La realidad de lo sagrado (III)
No palabras, sino realidad
Extracto final del artículo del filósofo alemán Josef Pieper sobre la sacralidad real en la Iglesia.
...En la celebración litúrgica de los misterios cristianos acontece algo ya presentido, anhelado y muy a menudo prefigurado en todos los cultos de la humanidad, a saber, la presencia verdadera de Dios entre los hombres o, más exactamente, la presencia vital del Logos divino hecho hombre y de su muerte redentora en medio de la comunidad festejante. "¡Festejante!" Este término da ya una idea clara de que, en el culto litúrgico, no son indiferentes ni el lugar ni el modo de proceder. Cosas tan dignas y solemnes no pueden, sencillamente, ocurrir en cualquier parte y de cualquier manera, ni tampoco ante un público disciplente y reunido por casualidad. Tales sucesos exigen un lugar expresamente separado de lo cotidiano y trivial... aún cuando el muro de separación, como no pocas veces ha sido el caso en los campos de concentración de los poderes despóticos, lo constituyeran únicamente los cuerpos vivos de los congregados. Se precisa sobre todo que haya esa comunidad de los que adoran con fe.
Por lo general (es decir, fuera de ciertas situaciones urgentes de las que ahora no hablamos) se necesita también un altar. "Sacramento del altar": tal es, ya desde la época de Agustín, el nombre que viene recibiendo la celebración de los misterios cristianos. Más para que haya un altar, en su sentido intrínseco e invisible, no basta una mesa o cualquier otro mueble escogido al buen tuntún; el altar es al mismo tiempo piedra del sacrificio. De todas formas, el altar cristiano es también esencialmente "mesa del Señor", lugar de la cena ritual celebrada en común.
Con esto entramos ya en un nuevo aspecto de nuestro tema, a saber, la pregunta de cómo el cristiano se beneficia de lo que a él personalmente le corresponde en lo que "pasa" durante la celebración del culto divino, en lo que "pasa" de manera objetiva y vital, o sea más allá de todo hablar, predicar u orar, y detrás de los gestos simbólicos.
¿Cómo participo yo en particular, cómo me integro yo en lo que está aconteciendo? ¿Por el mero estar alí? ¡Cierto que eso no basta! ¿Será suficiente mirar, poniendo en ello toda la atención e intensidad posibles? ¿Cómo, en ese caso especialísimo y absolutamente excepcional, llega a producirse lo que denota al término, hoy tan en boga, de "comunicación"? Por lo demás, como bien se ve, no se halla este término muy lejos de las palabras "comunión" y "comulgar" que en el vocabulario cristiano han tenido siempre un significado prácticamente unívoco, el de la participación cultural que aquí nos ocupa. En tiempos muy recientes, el concepto de "comunión" ha perdido algo de su primitivo lustre para caer en un sentido más vago y general, incorporándose así, a partir de la terminología de las ciencias sociales, en el léxico ordinario de muchas personas instruidas. Tales deslizamientos semánticos brindan por otro la posibilidad -prescindiendo del mero vocabulario y de que ello en ocasiones ser bueno hasta indispensable- de llamar la atención del profano, el "aún no iniciado", sobre una cosa quizá ya demasiado familiar y trillada a sus ojos, dándole de esa manera un nuevo brillo y haciendo que su significado original se le parezca al neófito como si lo viese por vez primera.
Así me sucedió a mí mismo al leer el excelente libro del periodista francés André Frossar, "Dios existe, yo me lo encontré", libro que figuró bastante tiempo en la lista internacional de los best-sellers (¡y que por eso estuve yo a punto de desechar!).
Se trata del relato admirable y -debido a su sencillez sin pretensiones- convincente de un intelectual moderno y seglar con poco relieve por otros conceptos; el relato de una experiencia íntima que con mayor o menor razón podríamos llamar "mística". El autor describe sobre todo sus reacciones frente al descubrimiento, perseguido un tanto sistemáticamente, del cristianismo católico y su doctrina. Con entusiasmo creciente, dice Frossard, iba enterándose de las enseñanzas de la Iglesia que hasta entonces sólo conocía en forma indistinta y de oídas; y cada vez tenía la impresión de que éstas siempre daban en el blanco. Con una excepción: de pronto, algo le sorprendió y asombró como ninguna otra cosa, llenando su espíritu de luz, no era sino lo que nosotros estamos aquí discutiendo: la participación del hombre en la divinidad hecha presente en el sacramento.
"Que el amor divino hubiera encontrado ese medio inaudito de comunicarse... en el pan, alimento de los pobres...! De todos los dones desparramados ante mí por el cristianismo, éste era el más bello" (Frossard).
Desde aquí podemos volver a nuestra cuestión inicial. Lo que "pasa" de importante y trascendental en la celebración de los misterios cristianos no es el hablar ni el predicar, sino ese acontecimiento real al que en el mejor de los casos alude la proclamación de la palabra, ese suceso anormal y extraordinario en sentido absoluto: la actualización del sacrificio de Cristo quien, corporalmente presente en el pan consagrado, se une con los creyentes que toman parte en su banquete.
El habituado a pensar sobre todo en términos abstractos es quien corre aquí mayor peligro de encontrar demasiado material y hasta burda la maciza objetividad de semejante "alimentarse" con el propio Dios (lo que podríamos llamar "arrogancia espiritualista"). De hecho yo mismo, en mis tiempos de estudiante, oí a un profesor de sociología calificar la eucaristía cristiana de "atavismo de negros". E incluso un hombre como Agustín parece estarse defendiendo contra una tentación intelectual al insistir con cierta vehemencia en que justamente no se trata aquí de ningún "suceso verbal" ("no lenguaje, ni signo escrito, ni sonido audible"), sino del cuerpo del Señor, identificado con la materia de que constan los frutos de la tierra.
Sin embargo, lo que a quien, sentado tranquilamente en su despacho, se le antoja quizá problemático y demasiado poco "intelectual", eso mismo, en situaciones extremas de la existencia, se ha revelado para millares de hombres como realidad verdaderamente consoladora y reconfortante, y en especial como la única realidad estable y ennoblecedora: para encarcelados y víctimas de la tiranía, condenados a muerte, moribundos, para todos aquellos insensibles ya a cualesquiera consuelos o palabras humanas, sordos a cualquier discurso, pero capaces aún de dejarse alcanzar por la realidad divina... en el sacramento del Pan.