La realidad de lo sagrado (II)
"Nadie tiene un amor tan grande como aquel que da su vida por la persona amada"
Lo peculiar de esta encarnación es de tal índole que echa por tierra toda fórmula armonizadora del mundo: en un acto datable e intratemporal ("bajo Poncio Pilato") de autoentrega, ese Dios hecho hombre en Jesucristo se deja matar por otros hombres, por su propio pueblo, para hacernos partícipes de la vida divina.
Nunca llegaremos a comprender por qué esto ha exigido el precio de tan atroz sacrificio en el madero de los ajusticiados; si bien, por otra parte, no es del todo ajeno a la experiencia de nuestro corazón que nadie tiene un amor tan grande como aquel que da su vida por la persona amada.
Una vez más se aplica lo que decíamos antes: quien, por las razones que fueren, no acepte como realidad histórica ese suceso primordial, o sea la encarnación de Dios y la muerte redentora de Jesucristo, encontrará forzosamente cerrado el paso a cualquier comprensión del misterio del culto cristiano, puesto que nen la liturgia de la Iglesia, lo repetimos, "pasa" algo que se deriva de ese acontecimiento; el culto tiene un carácter esencialmente secundario.
Por cierto, también esto último puede entenderse mal. Por ejemplo y sobre todo, no significa que el culto cristiano sea sólo una especie de conmemoración donde nos limitáramos a evocar o reavivar el recuerdo de algo acaecido mucho tiempo atrás, aun cuando ello fuera por sí lógico y tuviera pleno sentido.
Aquí se impone decir una palabra a propósito de cierta idea que, en la gran filosofía racionalista de los siglos XVIII y XIX, hizo furor entre los adversarios del cristianismo. Se trata, desde luego, de una objeción enteramente falsa en el fondo, pero de alguna manera comprensible. Formulada diversamente por Kant, Lesing y otros muchos pensadores hasta neustros días, vendría a resumirse así: ¿cómo es posible que uno deba o tan siquiera considere lícito fundar su vida en un acontecimiento histórico que tuvo lugar una vez, allá en otros tiempos? La fe basada en una verdad necesaria y coercitiva... sí. Eso no plantea ningún problema. Pero una "fe histórica" (la expresión es de Kant) que nos remite a un suceso pretérito y lejano con todas sus inevitables contingencia, ¿cómo puede pasar por el tamiz de la conciencia crítica? Esto se presta a no pocos comentarios, por ejemplo a la contraojeción de si no habrá certezas absolutamente necesarias más que para un espíritu a su vez absoluto? Con todo, un aspecto de dicha objeción es válido. Si de veras el Logos divino se encarnó y reveló en Cristo, resulta imposible concebir ese suceso limitándolo al mero lapso de unos pocos años, después de trascurridos ya casi veinte siglos. La encarnación de Dios -si realmente ha tenido lugar y ha forzado un cambio en la vida del hombre- no puede entenderse de otro modo que como algo que permanece presente hoy y por siempre, no en forma de una necesaria "verdad racional", según lo interpreta Lessing, sino de acontecimiento vital, incomprensible sin duda y sólo asequible al creyente, pero realísimo.
Justamente esa actualidad perceptible de la encarnación y muerte de Cristo es lo que constituye la celebración cristiana de tales misterios y lo que en ella experimenta como realidad el participante.
Todo eso está muy bien, podría replicarnos alguien, pero al fin y al cabo lo que "pasa" de modo visible en la fiesta litúrgica no deja de revestir un carácter meramente simbólico. No, les respondería yo, no un carácter "meramente simbólico", sino carácter de sacramento. Un sacramento pertenece, nadie lo niega, a la categoría del signo y el símbolo, más no es "meramente" simbólico; no sólo significa algo, sino que es un signo eficaz, un signo que efectúa lo que significa (cosa, por lo demás, única en el mundo), que produce una realidad objetiva y estable. No se trata, por su puesto, de un obrar mudo o, como si dijéramos, "mágico"; la palabra hablada tiene en él su importancia y de hecho se halla presente. Resulta empero muy problemática y sobre todo puede con facilidad inducir en error l aformulación de un conocidísimo teólogo moderno para quien la palabra constituye la esencia del sacramento. ¡No! Lo decisivo y específico de la palabra sacramental es que, al decirse, hace que sucesa precisamente eso de que se habla.