INICIO
Signo y Gracia
15 de octubre de 2022
Nº 1485 • AÑO XXXI

El Simbolismo del Cuerpo 

El cuerpo humano como símbolo

El hombre es animal simbólico. El símbolo no es un recurso circunstancial para el hombre, sino que es consustancial al ser humano. Es anterior al lenguaje y al conocimiento racional discursivo.

Las actitudes espiritualistas son una amenaza letal para la liturgia. Piensan los espiritualistas que si Dios es espíritu, el encuentro con Él debe abstraerse de todo lo que no sea espíritu, y por consiguiente del mundo visible.

La Reforma tenía un componente maniqueo que alejaba al mundo pecaminoso de la relación con Dios. A esto contribuye también el intelectualismo de la Ilustración. No saben encontrar en la liturgia nada provechoso salvo acciones didácticas al servicio de la palabra que es único ámbito en el que el hombre se encuentra con Dios. Hay que reducir las ceremonias al mínimo “para hacer una concesión a la estupidez humana” (Zwinglio). Para el espiritualismo nada de lo creado es sagrado, nada de lo creado conduce a Dios ni es portador de santidad. El mundo es profano, lo accesible a los sentidos no es portador de santidad. En el fondo esta actitud cuestiona la comunicación misma de Dios con la creación.

EL CUERPO HUMANO COMO SÍMBOLO
La presencia mutua entre las personas en este mundo se hace posible si existe un espacio intermedio. Lo material que hay entre ellos es vehículo de comunicación: la corporeidad a través de la cual nos exteriorizamos, nos permite salir fuera. El hombre lleva un secreto en lo profundo, que sólo se puede expresar aproximativamente. Pero el hombre tiene la capacidad de relacionarse, y la persona se define esencialmente a partir de su relación. La presencia se da sólo cuando hay una relación, una manifestación hacia fuera. Lo inanimado no puede entrar en relación y no puede estar presente.

El hombre necesariamente se relaciona a través de las realidades exteriores a él, y primeramente a través de su cuerpo. El primer afectado por nuestra acción simbólica es nuestro cuerpo, porque él es el lugar de la relación. No hay más que observar cómo nuestras actitudes, gestos, miradas y hasta el timbre de nuestra voz cambian, según la relación que tengamos con lo que no es nosotros mismos. Si queremos entrar en relación con los demás o con Dios hemos de recuperar nuestro cuerpo.

Cuando un amigo se encuentra entristecido, el apretón de manos o el abrazo afectuoso nos acercan más a él que muchas palabras. Nuestros gestos hablan más que nuestras palabras. Y en la liturgia también. Lo que hacemos cuenta más que lo que decimos. “Podemos predicar hasta desfallecer que la Iglesia no es solamente una jerarquía, pero si de hecho todo está clericalizado en nuestras asambleas, nuestra palabra se la lleva el viento. Se nos puede llenar la boca de expresiones como comunidad fraterna y comunión, pero si luego la asamblea no forma comunidad agrupándose, por ejemplo, en lugar de dispersarse por la nave, si nadie tiene una mirada para su vecino, nuestro discurso no vale nada”.

Ignacio Fernández González
Sacerdote Diocesano