Queridísima Iglesia del Señor, hermanos;
queridos sacerdotes concelebrantes;
hermanos y amigos todos:
El Evangelio de hoy contiene el relato de la predicación de Jesús en Nazaret. Fue un fracaso, porque desconfiaban de Él. Otro de los evangelistas dice: “No hizo allí muchos milagros por su falta de fe”. Los milagros no están pensados para hacer creer, sino que nacen de la fe. Y quien tiene el don de la fe es capaz de verlos y los ve no sólo en cosas inmensamente grandes, sino en cosas que a veces son muy pequeñas pero que sólo Dios puede hacer: ciertas formas de perdón, ciertas formas de vida, ciertos gestos de generosidad, de gratuidad, que llena la historia humana de un milagro que es la Presencia viva de Cristo. Pero nos hemos acostumbrado de tal modo a ellos, que casi vemos esos milagros como lo normal. Y resulta que, a medida que nos empieza a faltar Cristo en nuestra sociedad y en nuestra cultura, nos damos cuenta, por ejemplo, de que eso que llamamos una familia normal es muy poquito normal: es algo muy excepcional, fruto de siglos de la Gracia del Señor, de la Tradición cristiana, cuidada exquisitamente por un pueblo de santos.
La verdad es que si uno piensa en conjunto el ministerio de Jesús, humanamente hablando, fue un fracaso, porque es verdad que hubo mucha gente que le siguió al principio, y sobre todo con la sorpresa de los signos que hacía. Pero luego le fueron abandonando. Hubo un momento en que Él le dijo a los Doce: “También vosotros queréis dejarme”. Pedro respondió: “Señor, dónde vamos a ir si sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Y aunque una multitud, sobre todo de niños, gozosa, le recibió en Jerusalén como si fuera un rey, pocos días después gritaban “crucifícale, crucifícale”. Y todo el mundo pensaba que con eso se había acabado la historia de Jesús. Y en realidad, estaba empezando. Porque el Señor no se deja nunca vencer en generosidad. Y donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Y el Señor responde siempre, incluso a la miseria del hombre, con unos dones especialmente grandes: al ciento por uno, que es un tipo de interés, que ninguna institución de la tierra jamás ha pensado en dar.
Pero yo quisiera hablaros hoy de una cosa solamente de la Primera Lectura. El profeta Ezequiel es enviado por el Señor a su pueblo y le dice: es un pueblo de dura cerviz, no te van a escuchar, pero no te preocupes, porque lo importante es que sepan que hay un profeta en medio de ellos. Un profeta no es alguien que anuncia el futuro o que tiene previsión de los acontecimientos del futuro. No. Un profeta es alguien que habla la Palabra de Dios; que comunica la Palabra de Dios; que comunica el mensaje y la Palabra de Dios de un modo que permite y ayuda a vivir y a comprender cómo Dios quiere que vivamos. Yo no me siento un profeta, pero soy un discípulo de los apóstoles y creo que tengo el deber también de proclamaros la Palabra de Dios, y de iluminar nuestra historia y los acontecimientos de nuestra historia desde esa Palabra de Dios.
En estas últimas semanas, hay un par de acontecimientos. La aprobación de la ley de la eutanasia y la puesta en marcha de la ley de la eutanasia. Y la aprobación y la puesta en marcha de la llamada “ley trans”, que son leyes, ambas, inicuas, en cierto sentido criminales y ante las que la Iglesia no puede callar. No sólo porque significan una falta de respeto inmensa a un pueblo que acaba de salir de una pandemia -que está todavía saliendo de una pandemia- y se aprueban aprovechando determinadas circunstancias, para que ese pueblo no pueda reaccionar, ni manifestarse, ni expresar su sentir, independientemente de que sea una mayoría o una minoría. Desde los siglos segunda mitad del XVII -aunque la historia empezó mucho antes-, pero cuando se separan descaradamente lo cristiano de lo humano y nace el Despotismo ilustrado, que es la primera forma de totalitarismo, la sociedad en la que vivimos se ha ido haciendo cada vez más una sociedad postcristiana no cristiana.
