Fecha de publicación: 1 de noviembre de 2022

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada -infinitamente amada- por Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
presidente de la Junta de Gobierno de la Federación de Cofradías;
querida Madre Superiora;
querido José Cecilio;
muy querido señor alcalde;
queridas autoridades civiles y militares que nos acompañáis;
queridos hermanos y amigos todos:

La Fiesta de Todos los Santos es una de las fiestas más bellas, a mi juicio, del calendario litúrgico. Por la sencilla razón de que recuerda la fecundidad del Misterio Pascual de Cristo, el don que Cristo ha hecho a los hombres en Su Pasión y en Su Resurrección, y en el don del Espíritu Santo, de Su vida divina y de la posibilidad de vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Y de ese Acontecimiento en el que participaron muy poquitas personas en la cruz (como en el Arca de Noé), no había más de ocho ó diez personas allí fieles al pie de la cruz. Una de ellas nuestra Madre. Pero de aquel Acontecimiento ha salido un río inagotable de vida, de esperanza, de amor, de conciencia, del valor inapreciable de la persona humana. Juan Pablo II dijo en su primera encíclica -aquella que fue su escrito programático y que está llena de toques de una sabiduría singular-: “El estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio. Se llama también Cristianismo”. Para nosotros, parece algo evidente que la persona humana tiene una dignidad singular. Y que no es tan evidente nos lo empiezan a hacer patente los signos de que esa conciencia se pierde a medida que se pierde, digamos, en la vida social: la conciencia de la Presencia de Cristo en medio de nosotros y del significado de esa Presencia en medio de nosotros. Y en pueblos que no han tenido nunca esa Presencia, que no han conocido el Cristianismo, pues, esa realidad de la dignidad absoluta de la persona humana, es decir, sencillamente no forma parte de su acervo cultural, de su patrimonio cultural.

Los santos y todos los santos no son sólo los que ha reconocido la Iglesia, que ha reconocido muchos más de los que ninguno de nosotros seríamos capaces de conocer, incluso dedicando nuestra vida entera a ello. Porque a lo largo de los siglos son verdaderas multitudes. Pienso en los santos de las grandes órdenes religiosas que tienen su santoral, su santoral particular, que tienen prácticamente santos todos los días. La Compañía de Jesús, por ejemplo, o los dominicos son órdenes que han producido verdaderas multitudes de santos. Pero no son esos los que celebramos hoy. Hoy celebramos la multitud enorme de los santos, podríamos decir casi anónimos. El Papa, citando un escritor francés muy bueno pero muy poco famoso, Joseph Malet, ha hablado varias veces del santo “de la puerta de al lado”. Y si tuviéramos los ojos suficientemente abiertos, todos conocemos a santos de la puerta de al lado o santos de nuestra familia, o santos del pueblo o vecinos con los que hemos compartido a veces un trocito del camino de la vida. Otras veces, un momento apenas. Y en ese momento, ha servido sencillamente para ayudarnos a reconocer la Presencia de Dios en la vida de ese hombre, de esa mujer, o de ese joven, o de ese niño.

Esos son los santos que celebramos hoy. Y eso es una multitud que nadie podría contar. Una multitud de toda raza, lengua, pueblo, nación. Y ahí tenemos que abrir nuestro corazón y nuestro horizonte de muchas maneras. Estamos muy acostumbrados un poco a que el centro de la Iglesia durante la Edad Moderna, sobre todo los siglos XVII y XVIII, pues, era España. Hoy, el centro del mundo no está en Europa. Y el centro de la vida cristiana y de la vida de la Iglesia tampoco está entre nosotros. Más bien estamos un poquito en la periferia. Llamaría la atención poder asomarse un poquito a la cantidad de mártires vietnamitas que son, sin duda, el suelo fértil de donde en este momento la Iglesia está extrayendo tanta vida cristiana, hasta el punto de que Vietnam es el país donde la Iglesia -a pesar de la película “Apocalypse Now” y de tantas otras películas sobre la guerra de Vietnam y, por lo tanto, de todo aquel destrozo-…, el lugar donde más crece la iglesia en el mundo ahora mismo es Vietnam. Pero santos, de otros muchos lugares; de Persia en la Antigüedad, han hecho muchos santos. Pero los que celebramos hoy son los que la Iglesia no ha reconocido que son millones. Si yo en mi corta vida, porque la vida de un ser humano es siempre corta, he podido conocer a personas ante las cuales tendría yo que arrodillarme, sencillamente reconociendo, desde una hija cuidando de su madre con cáncer en una aldea perdida, por lo que nosotros llamamos los montes orientales, pero no en la provincia de Granada, hasta una cría de 13 años que le preguntabas qué quiere ser de mayor y dice “yo no quiero más que ser santa”, en unos ejercicios espirituales. Y lo está siendo. Su matrimonio ha sido una tortura, la vida de sus hijos casi una tragedia. Y esa mujer vive con paz y con alegría, sabiendo que todos, su marido, sus hijos, su vida está en las manos del Señor.

Pero también hay que corregir un poquito nuestra idea de la santidad. Parece que está sólo en las heroicidades morales que somos capaces de hacer. Cuando decimos que la Iglesia es santa no decimos que los que formamos la Iglesia somos santos. Lo que decimos es que Cristo, el Santo, está permanentemente con nosotros. Eso es lo que decimos. Y en ese sentido, la Iglesia es siempre santa, porque Jesucristo no abandona jamás a los hijos de Dios. Y si hemos sido marcados con la cruz de Jesucristo y hemos participado por el bautismo de su Misterio Pascual, el Señor está con nosotros. Nosotros podemos no estar con Dios. Nosotros podemos ser pecadores, pero el Señor no deja de amarlos, no deja de estar con nosotros. Por lo tanto, es legítimo decir, por esa Presencia fiel, constante y permanente de Jesucristo, la Iglesia es el Pueblo santo de Dios. La liturgia romana, que es muy fina en sus matices, cuando habla del pueblo, siempre pone pueblo santo. Y cuando se refiere a los sacerdotes, siempre dice “nosotros, tus siervos”. El Pueblo de Dios es santo, un santo, porque nunca le falta la Presencia salvadora de Cristo, el único Santo. Y Santo porque en ese pueblo, de maneras siempre nuevas y creativas, el Señor hace suscitar constantemente santos que nunca serán canonizados. La inmensa mayoría de los santos nunca serán canonizados. Sólo el Señor conoce su luz, sus vidas. Pero que han buscado al Señor. Estos son los que buscan al Señor. No hace mucho el Papa, y lo había insinuado ya Juan Pablo II en su ministerio, decía que tenemos que empezar a canonizar santos que no son católicos. Pienso, por ejemplo, en la cantidad de misioneros protestantes que dieron su vida cuando el genocidio armenio en los años de la Primera Guerra Mundial en Turquía, y dieron su vida por salvar vidas de armenios. Y no eran católicos, pero daban testimonio de Jesucristo.

Piensa uno en personas, incluso personas no creyentes o no cristianas siquiera, en las que resplandecen de alguna manera la presencia del Amor de Dios. Cuando uno reconoce esa Presencia, uno está en Presencia de Dios. De hecho, el hombre es la imagen de Dios. La semejanza de Dios y nuestra capacidad de amar está impresa a nuestra vocación, nuestra vocación al amor de Dios, que es Amor. Podemos no reconocerLe, podemos no habernos encontrado con Él. Podemos haber sido escandalizados por la vida de los cristianos. Muchas cosas. Pero sí hay en nuestra vida gestos de verdadero amor, no de interés disfrazado; de amor verdadero, de amor limpio y puro que desea el bien de los demás, que desea el bien de la otra persona, que desea verdaderamente ayudar.

Eso es de Dios. No es solamente una fuerza que Dios nos da a nosotros. Es que eso pertenece al Ser de Dios. Eso es la santidad. Y que de esa santidad hay realidades y personas que participan fuera del Pueblo santo de Dios, tenemos el testimonio mismo en los Evangelios. El Señor nunca, nunca trató con dureza más que a los fariseos. Pero los elogios que hay en el Evangelio son casi todos para personas que no eran judíos, que eran paganos: la mujer cananea, el centurión, el buen samaritano, el leproso samaritano, que vino a darLe gracias a Jesús por su curación. Todos los elogios del Evangelio van dirigidos a paganos. Y en el Antiguo Testamento está Rut, la abuela de David. Era una persona extranjera. Era una extranjera pagana. La santidad se da fuera de la iglesia, mis queridos hermanos, y hay personas fuera de la iglesia que pueden ser más santos que algunos que podemos ser a lo mejor que son de comunión diaria, pero que tal vez nuestras vidas están dominadas por el egoísmo, por la avaricia, por la envidia.

Celebrar la fiesta de Todos los Santos, abrir nuestro corazón a este horizonte bello que no es sólo para nosotros, que no es sólo para los católicos, que es para el mundo entero. No me detengo más, pero es una fiesta tan importante. Otra fiesta que celebra algo parecido es la fiesta de los Inocentes. Y es penoso que nuestra corrupción del contenido cristiano, de nuestras celebraciones litúrgicas, la fiesta de los inocentes haya quedado como una fiesta de bromas. Es la fiesta de todas las víctimas. Los inocentes, los niños de Belén no conocían a Jesús, gracias a Dios, porque si lo hubieran conocido y sabido que ellos estaban muriendo por amor por aquella mujer y aquel niño que estaban allí a las afueras del pueblo, seguramente hubieran ido a matar a la Virgen por ser la causante de todo aquel desastre. Y sin embargo, la Iglesia los celebra tres días después de Navidad, sólo después de San Juan Evangelista y de San Esteban, el primer mártir. Después vienen los Santos inocentes: todas las víctimas, mujeres maltratadas, niños muertos, niños abusados, niños comprados o vendidos, niños descuartizados para hacer mercancía de órganos o de cosméticos a lo largo del mundo. Víctimas injustas de todo tipo en la historia son objetos del abrazo singular del Señor. Y porque sabemos que la historia nuestra no termina con nuestras vidas, con nuestras muertes, esperamos. Ellos van a ser glorificados más que nosotros y bendito sea Dios. Pero yo no podía dejar hoy de abrir vuestro corazón, de abrir el mío también a este horizonte maravilloso que nos abre al que no sabe nuestra fe.

Luego, en este día estamos celebrando algo mucho más y muchos de vosotros estáis aquí por este algo más singular que es la Coronación Pontificia de la Virgen de la Soledad. Bienvenidos todos. Que el Señor bendiga vuestras vidas, vuestras familias. Que el Señor bendiga a todos aquellos que han hecho posible que lleguemos a este día, desde los que quienes han preparado las flores hasta quienes han cuidado de todos los detalles damos gracias. La Virgen de la Soledad, yo no voy a hablar de la imagen, evidentemente, porque muchos de los que estáis aquí conocéis infinitamente mejor la imagen y los detalles que yo; pero la imagen nos habla de una persona y nos habla de un mundo que es nuestro mundo. La soledad es probablemente una de las dos o tres plagas más profundas de nuestro mundo.

La imagen de la Virgen que hoy coronamos con la autorización y el poder y la potestad sagrada del Santo Padre, aunque había sido coronada a nivel diocesano ya hace 100 años o algo más, pero la coronamos de esta manera que es el Sumo de lo que se puede celebrar como una coronación de la imagen, no sólo en la expresión de reconocimiento de la devoción que el pueblo cristiano de Granada tiene a esta imagen, sino también porque nos sirva a nosotros de modelo en nuestras soledades, que tenemos muchas, las del dolor y de la enfermedad que nos aíslan. El dolor y la enfermedad. El dolor, cuando es muy agudo, rompe hasta el lenguaje. No somos capaces de decir una palabra, articular un discurso, nada. Somos capaces sólo de quejarnos, de quejarnos pobremente; poder saber que no hay soledad humana en la que no esté de acompañante nuestro Señor: que no estamos nunca solos. Y los bautizados tenemos el privilegio de saberlo. Los no bautizados también saben que si Dios es bueno, no les deja abandonados, pero también ayuda a los que lo saben. Está el Señor con ellos y no nos abandona. No hay soledad humana que no sea un vacío, no hay probablemente dolor humano tan grande como la soledad que no este acompaña por el Señor y por la intercesión de Su Madre. A esa intercesión nosotros nos confiamos, confiamos nuestra vida, confiamos los avatares de nuestra vida, buscamos los días de sol como hoy. Confiamos también que no nos falte la lluvia.

Yo decía que alguien ha dicho qué día tan bonito para la coronación y qué día tan bonito para celebrar Todos los santos. Digo “sí, pero que empiece a llover esta noche, en cuanto hayamos metido la imagen”. Tenemos que pedirLe al Señor que, por favor, nos conceda el don de la lluvia, que no la merecemos, pero que por Su Gracia, por Su Misericordia. Tantos agricultores, tantos ganaderos, tantos. Y es fruto de la sequía, es fruto del cambio climático. Y todo eso que se dice es fruto del maltrato que los hombres hacemos a la tierra en gran medida. Pero hay que pedirla, Señor. Que los rebaños no mueran de sed; que puedan los pastores llevarlos a lugares donde hay agua para beber; que todos podamos tener el don de la lluvia que a veces hemos visto como un lujo, como algo así. Pero ahora mismo se convierte cada vez más en una grave necesidad por la que tenemos que pedir. Perdonadme la longitud, pero con que haya cuatro que os hayan servido algo de lo que he dicho yo me voy tan contento a casa después.

Vamos a hacer profesión de nuestra fe, porque es un día grande de nuestra liturgia y proseguimos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de noviembre de 2022
S.A.I Catedral de Granada

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