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Textos
2 de julio de 2023
Nº 1475 • AÑO XXXI

La realidad de lo sagrado (I)

"No palabras, sino realidad"

"Cierto párroco de una de nuestras grandes ciudades, a quien la televisión ha dedicado recientemente un extenso y muy elogioso reportaje, celebra "sin adornos" el culto dominical en el club de sus jóvenes feligreses, mientras éstos permanecen sentados en grupos tomándose su coca-cola y sus patatas fritas. "Si no venís a oírme predicar, ¿por qué no he de sentarme yo a vuestra mesa y charlar aquí con vosotros?" 
Artículo del filósofo alemán Josef Pieper, sobre la sacralidad real en la Iglesia. 

Actitud del todo plausible y hasta evidente, piensa uno de primeras. Sin embargo, no queda claro si ese hombre tan decidido estima que en sus charlas se realizan plenamente los objetivos del culto cristiano y, si no es así, al menos lo principal, su esencia profunda. A todas luces, los autores del reportaje televisivo parecían estar bien convencidos de la perfecta validez de tal proceder. 

Sea como fuere, en un punto, naturalmente, al párroco no le falta razón: se atiene a la antigua verdad de que el que quiere enseñar debe ir a buscar su clientela, sus oyentes, allí mismo donde se encuentra, le guste o no el lugar: discoteca, cafetería, paseo, cine, etc. Ya Sócrates practicó esta regla en el ágora de Atenas, lo mismo que el apóstol Pablo un par de siglos más tarde. 

Si la fe cristiana viene del oír, de algún modo hay que dirigirse al oyente. Por último, ¿qué significa la palabra Evangelio sino "buena nueva", "mensaje de alegría"? Y ¿qué mensajero digno de tal nombre se queda en su casa esperando a que vengan a oírle? Más bien es él quien se pone en camino para desempeñar su misión. 

Al principio de todo está, pues, la proclamación. Esta verdad de Perogrullo, a veces descuidada por los cristianos en la práctica y aureolada otras de una grandeza casi mítica como si se tratara del no va más de la sabiduría, ha sido corroborada hace algunos años por el concilio Vaticano II, pero al mismo tiempo reducida a sus justos límites. 

Fundamentalmente, es claro, la proclamación puede darse en cualquier sitio. Debe sin más llevarse a efecto allí donde llegue a oídos de aquellos a quienes está destinada. Y, por supuesto, no hay ni un solo impedimento para poder utilizar con ese fin toda la panoplia disponible de técnicas de comunicación. 

Pero examinemos ahora el reverso de la medalla. Hablar y proclamar constituyen, como hemos dicho, el principio, y este principio, no cabe duda, debe rehacerse de continuo. Por otro lado y a pesar de las apariencias, hablar no puede ser lo principal; el discurso se refiere por naturaleza a algo que no es discurso, sino... realidad. 

Aquí me viene al pensamiento lo que decía uno de mis amigos repitiéndolo hasta la saciedad como un estribillo, apreciación con la que yo estoy totalmente de acuerdo: "No voy a la iglesia porque en ella se hable y predique, sino porque allí pasa algo." Es obvio el poco valor que, en una cosa tan importante, ha de atribiurse al criterio de un solo individuo, ya se trate de un amigo, de uno mismo o de cualquier otra persona privada. Lo esencial es, a mi juicio, que a través de los siglos la propia Iglesia, la kyirake (la "comunidad santa del Señor"), lo haya creído y pensado así. Y también ha dicho siempre, desde los comienzos, que el núcleo de su culto es un acontecimiento, algo, pues, que realmente pasa. 

Y ¿qué es eso que pasa? Quisiera yo, un seglar, ni sacerdote ni teólogo, detallar aquí con la mayor sencillez -ya que hoy en día parece necesario reducir todo lo fundamental a sus elementos más simples- la respuesta a esa pregunta, una respuesta dada y proclamada ya por la Iglesia misam. Permítaseme añadir que hablaré como creyente, como cristiano católico; y si es posible que sólo otro creyente comparta mis opiniones. Aun así, se me antoja que también al no creyente puede pedírsele que se entere al menos de cómo ve estas cosas el que tiene fe, al igual que a mí me interesaría conocer, por ejemplo, cómo un hindú ortodoxo entiende e intepreta las enseñanzas básicas del hinduismo. 

Lo primero que hay que captar acerca del culto cristiano, so pena de errar en todo lo demás, es su carácter subalterno y secundario. Lo que en él acontece es esencialmente eco, reminiscencia, prolongación; hablando con mayor propiedad y en un sentido muy preciso del que aún hemos de tratar, es la reprensentación o actualización de un suceso pretérito que data ya de hace mucho, el suceso que en lenguaje teológico suele designarse por el nombre de "encarnación". Ello implica que quien no pueda admitir ese hecho primero, no sólo en cuanto al tiempo sino también en cuanto a la sustancia, como algo realmente acaecido, tampoco podrá nunca, ni en pensamiento ni en acto, "realizar" lo que "pasa en el culto litúrgico de la Iglesia. 

Ese acontecimiento primordial que, como la expresión misma lo indica, tuvo lugar en la "plenitud de los tiempos" y en verdad constituye el centro de la historia humana no es simplemente algo difícil de entender, sino algo del todo increíble, algo que yo mismo no aceptaría del informador más seguro ni del filósofo o teólogo más genial, si no me lo garantizara un theios logos, como decía Platón, una palabra divina, una revelación en su sentido más estricto. Se trata, sí, de algo imposible; aunque en todo caso uno se pregunta si no sabía ya en secreto que lo perfecto, lo acabado, lo cabal y cumplido, revista siempre para nosotros los rasgos de lo inimaginable e inaudito. "Imposible parece siempre la rosa", leemos en un poema de Goethe. Como se ve, hablo de calidad de lego, pues por descontado la rosa que abre sus pétalos a la caricia del sol es infinitamente menos incomprensible que el deslumbrante suceso a que estamos refiriéndonos, el cual rompe los moldes de toda imaginación humana: Dios mismo se hace hombre y, como lo expresa el Nuevo Testamento usando del gráfico lenguaje de los pastores nómadas, planta su tienda entre nosotros. 

Y sin embargo, ese cerrarse del círculo donde se tocan el principio y el fin, el origen más remoto de la creación y su conclusión suprema, ese redondearse de la creación y su conclusión suprema, ese redondearse de la corona, no es todo. Creer que lo es equivaldría a llevar nuestro pensamiento, que naturalmente va en pos de un "sistema" sin juntas ni fisuras, por los caminos equivocados de una interpretación gnóstico-ahistórica de la encarnación de Dios.