Yo no pido a unos legisladores, que son paganos, que tengan criterios cristianos a la hora de legislar. No se les puede pedir. En el fondo, ni siquiera les pido que respeten derechos humanos que para nosotros son evidentes. Pero si algo caracteriza el abandono de la Tradición cristiana es la caída de las evidencias. No olvidéis: Jesucristo ha conducido al hombre a su plenitud y es la fuente de todo verdadero humanismo. Los cristianos estamos acostumbrados a pensar que la vida cristiana no hace más que añadir a una vida humana, que ya existe por sí misma y que funciona bien por sí misma (cuando funciona bien), una serie de cosas: motivaciones, algunos preceptos morales, ciertas actitudes ante la vida, pero nada más. Lo que la vida humana por sí misma puede desenvolverse razonablemente bien. No es verdad.
Es verdad que Jesucristo ha llevado al ser humano a la plenitud de su vocación. Y el ser humano es razón. Y el ser humano es libertad. Y el ser humano es afecto. Y cuando falta Jesucristo como el centro de nuestra vida, el centro de nuestros deseos y de nuestros pensamientos, la razón se enturbia. No es que entonces empieza a funcionar la razón en contra de la fe. Eso es parte de la propaganda anticristiana del siglo XIX. Cuando se pierde a Jesucristo, lo primero que se enturbia es la razón. Porque la razón se contamina con toda clase de pasiones, sobre todo con la medición del poder y del dinero, de la avaricia. Y esa razón contaminada es una razón muy limitada. Jesucristo nos da acceso al uso de razón. Porque si la razón no se usa correctamente, al final uno no es un hombre sabio, no es un hombre razonable.
Sólo quiero deciros que vayáis aceptando que nuestra sociedad no se rige por la razón. Se rige por criterios de intereses humanos, de intereses de grupos, de intereses de poder, o por relaciones pura y simplemente de poder. Pero lo mismo que pasa con la razón pasa con la libertad. La libertad convertida en un absoluto de que cada uno puede hacer verdaderamente lo que quiere, volviéndose contra sí misma, ha generado las dictaduras más terribles. Uno de los primeros teóricos de la democracia, que era un ilustrado, pero no era un hombre cristiano -Alexis de Tocqueville-, hablando de la libertad, en un libro suyo que se llama “La democracia en América”, en el siglo XVIII, decía que un mundo construido sólo sobre la libertad iba a dar paso a las dictaduras más terribles que él era incapaz de describir, pero se las podía imaginar.
San Juan Pablo II lo dijo: una democracia sin valores se corrompe y degenera facilísimamente en una dictadura. Explícita o encubierta. Y nosotros estamos en ese proceso. Estamos en el camino hacia una tercera dictadura, de un modo o de otro, porque se imponen leyes que van contra el bien común. Que la “ley trans”, por ejemplo, convierte -como decía hace unos días el Secretario General de la Conferencia Episcopal- el sentimiento en categoría jurídica. No es la primera vez que pasa. En los años 30 y 40 del siglo pasado, el sentimiento de superioridad de la raza aria dio lugar a millones de muertos cuando se convirtió en ley. Por lo tanto, en el mundo, en la cultura en la que vivimos, un sentimiento, un mito… como el mito del individuo. Los Estados pueden hacer este tipo de legislación porque saben que no hay un pueblo. Somos individuos aislados, cada uno cerrado en sí mismo o en su pequeñísimo círculo familiar, y por lo tanto no hay un pueblo que pueda oponerse a la injusticia, oponerse al despotismo, oponerse a los gestos y actitudes de tipo dictatorial.
