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Signo y Gracia
17 de diciembre de 2023
Nº 1494 • AÑO XXXII

Teología de la Liturgia

Antes y Después del Vaticano II

Había una absoluta falta de espontaneidad; cada gesto y palabra estaba dictado por el ritual sin que el celebrante pudiese improvisar ni alterar el más mínimo detalle. En ningún momento se sugerían formas o palabras opcionales.

ALGUNOS RASGOS DE LA LITURGIA PRECONCILIAR
El concilio supuso un verdadero terremoto litúrgico. Desde el Misal de San Pío V, predominó el inmovilismo; apenas hubo ninguna reforma durante cuatrocientos años. Sólo los que han conocido la liturgia preconciliar pueden entender y valorar los cambios increíbles que se produjeron.

Las liturgias se tenían en un latín que nadie comprendía. El sacerdote leía todas las lecturas en latín y mirando hacia el retablo. 

Diversas Misas se celebraban a la vez en la misma iglesia, y la gente las iba siguiendo simultáneamente. En los teologados había multitud de altares en los coros. Se iban oyendo las campanillas de las sucesivas consagraciones.

Había la posibilidad de una misa de sesión continua, en la que uno podía cumplir el precepto dominical escuchando el final de una y el principio de otra con tal que no se separase la consagración de la comunión.

Mucha gente llegaba sistemáticamente al ofertorio y se marchaba antes del último evangelio. Con ello se quitaba importancia a la liturgia de la palabra, quizás porque era en latín.

Nunca jamás en toda su vida recibían los fieles cristianos el cáliz para la comunión bajo las dos especies.

La comunión se podía dar fuera de la misa. El sacerdote salía a dar la comunión antes o después de terminada la misa. Mucha gente a diario iba a la iglesia sólo a comulgar.

La comunión se recibía de rodillas en la reja del presbiterio, y siempre en la boca.

Las Misas eran de cara a la pared; el altar se asemeja más a un ara que la mesa de un banquete.

El culto a los santos oscurecía la centralidad del misterio de Jesucristo. En el calendario el número excesivo fiestas de los santos desfiguraban la naturaleza de los tiempos litúrgicos. En las iglesias se multiplicaban las imágenes con sus altarcitos, donde la gente satisfacía su piedad privada, con merma de las celebraciones comunitarias.

Como no se entendía el latín, era costumbre rezar el rosario durante la Misa, o leer un libro piadoso. En algunos sitios había un predicador en el púlpito que predicaba durante toda la Misa, y solamente interrumpía un momento en la consagración, y luego continuaba.

Se fomentaba la escrupulosidad de los sacerdotes que temían cometer cantidad de pecados mortales omitiendo palabras en el canon (cada palabra omitida = un pecado mortal).

A muchos les angustiaba el pronunciar exactamente las palabras de la consagración que se consideraba como un conjuro mágico que dejaba de surtir efecto si se alteraba el sonido de alguna de sus letras.

Había una gran distancia física entre el presbiterio y los fieles, con grandes escalinatas o rejas de división.

Había un tabú a propósito de las especies eucarísticas que no se podían tocar por quien no estaba ordenado. Las sacristanas tocaban los vasos sagrados vacíos con un guante.

El sacerdote tenía un monopolio absoluto ejerciendo todos los ministerios durante la misa, salvo la pequeña ayuda de los niños acólitos que se limitaban a responder en latín y trasladar de sitio el misal o las vinajeras.

Al sacerdote sólo le respondían los monaguillos, y no la asamblea. Nunca se establecía una diálogo real entre el presidente y la asamblea, ni siquiera en la respuesta “Et cum spiritu tuo”.

Ignacio Fernández González
Sacerdote Diocesano