«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor 3,16).
Queridos hermanos y hermanas:
Con estas palabras que hemos escuchado en la segunda lectura, San Pablo recuerda a los hermanos de la comunidad de Corinto que son algo sagrado para el Señor, consagrados por el poder del Espíritu. Y después de hablar de sí mismo como un arquitecto que ha edificado la comunidad con sólidos cimientos, el Apóstol ofrece un criterio con el que medir la vida cristiana; un parámetro para verificar cuánto ha crecido la Gracia que en el Bautismo se sembró en nosotros: ¡el ser templo del Espíritu de Dios! La conciencia de ser “templo espiritual” de la presencia de Dios no puede dejarnos indiferentes, ella nos estimula a dar frutos de buenas obras, cumpliendo así nuestros compromisos bautismales.
Esta conciencia ha marcado toda la existencia de una hija de esta tierra, la Beata María Emilia Riquelme y Zayas, fundadora de las Misioneras del Santísimo Sacramento y de María Inmaculada. Hoy recibe el reconocimiento de sus virtudes y de su santidad de vida, porque en ella veneramos a una cristiana ejemplar, un alma de Dios, separada de todo lo mundano. Nos encontramos frente a una mujer de gran fervor religioso, cuya existencia se centró en el Señor, a quien ella reservó el primer lugar. Todo esto fue posible gracias a su fe profunda y viva en el misterio de Dios, que fue la luz que la iluminó hasta el final.
Era una fe manifestada concretamente en la total obediencia al Padre y en el carisma de oración y meditación: «La oración era su alimento» (Summ., p. 59, § 166), asegura una testigo. Aunque estuviera inmersa en tantas ocupaciones como fundadora, estas no le impidieron cultivar una intensa vida interior y alimentar constantemente un amor sin límites por el Señor. A este respecto, le encantaba repetir: «Dios es toda mi vida» (Summ., 20). Su extraordinario amor por Dios lo manifestó sobre todo en la Eucaristía; donde quiera que fuera, buscaba en primer lugar las iglesias donde tenía lugar la adoración eucarística. «La Eucaristía es el paraíso de la tierra. La adoración mi hora de cielo, mi recreo y descanso espiritual», confió a sus hermanas. Ya enferma y de edad avanzada, siempre encontró la fuerza para llegar a la iglesia más cercana para asistir a la Santa Misa y recibir la Eucaristía. Esto, después de todo, siempre fue el momento más importante de su jornada; aquí encontraba la fuerza para seguir viviendo, para esperar y para trabajar; aquí encontraba ella los únicos y verdaderos consuelos espirituales.
De la nueva Beata llama la atención sobre todo la “pasión” eucarística, vivida personalmente con constancia y transmitida a sus hermanas. Su vida se presenta como un camino gradual de profundización y de maduración, guiado por la perspectiva eucarística como fuente de una caridad con una clara proyección eclesial y misionera. Nos encontramos frente a una religiosa mística y, al mismo tiempo, de gran espíritu apostólico, que vivió en la contemplación continua de Cristo, su esposo, y en la oración incesante por la salvación de las almas. De este gran amor por Jesús Eucaristía y por la Santísima Virgen brotaba ese espíritu misionero que la llevó a fundar las Misioneras del Santísimo Sacramento y de María Inmaculada para la adoración perpetua y el apostolado comprometido en favor de la educación de la juventud. Y así, Granada se convirtió en el corazón de la misión de un grupo de mujeres intrépidas que adoraban al Santísimo Sacramento día y noche para pedir la gracia de poder educar a las niñas más pobres y poder ir por el mundo para anunciar el Evangelio.
La experiencia de la madre María Emilia recuerda la actitud de dos mujeres del Evangelio, Marta y María, que se acercan a Jesús de una manera diversa pero complementaria (cfr. Lc 10, 38-42). Marta es el modelo de la gozosa acogida y de la acción generosa, preocupada por preparar todo bien, eliminando lo que impediría alegrarnos por la visita de Jesús, el salvador de nuestras almas. María, en cambio, es la imagen del “estar a los pies” de Jesús, para escuchar su palabra y contemplarlo mientras nos revela el significado más profundo de la realidad. Nuestra Beata supo conjugar admirablemente estas dos actitudes, atribuyéndoles el justo valor. Nos muestra un programa de vida cristiana, que será fructífero si sabemos vivir inseparablemente el servicio acogedor a los demás y la escucha orante de las palabras del divino Maestro.
