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Signo y Gracia
24 de julio de 2022
Nº 1432 • AÑO XXX

El hombre religioso

La religión como santificación

El hombre religioso puede ser abierto a la trascendencia. Esa misma apertura le obliga a entregarse horizontalmente en su vida al prójimo y al mundo cósmico.

Las cosas se le presentan como evocaciones y como referencia de algo superior. Desde su sustrato religioso, su postura está inevitablemente abierta a lo alto, a lo Trascendente.

Por otra parte, la referencia del homo religious hacia los elementos cósmicos, a quienes venera, no debe entenderse como una adoración de los mismos. La experiencia de la vida para él es sagrada y santa. Su existencia no tiene escapes hacia lo sagrado, como en el hombre excesivamente desacralizado, sino que, más bien, vive inmerso en una actitud personal donde lo sagrado le circunda constantemente.

EL TIEMPO SAGRADO
El tiempo sagrado es, igualmente, un espacio duracional cargado de presencia hierofánica. El tiempo ordinario es roto por ciertos paréntesis fuertes, en el que el paso de nuestro suceder ordinario al presente de la deidad se hace posible. La fiesta actualiza el tiempo mítico, el acontecimiento extraordinario aquel sucedido primigeniamente, cuando el tiempo aún no era sucesorio. En la fiesta se presencializa el mito y se vive en él. Pero para insertarse en ese presente es preciso salir de la caducidad y de la reversibilidad de las cosas. El tiempo mítico no se agota porque es eterno, el hombre es quien cambia. Las fiestas nos trasportan al tiempo eterno, a lo primordial de los días. El homo religiosus intuye en la fiesta sagrada su ruptura con el devenir pasajero y su entrada en el hoy inmutable y fuerte de Dios. En la fiesta, la acción de la trascendencia se hace más poderosa, pues el hombre, saliendo de su profanidad, entra en la misma duración activa de Dios. El hombre experimenta el renacer, se regenera viviendo el tiempo primordial. En la fiesta, a la manifestación divina acompaña la alegría.

EL SÍMBOLO
El símbolo es una realidad trasparente. Su existencia siempre conduce a la otredad oculta y eficaz, que llega a su punto máximo al confundirse con la misma divinidad. El espíritu puede ser aprehendido en la corporeidad de un objeto, cargado de fuerza simbólica. En el cuerpo humano, por ejemplo, el rostro tiene gran potencia simbólica, pues puede llegar a traducir o manifestar los estados internos de alma. La materia resulta la puerta de entrada del espíritu, en este sentido. La unión anímico-corporal actúa en un mundo rico de realidades trasparentes.

Lo corpóreo está para evocar y traslucir desnudamente lo interno a través del gesto, la palabra, la mirada o el silencio. Por eso, el poder del símbolo es superior al concepto. Los valores espirituales son, frecuentemente, mejor comprendidos y aceptados por vía simbólico-intuitivo que por vía reflexiva. La razón, el argumento, no nos comunica la vivencia de una experiencia, que es irreductible a cálculos mentales. El símbolo abre a uno al cálculo de lo inmenso, de lo nostálgico o intuitivo del mundo, que está más allá del mero concepto. Las hierofanías y todo el mundo simbólico se mueven en el espacio de la seducción y de la evocación. El símbolo no define, no delimita ni arguye, sino que evoca, sugiere, experimenta. La intuición siempre es más poderosa que la reflexión ya que la palabra no alcanza todo; el símbolo llega más allá, llega hasta lo indescifrable e indescriptible.

Ignacio Fernández González
Sacerdote diocesano