen o nos pintan. ¡No, qué va! ¿Frustrados? Todo lo contrario. Frustrados muchas veces quienes confunden el amor con el sexo y viven casados, pero no saben ni siquiera lo que es el matrimonio, porque no saben lo que es amar. La mayoría de los hombres hoy no saben lo que es amar, porque el amor tiene que ser una participación de Dios. Si es verdadero, y el nuestro tiene que ser una expresión, lo más transparente posible, lo más rica y matizada posible, de la infinitud y de la calidad del amor de Dios, del amor del Cielo. Como el amor de las vírgenes consagradas que anticipan el Cielo. Anticipan la vida de la Esposa, de la Jerusalén del Cielo, de la ciudad que ya no necesita luz ni lámpara por la noche, porque su luz es el Señor.

Último rasgo y no me detengo. La comunión. En los dos relatos de Pentecostés, el primero está ligado al perdón de los pecados y yo he ido añadiendo a lo del perdón esta especie de glosa sobre el celibato, porque me parece útil, y la comunión. Pentecostés es comunión. El Espíritu de Dios genera comunión. Es el diablo el que divide. Es el diablo el que crea a veces fisuras de un milímetro, pero son de una profundidad que sólo Dios puede salvarlas. Las dos cosas están relacionadas, porque para que haya comunión, tiene que haber perdón. No hay comunión si no nos perdonamos nunca. No hay comunión en un matrimonio si no son capaces de perdonar. La capacidad de perdonar es algo que a lo mejor tiene que ser cuidada muchas veces, para que pueda darse en la vida del matrimonio o en la vida de una familia, o de unos hijos que tienen que perdonar a sus padres, o de unos padres que tienen que perdonar a sus hijos. Y no tenemos que esperar al final del proceso para darles la absolución. Lo repito. Basta el primer resquicio. “Yo quisiera que mi familia viviera en paz”. Pues, “yo te absuelvo de tus pecados y vamos a ver qué camino tenemos que hacer desde aquí para eso”. Danos, Señor, el don de la comunión.

La guerra de Ucrania, evidentemente, es una tragedia inmensa de la que nos llegan a nosotros ecos muy fuertes. Pero doy gracias por la explosión pequeña – sin duda, una gota de agua en el océano- que el Señor ha generado en la diócesis, gracias a la apertura de tantas parroquias y de tantos lugares a recibir a personas, la mayoría mujeres ucranianas, con sus hijos o con sus padres. Esto no ha terminado. Esto va a continuar. Luego hay que cuidar a quienes han venido. Luego hay que cuidar a las familias que los han recibido, porque si no es sencilla la relación entre nosotros, entre dos clases sociales, imaginaros la relación entre dos mundos tan distintos como el ucraniano y el nuestro. Todo eso es misión de Cristo. Todo eso es aliviar heridas con aceite, con el aceite del amor más grande, con el aceite de la misericordia, con el aceite de una paciencia infinita, con el aceite del poder mirar a cada persona y a su destino como alguien que forma parte de mí. ¡Pero eso está pasando! A mí me ha conmovido ver el seminario lleno de cajas donde ya no cabían más, y hay que mandar un camión de 25 toneladas para que volviera a quedar espacio. Me han conmovido tantos gestos que habéis hecho en las parroquias.

No hemos hecho más que empezar, quiero que lo sepáis. Me lo decía ayer una persona que trabaja en Varsovia: los primeros que han salido son las personas más hábiles o que tenían más medios para cruzar la frontera. Quienes quedan por venir son los paralíticos, los lisiados, los enfermos, los que no tienen a nadie. Yo ahí he visto en este mes crecer en el mundo la conciencia de que sólo la Iglesia puede hacer ciertas cosas. El mundo tiene mucho más medios, muchas más organizaciones. Nosotros somos una panda de desarrapados y, además, muy anárquicos y muy anarquistas, por definición, porque somos cristianos y el mundo está muy organizado. Pero el mundo, al final, cuando se encuentra con una persona delante, no sabe qué hacer con ella y llama a la Iglesia, y dice “oiga, ¿pueden recibir a esta familia ucraniana que tenemos aquí y que no sabemos qué hacer con ella?”. Y eso va a pasar más y más. Yo creo que es una oportunidad de evangelización única, que no la hemos buscado, no la hemos programado, nos la ha puesto el Señor, que está cambiando muchos corazones. Os podría contar anécdotas sin parar. No lo voy a hacer, pero que seamos conscientes de que el Señor nos da hoy una oportunidad. Cuando el Papa hablaba de Iglesia en salida, cuando el Papa hablaba de la sinodalidad y de cómo tenemos que ayudarnos y ver a cristianos de cuatro o cinco realidades diferentes recogiendo cajas y organizando cajas con una mujer atea, con la comunidad evangélica de Santa Fe, con un par de curas y una mujer que tiene mucha experiencia de deportes, pero que no tiene mucha experiencia de lo que es la Iglesia, ni sabe distinguir un cura de un obispo… y los ves, dices “¿qué sinodalidad, qué sínodo?” ¿Vamos a hacer el Sínodo de la sinodalidad reunidos en una mesa camilla, hablando de qué es eso de la sinodalidad, cuando lo tenemos en la puerta de todas nuestras iglesias?

Lo de Ucrania es una ocasión, un kairós, una excusa, pero ese tendría que ser nuestro modo de vida. Y eso no necesita argumentos. Cuando la gente ve que la Iglesia vive así, de repente se pegan; se pegan como a una buena película, como a una buena lectura, como a un amigo, como a una madre. La primera niña ucraniana que yo vi, yo trataba de saludarla, y la niña estaba abrazada a la pierna a su madre todo el rato, y no la soltaba. Yo trataba de hacerle carantoñas y la niña se escondía detrás de la pierna de su madre. Pues eso somos nosotros, la Iglesia. Esos pobres que se agarran a la pierna, a nuestra madre Iglesia, pero que le decimos al mundo que ahí está el Señor. En nuestras pobres vidas está el Señor. En la de todos.

Pero, Dios mío, nosotros tenemos la misión más preciosa que hay en el mundo. Vamos juntos a darLe gracias a Dios y a pedirLe que nos ayude a vivirla con la alegría y el gozo con que Él quiere que la vivamos.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

14 de abril de 2022

S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía