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Textos
22 de enero de 2023
Nº 1454 • AÑO XXXI

18 al 25 de enero

 “Haz el bien; busca la justicia”

Introducción al tema del año 2023 para la Semana de Oración por la Unidad de los cristianos.

Isaías, contemporáneo a Amós, Miqueas y Oseas, vivió y profetizó en Judea durante el siglo VIII a.C., que fue el final de un período de florecimiento económico y de estabilidad política tanto para Israel como para Judea, ante la debilidad de las dos “superpotencias” de la época, Egipto y Asiria. Sin embargo, también fue un período en el que la injusticia, la inequidad y las desigualdades eran rampantes en ambos reinos.

Este período también vio prosperar la religión como un ritual y una expresión formal de la creencia en Dios, expresada en las ofrendas y sacrificios del Templo. Esta religión formal y ritual era presidida por los sacerdotes, que también eran los beneficiarios de la generosidad de los ricos y poderosos. Debido a la proximidad física y la interrelación entre el palacio real y el Templo, el poder y la influencia quedaron casi por completo en manos del rey y los sacerdotes, ninguno de los cuales, durante este período, defendió a aquellos que estaban soportando la opresión y la inequidad. En la cosmovisión de este tiempo —algo que se repite a lo largo de la historia—, los ricos y quienes hacían numerosas ofrendas se consideraban como buenos y bendecidos por Dios, mientras que los pobres, que no podían hacer muchas ofrendas, eran vistos como gente malvada y maldecida por Dios. Los pobres eran frecuentemente denigrados por su incapacidad económica para participar plenamente en la liturgia del Templo.

Isaías profetizó en este contexto, tratando de despertar la conciencia del pueblo de Judea ante esta situación. En lugar de encumbrar la religiosidad contemporánea como una bendición, Isaías la consideró como una herida abierta y un sacrilegio ante el Todopoderoso. La injusticia y la desigualdad condujeron a la fragmentación y la desunión. Sus profecías denunciaron las estructuras políticas, sociales y religiosas y la hipocresía de los sacrificios ofrecidos al tiempo que se oprimía a los pobres. Habló con vigor contra los líderes corruptos y a favor de los desfavorecidos, poniendo solo en Dios la fuente del derecho y la justicia.

El grupo de trabajo designado por el Consejo de Iglesias de Minnesota eligió un versículo del primer capítulo del profeta Isaías como el texto central de la Semana de Oración: “aprended a hacer el bien, tomad decisiones justas, restableced al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda” (1, 17).

Isaías enseñó que Dios demanda de todos nosotros derecho y justicia en todo momento y en todos los ámbitos de la vida. En nuestro mundo se encuentran también hoy muchos de los desafíos de la división que Isaías denunció en su predicación. La justicia, el derecho y la unidad emanan del profundo amor de Dios por cada uno de nosotros, y expresan quién es Dios y cómo espera que nos relacionemos entre nosotros. El mandamiento de Dios de crear una nueva humanidad “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9) nos impele a la paz y la unidad que Dios desea para su creación.

El lenguaje del profeta con respecto a la religiosidad de la época es implacable: “No traigáis más ofrendas injustas, el humo de su cremación me resulta insoportable [...] Cuando tendéis las manos suplicantes, aparto mi vista de vosotros” (vv. 13.15). Una vez que ha pronunciado estas duras condenas, diagnosticando estos abusos, Isaías ofrece el remedio para estas iniquidades. Él instruye al pueblo de Dios diciendo: “Lavaos, purificaos; apartad de mi vista todas vuestras fechorías; dejad ya de hacer el mal” (v. 16).

Hoy en día, la separación y la opresión continúan manifestándose cuando a determinados grupos o clases se les otorgan privilegios por encima de los demás. El pecado del racismo es evidente en cualquier creencia o práctica que distinga o eleve a una “raza” sobre otra. Cuando va acompañado o sostenido por desequilibrios en el poder, el prejuicio racial se extiende más allá de las relaciones individuales hacia las estructuras mismas de la sociedad, lo que conlleva la perpetuación sistémica del racismo. Su existencia ha beneficiado injustamente a algunos, incluidas las Iglesias, y ha oprimido y excluido a otros, simplemente por el color de su piel y o por prejuicios culturales vinculados a la percepción de la “raza”.

Al igual que estas personas religiosas a quienes los profetas bíblicos denuncian con tanta vehemencia, hay cristianos que han apoyado o continúan apoyando y perpetuando los prejuicios, la opresión y la división. La historia muestra que, en lugar de reconocer la dignidad de cada ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, los cristianos se han involucrado con demasiada frecuencia en estructuras de pecado como la esclavitud, la colonización, la segregación y el apartheid, que han despojado a otros de su dignidad por motivos espurios de raza. Tampoco dentro de las Iglesias, los cristianos han sido capaces de reconocer la dignidad de cada bautizado y han menospreciado a sus hermanos y hermanas en Cristo en función de una supuesta diferencia racial.

El Rvdo. Dr. Martin Luther King Jr. dijo de forma memorable: “Es una de las tragedias de nuestra nación, una de las tragedias vergonzosas, que las 11 en punto de la mañana de los domingos sea una de las horas más segregadas, si no la hora más segregada en la América cristiana”. Esta afirmación muestra la convergencia entre la desunión de los cristianos y la desunión de la humanidad. Toda división tiene su raíz en el pecado, es decir, en actitudes y acciones que van en contra de la unidad que Dios desea para su creación. Trágicamente, el racismo es parte del pecado que ha dividido a los cristianos, y ha hecho que tengan que rezar separados y en distintos edificios, hasta el punto de la división entre las comunidades cristianas en determinados casos.

Desafortunadamente, las cosas no han cambiado mucho respecto al momento en que Martin Luther King pronunciara esta frase. La franja horaria de las 11:00 de la mañana, que es la más común para la liturgia del domingo, por lo general, sigue sin manifestar la unidad cristiana, sino más bien la división, por principios raciales, sociales y denominacionales. Como profetizó Isaías, esta hipocresía de las personas de fe ofende a Dios: “por más que aumentéis las oraciones, no pienso darles oído; vues-tras manos están llenas de sangre” (v. 15).