Y la Iglesia, por desgracia, no somos muy libres. Desde esa misma época (finales del siglo XVII-XVIII, durante el siglo XVIII), la burguesía cristiana se puso en manos del liberalismo y se echó en brazos del liberalismo como cultura. Y esa misma Iglesia, cuando después de la II Guerra Mundial, o ya en el periodo de entreguerras, se puso de moda que la felicidad la iba a traer el marxismo se echó en brazos del marxismo. Una Iglesia que no es un pueblo; que no tiene conciencia de pueblo; que es una mera suma de individuos que tienen unas creencias. Y una Iglesia que no tiene como criterio de su deseo, de su pensamiento, de su felicidad, de su esperanza, Jesucristo, y las promesas de Jesucristo, y la experiencia de Jesucristo, es una Iglesia condenada a ser sumisa al Estado. De una manera o de otra. Y luego, cuando lo percibimos, nos escandaliza. Y, además, con motivo y con razón. Pero tenemos que pedirLe al Señor, recuperar…
Somos un pueblo libre, de hijos libres de Dios. Pero somos un pueblo, no una suma de individuos. Eso lo ha dicho muchas veces, muy seriamente, el Papa Francisco, en su primera encíclica: no somos la suma de un montón de individuos que tienen unas creencias; el todo es más importante que la parte. Somos un pueblo, somos una comunidad, somos una ecclesía, que significa una asamblea, una realidad social. Hay quienes definen la política como una manera de organizar el tiempo y el espacio. Quienes definen así la política, que es una definición más profunda que la de la lucha y la conquista del poder, terminan diciendo que la Iglesia, aunque vive una realidad política, es también una ciudad, es también una polis. Es la polis, es la ciudad de Dios, como dijo san Agustín, que existe ya anticipadamente aquí y que tiene la posibilidad de organizar el tiempo y el espacio. Lo organizamos. Lo organizamos entorno al domingo, que es el día del Señor. Lo organizamos entorno a la Eucaristía. Y organizamos espacios y espacios sagrados: el altar de la Iglesia, el lecho nupcial, el altar que es la mesa de la comida familiar. Tenemos espacios que son sagrados. Y el espacio más sagrado de todos es la persona humana. Y la experiencia cristiana consiste en poder reconocer ese espacio, vivir de ese espacio, y eso nos da la libertad.
Tenemos que aprender de nuevo a ser libres. Frente a estas dos leyes, que son además una ofensa a la razón humana en muchos sentidos; que haya que defender que una persona puede ser castigada por la ley por haber dicho que sólo hay hombre y mujer, significa que las evidencias han caído. Esto no significa ningún juicio sobre ninguna persona, de ningún tipo, ni transexual… de ninguna clase. Pero la realidad es la realidad. Sólo desde el siglo XIX, que nos hemos creído creadores y dueños de la Creación, hemos creído que se podía cambiar. No se puede cambiar. Quien ha nacido hombre será siempre hombre; quien ha nacido mujer será siempre mujer. Le pongan las hormonas que le pongan, le hagan las operaciones que le hagan. Y hay una historia de suicidios vinculados a eso que se oculta en una época en que en los Estados Unidos esa práctica se hizo con niños recién nacidos, durante diez años y luego se prohibió. Se prohibió porque muchos de esos niños terminaban o en instituciones mentales, o en el suicidio.
Pero, repito: no nos podemos escandalizar, por la sencilla razón de que no estamos en una sociedad regida por la razón. La razón hay que aprender a usarla. Jesucristo nos enseña a usarla bien. Dice: hay cosas que valen más que otras; si encuentras una perla de gran valor, vendes lo que tienes para quedarte con esa perla. Jesucristo nos enseña a usar la razón. Y cuando no usamos bien la razón, la razón termina siendo dominada por nuestras pasiones, desde la lujuria (que es una forma de avaricia…). Al final, por la avaricia y el ansia de poder, que son las pasiones más potentes que hay en el ser humano.
Que nos enseñe el Señor a usar la razón. Que nos enseñe el Señor a ser libres. Para ser libres, nos liberó Cristo. Y no hay que temer a la objeción de conciencia. El pueblo cristiano no tiene por qué temer a la objeción de conciencia, ni siquiera a la desobediencia civil. ¿Qué puede tener consecuencias? Naturalmente, para los primeros cristianos de los primeros siglos, tenía un montón de consecuencias el ir a celebrar la Eucaristía por la noche, por ejemplo, una mujer sin permiso de su marido. O tenía muchísimas consecuencias simplemente el decir “soy cristiano. Mi rey es Jesucristo”. Miles de consecuencias, que las tuvo.