Esta figura de religiosa brilla también como una mujer evangélicamente fuerte, que ha respondido con valentía y con una mirada profética a las urgencias de momentos históricamente difíciles y complejos, para difundir con generosidad la semilla evangélica. En el contexto histórico de la España entre el Ochocientos y el Novecientos, la madre María Emilia supo cómo afrontar todo con plena disponibilidad al proyecto de Dios para ella, sacando constantemente fuerza y luz del encuentro íntimo con la persona de Cristo. Así, el amor divino que obtenía de la oración lo transmitía a los demás a manos llenas, como medicina que sana las heridas del cuerpo y del espíritu. Su testimonio puede ser un estímulo y un aliento precioso para la Iglesia, llamada también hoy a responder a la necesidad de esperanza que caracteriza nuestro mundo, encerrado en sí mismo y desprovisto de ideales apasionantes.
El profundo amor por el Señor se reflejaba en su amor por el prójimo, especialmente por el pobre, el enfermo y el abandonado. Nunca descuidó el ejercicio constante de la caridad hacia los necesitados y la ofrenda del sacrificio y de la oración por la salvación de las almas. De hecho, su caridad evangélica se extendió a todo tipo de necesitados en el cuerpo y en el espíritu, hacia cualquier expresión de indigencia. La virtud de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo también sabía inculcarla constantemente en los demás, especialmente en sus hermanas, con el ejemplo vivo, con la palabra, con sus cartas. Respecto a sus hermanas, ella era una madre solícita y vigilante, preocupada por su formación humana y espiritual.
Uno de los rasgos característicos de su espiritualidad era la humildad. No presumía de su ascendencia aristocrática ni de sus dotes humanas, por el contrario, siempre se consideraba la última, la más pequeña de todos, la más pecadora ante Dios. No solo hablaba de sí misma de una manera humilde, sino que también aceptaba con la misma actitud las humillaciones que muchas veces le infligieron otras personas, especialmente cuando comenzó el proceso de fundación del Instituto. Su humildad siempre estuvo acompañada de dulzura y amabilidad, pero también de energía en la defensa de los derechos de sus hijas ante ciertas intrusiones injustas en la vida de la Congregación.
Esta actitud estaba determinada por el profundo sentido de justicia de la Madre María Emilia, que se manifestaba tanto en el respeto que tenía por los derechos de los demás, como en la forma de gobernar el Instituto que fundó. Amaba la verdad y siempre luchó por ella. Era una persona de carácter decisivo, como dicen los testigos. Ante las dificultades, las incomprensiones y las hostilidades, la esperanza era su único apoyo que la orientaba cada vez más hacia Dios y la mantenía en una habitual tranquilidad de espíritu. Le gustaba decir: «Acepta la Cruz que Dios te envía, no busques otra, esa es de oro para ti». A los pocos años de la fundación tuvo que afrontar todo tipo de pruebas, muertes inesperadas de queridas monjas y, sobre todo, difamaciones indescriptibles que pretendían hundir la Obra de Dios. A los insultos y a las vergonzosas acusaciones, María Emilia no respondió con palabras, sino que se refugió en la oración, porque en ella: «Pude seguir el impulso divino que me apremiaba, perdiendo mi pobre nada en Dios, que fue siempre mi todo». ¡Qué lección para todos nosotros!
Con la beatificación de la Madre María Emilia Riquelme y Zayas, la Iglesia propone hoy a la imitación de los creyentes el ejemplo de una mujer evangélica que recuerda los valores esenciales del ser cristianos y consagrados: el amor tenaz y exclusivo por Cristo y por su Evangelio, la opción preferencial por los más pobres de la tierra, la oración como fecunda raíz oculta de nuestro trabajo, el optimismo de la esperanza, el sentido de la justicia, la alegría y la confianza que siempre deberían acompañar nuestro testimonio cristiano.
Que la intercesión de la nueva Beata nos ayuda a vivir de esta manera nuestra presencia en el mundo; apoye especialmente la misión de esta Iglesia diocesana de Granada y el apostolado de las Misioneras del Santísimo Sacramento y de María Inmaculada.
Beata María Emilia, ¡ruega por nosotros!
+ Giovanni Angelo Becciu
Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos
9 de noviembre de 2019
S.I Catedral de Granada