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3 de Julio de 2022
Nº 1429 • AÑO XXX

Carta apostólica "Desiderio desideravi"

La formación litúrgica del Pueblo de Dios 

El papa Francisco publica la Carta apostólica "Desiderio desideravi" dedicada a los obispos, a los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los laicos sobre la importancia de la formación litúrgica como dimensión fundamental de la vida de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta carta deseo llegar a todos –después de haber escrito a los obispos tras la publicación del Motu Proprio Traditionis custodes– para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la Liturgia, dimensión fundamental para la vida de la Iglesia. El tema es muy extenso y merece una atenta consideración en todos sus aspectos: sin embargo, con este escrito no pretendo tratar la cuestión de forma exhaustiva. Quiero ofrecer simplemente algunos elementos de reflexión para contemplar la belleza y la verdad de la celebración cristiana.

LA LITURGIA: EL "HOY" DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 
1. “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15) Las palabras de Jesús con las cuales inicia el relato de la última Cena son el medio por el que se nos da la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros.

2. Pedro y Juan habían sido enviados a preparar lo necesario para poder comer la Pascua, pero, mirándolo bien, toda la creación, toda la historia –que finalmente estaba a punto de revelarse como historia de salvación– es una gran preparación de aquella Cena. Pedro y los demás están en esa mesa, inconscientes y, sin embargo, necesarios: todo don, para ser tal, debe tener alguien dispuesto a recibirlo. En este caso, la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos. Sin embargo – por la misericordia del Señor – el don se confía a los Apóstoles para que sea llevado a todos los hombres.

"La última cena". Leonardo Da Vinci

3. Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos: Él sabe que es el Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta.

4. El mundo todavía no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9). Lo único que se necesita para acceder es el vestido nupcial de la fe que viene por medio de la escucha de su Palabra (cfr. Rom 10,17): la Iglesia lo confecciona a medida, con la blancura de una vestidura lavada en la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14). No debemos tener ni un momento de descanso, sabiendo que no todos han recibido aún la invitación a la Cena, o que otros la han olvidado o perdido en los tortuosos caminos de la vida de los hombres. Por eso, he dicho que “sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (Evangelii gaudium, n. 27): para que todos puedan sentarse a la Cena del sacrificio del Cordero y vivir de Él.

5. Antes de nuestra respuesta a su invitación – mucho antes – está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él. Ciertamente, nuestra comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo ha sido deseada por Él en la última Cena.

6. El contenido del Pan partido es la cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre. Si no hubiéramos tenido la última Cena, es decir, la anticipación ritual de su muerte, no habríamos podido comprender cómo la ejecución de su sentencia de muerte pudiera ser el acto de culto perfecto y agradable al Padre, el único y verdadero acto de culto. Unas horas más tarde, los Apóstoles habrían podido ver en la cruz de Jesús, si hubieran soportado su peso, lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía. Cuando regresa, resucitado de entre los muertos, para partir el pan a los discípulos de Emaús y a los suyos, que habían vuelto a pescar peces y no hombres, en el lago de Galilea, ese gesto les abre sus ojos, los cura de la ceguera provocada por el horror de la cruz, haciéndolos capaces de “ver” al Resucitado, de creer en la Resurrección.

7. Si hubiésemos llegado a Jerusalén después de Pentecostés y hubiéramos sentido el deseo no sólo de tener noticias sobre Jesús de Nazaret, sino de volver a encontrarnos con Él, no habríamos tenido otra posibilidad que buscar a los suyos para escuchar sus palabras y ver sus gestos, más vivos que nunca. No habríamos tenido otra posibilidad de un verdadero encuentro con Él sino en la comunidad que celebra. Por eso, la Iglesia siempre ha custodiado, como su tesoro más precioso, el mandato del Señor: “haced esto en memoria mía”.

8. Desde los inicios, la Iglesia ha sido consciente que no se trataba de una representación, ni siquiera sagrada, de la Cena del Señor: no habría tenido ningún sentido y a nadie se le habría ocurrido “escenificar” – más aún bajo la mirada de María, la Madre del Señor – ese excelso momento de la vida del Maestro. Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos [1].

Desde los inicios, la Iglesia ha comprendido, iluminada por el Espíritu Santo, que aquello que era visible de Jesús, lo que se podía ver con los ojos y tocar con las manos, sus palabras y sus gestos, lo concreto del Verbo encarnado, ha pasado a la celebración de los sacramentos.

