Familia y Trinidad
“La función propia del Misterio de Cristo y de la Iglesia es introducir a los hombres hasta lo íntimo del Misterio trinitario”
Desde el antiguo testamento Dios se reveló como Padre, y el Nuevo reveló que no se trataba de una paternidad metafórica , o de una paternidad adoptiva que tiene a los hombres solo por objeto: se trata de una paternidad ontológica, que la misión terrena del Hijo ha dado a conocer en toda su profundidad...
Delante de este Padre no se pone ningún arquetipo de la Madre que sea distinto de él para dar existencia al Hijo. Esto no impide que en otra relación, el misterio de la unidad interpersonal realizada por medio del amor conyugal no encuentre también en Dios su arquetipo: en la unidad del Espíritu personal, el Padre y el Hijo son uno (Jn 10, 30); y porque reciben este Espíritu los hombres tienen en sí el amor de Dios (Rm 5,5), lo llaman con el nombre de Padre (Rm 8, 15), y se hacen un solo espíritu con el Señor (1 Cor 6, 17).
Este aspecto del misterio que al mismo tiempo tiene que ver con la vida íntima de Dios y la participación que de ella nos ha sido dada, no está desligada del problema puesto por el mutuo amor de los esposos. Aquél tiende a fundirlos en la unidad concreta de una sola carne; no en el sentido que la personalidad de ambos desaparezca, absorbida en un todo que sería superior; sino más bien en el sentido que aquella encuentra una realización suprema en la comunión y en el don recíproco. ¿Acaso no está aquí todo el sentido del amor humano? Hay que agregar además que este don recíproco tiene por fruto normal una tercera persona en quien los dos descubren el signo viviente de su mutua unidad; y esto no está sin relación con la función que ejerce el Espíritu respecto al Padre y al Hijo: gracias a su proceder queda sellada su recíproca unidad, del mismo modo que su misión aquí abajo sella la unión de amor entre el Padre y los hombres hechos hijos suyos adoptivos en el Hijo por naturaleza.
Si queremos encontrar para la pareja humana un modelo supremo del cual ella deba análogamente reproducir el semblante, tenemos que remitirnos hasta la vida íntima de Dios tri – personal. Indudablemente, la imagen no copia servilmente su arquetipo, siendo incapaz de imitarlo en todas las relaciones. Indudablemente, aún está el misterio de Cristo y de la Iglesia que constituye, entre este arquetipo totalmente trascendente y la realidad humana que de él es la imagen, un arquetipo de conexión que evoca la función de Cristo como me – diador de la revelación. Sin embargo, hay que recordar que la función propia del Misterio de Cristo y de la Iglesia es precisamente la de introducir a los hombres hasta lo íntimo del Misterio trinitario.
Participando de uno se participa también del otro. ¿Cómo sorprenderse entonces si el hombre y la mujer deben tomar como modelo la pareja Cristo – Iglesia, si quieren imitar a Dios que es Amor (1 Jn 4, 16)? Ahora comprendemos qué valor profundo puede adquirir, en la revelación cristiana, la palabra del Génesis: “Dios creó al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gen 1, 27). No Solamente la pareja humana lleva en sí desde el origen una semejanza divina que hace de ella un misterio en relación a Cristo y a la Iglesia (Ef 5, 32); sino que, por lo mismo, ella lleva en sí misma la imagen del Dios vivo que es Padre, Hijo y Espíritu Santo en una perfecta unidad.
Grelot
En La copia humana en la Sagrada Escritura (1965)