In memoriam
Leovigildo Gómez Amezcua
Nos ha dejado don Leovigildo. Su Pascua, o sea, su paso al Padre, ha motivado múltiples comentarios y señalados elogios del todo merecidos. No deseo repetir el extenso e intenso curriculum de cargos y cargas que ejerció y soportó en la dilatada experiencia de servicios a la Iglesia de Guadix. Acaso, eso sí, significar su elegancia.
Fue elegante en la demostración continua de una versátil capacidad de ajustada redacción de infinidad de documentos, que suponen un magnífico dominio clásico del castellano. Sus libros, escritos en esta etapa final, también lo expresan y declaran.
Fue más elegante todavía, en una suerte de pobreza franciscana, ofrenda de obediencia al modo ignaciano y ejercicio de la castidad a la manera de los antiguos padres del desierto. Pero donde su elegancia alcanza cumbres difíciles de superar es en la capacidad de diálogo hasta la extenuación. Con don Leo se podía discrepar, sin que las diferencias de criterio, argumentadas y sólidas por ambas partes, supusieran un distanciamiento ni afectivo ni efectivo. Su talante ahora se convierte en talento... de esa suerte de talentos que, lejos de enterrarse al modo del siervo inútil del capítulo XXV de San Mateo, se multiplican generando tolerante diálogo. Don Leovigildo se alza, así como un cura del Concilio Vaticano II, convicto y confeso: diálogo en la pluralidad y pluralismo en la diversidad. Sin aquella siembra, hoy sería imposible abordar la esencia, presencia y potencia de la sinodalidad. Su ejemplo nos compromete y su vida nos da vida y es signo de Vida Eterna.
Manuel Amezcua