LA LITURGIA: LUGAR DEL ENCUENTRO CON CRISTO 
9. Aquí está toda la poderosa belleza de la Liturgia. Si la Resurrección fuera para nosotros un concepto, una idea, un pensamiento; si el Resucitado fuera para nosotros el recuerdo del recuerdo de otros, tan autorizados como los Apóstoles, si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio, la Encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es.

10. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre [2], continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos. A través de la encarnación, es el modo concreto por el que nos ama; es el modo con el que sacia esa sed de nosotros que ha declarado en la cruz( Jn 19,28).

11. Nuestro primer encuentro con su Pascua es el acontecimiento que marca la vida de todos nosotros, los creyentes en Cristo: nuestro bautismo. No es una adhesión mental a su pensamiento o la sumisión a un código de comportamiento impuesto por Él: es la inmersión en su pasión, muerte, resurrección y ascensión. No es un gesto mágico: la magia es lo contrario a la lógica de los Sacramentos porque pretende tener poder sobre Dios y, por esa razón, viene del tentador. En perfecta continuidad con la Encarnación, se nos da la posibilidad, en virtud de la presencia y la acción del Espíritu, de morir y resucitar en Cristo.

12. El modo en que acontece es conmovedor. La plegaria de bendición del agua bautismal [3] nos revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo. Y por eso la ha querido colmar del movimiento de su Espíritu que se cernía sobre ella (cfr. Gén 1,2) para que contuviera en germen el poder de santificar; la ha utilizado para regenerar a la humanidad en el diluvio (cfr. Gén 6,1-9,29); la ha dominado separándola para abrir una vía de liberación en el Mar Rojo (cfr. Ex 14); la ha consagrado en el Jordán sumergiendo la carne del Verbo, impregnada del Espíritu (cfr. Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Finalmente, la ha mezclado con la sangre de su Hijo, don del Espíritu inseparablemente unido al don de la vida y la muerte del Cordero inmolado por nosotros, y desde el costado traspasado la ha derramado sobre nosotros ( Jn 19,34). En esta agua fuimos sumergidos para que, por su poder, pudiéramos ser injertados en el Cuerpo de Cristo y, con Él, resucitar a la vida inmortal (cfr. Rom 6,1-11).

LA IGLESIA: SACRAMENTO DEL CUERPO DE CRISTO
13. Como nos ha recordado el Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 5) citando la Escritura, los Padres y la Liturgia –columnas de la verdadera Tradición– del costado de Cristo dormido en la cruz brotó el admirable sacramento de toda la Iglesia [4]. El paralelismo entre el primer y el nuevo Adán es sorprendente: así como del costado del primer Adán, tras haber dejado caer un letargo sobre él, Dios formó a Eva, así del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la muerte, nace la nueva Eva, la Iglesia. El estupor está en las palabras que, podríamos imaginar, el nuevo Adán hace suyas mirando a la Iglesia: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” ( Gén 2,23). Por haber creído en la Palabra y haber descendido en el agua del bautismo, nos hemos convertido en hueso de sus huesos, en carne de su carne.

14. Sin esta incorporación, no hay posibilidad de experimentar la plenitud del culto a Dios. De hecho, uno sólo es el acto de culto perfecto y agradable al Padre, la obediencia del Hijo cuya medida es su muerte en cruz. La única posibilidad de participar en su ofrenda es ser hijos en el Hijo. Este es el don que hemos recibido. El sujeto que actúa en la Liturgia es siempre y solo Cristo-Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo.

EL SENTIDO TEOLÓGICO DE LA LITURGIA
15. Debemos al Concilio – y al movimiento litúrgico que lo ha precedido – el redescubrimiento de la comprensión teológica de la Liturgia y de su importancia en la vida de la Iglesia: los principios generales enunciados por la Sacrosanctum Concilium, así como fueron fundamentales para la reforma, continúan siéndolo para la promoción de la participación plena, consciente, activa y fructuosa en la celebración (cfr. Sacrosanctum Concilium, nn. 11.14), “fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” ( Sacrosanctum Concilium, n. 14). Con esta carta quisiera simplemente invitar a toda la Iglesia a redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana. Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y de sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia no se vieran desfiguradas por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, sea cual sea. La oración sacerdotal de Jesús en la última cena para que todos sean uno ( Jn 17,21), juzga todas nuestras divisiones en torno al Pan partido, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad [5].