Un pueblo libre que es capaz de expresar no sólo sus convencimientos y pedir que otros en los medios defiendan sus ideas, sino que es capaz de sostenerlas y de ayudarnos unos a otros, como comunidad en esa dificultad de sostenerlas… eso han hecho, por ejemplo, muchos católicos norteamericanos. Y ha habido quienes han ido a la cárcel, y sus hermanos les han acompañado y les han ayudado. Tenemos que aprender a ser libres. Pero no a defender la libertad. Tenemos que pedir al Señor que nos enseñe a amarla. Luego a defenderla. Y luego a vivirla. Vivir libres, porque Tu Gracia, Tu amor vale más que la vida. Y luego, aprender a amar, también a los que nos persiguen. Defender a los cristianos, que muchas veces somos muy cobardes, y atacar a los que no son cristianos, eso es muy fácil. Tenemos que orar y amar a quienes nos persiguen, porque nos dan la posibilidad de dar testimonio de Jesucristo por encima de todo.
Estamos a las puertas del verano. Todo está hecho muy bien pensado. Cuando todo el mundo está pensando “por fin puedo salir de casa, por fin puedo descansar, al campo, a la playa…”. Me parecía que para mi era un pecado el no hablaros de esto y el no invitaros a que el Señor nos dé la gracia de vivir esto y de vivirlo con gozo. La libertad no nos la da el Estado. Es el Señor el que nos ha hecho libres y esa libertad nadie tiene el poder de quitárnosla. Lo que nos da el Señor vale más que la vida. Así de sencillo.
Mis queridos hermanos, vamos a pedirLe al Señor. Tenemos que orar mucho y tenemos que pedirLe que nos fortalezca en el uso de la razón. Tampoco se dialoga con alguien que cree en la magia razonando. No se discute razonando. Y con un mundo pagano no se discute desde categorías como “dignidad de la persona humana”… Si una sola bomba puede matar a 600.000 personas, qué hablamos de dignidad de la persona humana, dónde está eso. Cuánto tiempo hace que eso no cuenta en la vida política de los pueblos, en Europa, que es donde esas categorías nacieron al principio de la modernidad. A quién le importa. Al Señor. Al Señor le importa. Que Él nos ayude. Repito, es como un diálogo de sordos: nosotros hablamos de la dignidad de la persona humana y de los derechos humanos y no produce mas que sonrisas y no pasa nada, ni cambia nada. Sólo el testimonio de unas vidas decididas a vivir como el Señor nos da a vivir y con la libertad de los hijos de Dios puede permitir que con el tiempo esta sociedad descubra el bien que es Jesucristo para la vida y puedan entonces cambiar en sus modos de proceder.
Pedimos unos por otros. Pedimos por toda la Iglesia. Pedimos por la Iglesia en España de una manera especial. Y vamos a profesar nuestra fe, agradecidos de haber conocido al Dios que es Amor, al Dios que es Comunión de Personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, del que esperamos el perdón de los pecados y la vida eterna.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de julio de 2021
S.I Catedral de Granada
Palabras finales en la Eucaristía, antes de la bendición final.
Aspiramos a vivir como el Señor nos ha dado a vivir. Y aspiramos también a ser escuchados. Luego, que nos escuchen o no, no está en nuestras manos; está en las manos de Señor.
La segunda cosa es que cuando os decía que en el siglo XVII -finales- o XVIII se había separado a Jesucristo de la realidad humana (es una historia muy vieja, pero determina mucho…) significa que Jesucristo ha sido sacado de la realidad. Dios ha sido sacado de la realidad. Y de ahí todas las críticas del siglo XIX a la religión. Algunas de ellas muy fundadas. Una vez que se saca a Dios de la realidad, la realidad necesita algo para organizarse. Y eso ha hecho que los cristianos se hayan puesto desde esa época, en manos de alguna ideología (hablaba yo del liberalismo primero y el marxismo después, y después las ideologías potmarxistas que han ido surgiendo, del nacionalismo en otros momentos), pero es como si el cristianismo no sirviera para esta vida; fuera una cosa irreal, que está fuera de la realidad, que nos ayuda a ser un poco más buenos si lo escuchamos, pero nada más. Y no es eso. Ser cristianos no es eso.
Os doy la bendición y que el Señor nos ayude a ser testigos de Su Gloria y de Su Belleza. Los antiguos cristianos no hacían proselitismos. No luchaban contra el Imperio romano, que tenía todo leyes paganas. No. Simplemente vivían. Y la belleza de su vida, lo razonable de su modo de vivir y lo espléndido de su relación de amor era lo que atraía a la gente. Y ese sigue siendo el único método de evangelización verdaderamente cristiano: que la gente vea la belleza de nuestras vidas.