16. He advertido en varias ocasiones sobre una tentación peligrosa para la vida de la Iglesia que es la “mundanidad espiritual”: he hablado de ella ampliamente en la Exhortación Evangelii gaudium (nn. 93-97), identificando el gnosticismo y el neopelagianismo como los dos modos vinculados entre sí, que la alimentan.

El primero reduce la fe cristiana a un subjetivismo que encierra al individuo “en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos” (Evangelii gaudium, n. 94).

El segundo anula el valor de la gracia para confiar sólo en las propias fuerzas, dando lugar a “un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (Evangelii gaudium, n. 94).

Estas formas distorsionadas del cristianismo pueden tener consecuencias desastrosas para la vida de la Iglesia.

17. Resulta evidente, en todo lo que he querido recordar anteriormente, que la Liturgia es, por su propia naturaleza, el antídoto más eficaz contra estos venenos. Evidentemente, hablo de la Liturgia en su sentido teológico y – ya lo afirmaba Pío XII – no como un ceremonial decorativo… o un mero conjunto de leyes y de preceptos… que ordena el cumplimiento de los ritos [6].

18. Si el gnosticismo nos intoxica con el veneno del subjetivismo, la celebración litúrgica nos libera de la prisión de una autorreferencialidad alimentada por la propia razón o sentimiento: la acción celebrativa no pertenece al individuo sino a Cristo-Iglesia, a la totalidad de los fieles unidos en Cristo. La Liturgia no dice “yo” sino “nosotros”, y cualquier limitación a la amplitud de este “nosotros” es siempre demoníaca. La Liturgia no nos deja solos en la búsqueda de un presunto conocimiento individual del misterio de Dios, sino que nos lleva de la mano, juntos, como asamblea, para conducirnos al misterio que la Palabra y los signos sacramentales nos revelan. Y lo hace, en coherencia con la acción de Dios, siguiendo el camino de la Encarnación, a través del lenguaje simbólico del cuerpo, que se extiende a las cosas, al espacio y al tiempo.

La Liturgia no nos deja solos en la búsqueda de un presunto conocimiento individual del misterio de Dios, sino que nos lleva de la mano, juntos, como asamblea, para conducirnos al misterio que la Palabra y los signos sacramentales nos revelan.

REDRESCUBRIR CADA DÍA LA BELLEZA DE LA VERDAD DE LA CELEBRACIÓN CRISTIANA
19. Si el neopelagianismo nos intoxica con la presunción de una salvación ganada con nuestras fuerzas, la celebración litúrgica nos purifica proclamando la gratuidad del don de la salvación recibida en la fe. Participar en el sacrificio eucarístico no es una conquista nuestra, como si pudiéramos presumir de ello ante Dios y ante nuestros hermanos. El inicio de cada celebración me recuerda quién soy, pidiéndome que confiese mi pecado e invitándome a rogar a la bienaventurada siempre Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos los hermanos y hermanas, que intercedan por mí ante el Señor: ciertamente no somos dignos de entrar en su casa, necesitamos una palabra suya para salvarnos (cfr. Mt 8,8). No tenemos otra gloria que la cruz de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Gál 6,14). La Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético: es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva nuestra vida. No se entra en el cenáculo sino por la fuerza de atracción de su deseo de comer la Pascua con nosotros: Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar (Lc 22,15).

20. Sin embargo, tenemos que tener cuidado: para que el antídoto de la Liturgia sea eficaz, se nos pide redescubrir cada día la belleza de la verdad de la celebración cristiana. Me refiero, una vez más, a su significado teológico, como ha descrito admirablemente el n. 7 de la Sacrosanctum Concilium: la Liturgia es el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo.

21. El redescubrimiento continuo de la belleza de la Liturgia no es la búsqueda de un esteticismo ritual, que se complace sólo en el cuidado de la formalidad exterior de un rito, o se satisface con una escrupulosa observancia de las rúbricas. Evidentemente, esta afirmación no pretende avalar, de ningún modo, la actitud contraria que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado.

22. Seamos claros: hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (espacio, tiempo, gestos, palabras, objetos, vestiduras, cantos, música, …) y observar todas las rúbricas: esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le corresponde, es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual que la Iglesia establece. Pero, incluso, si la calidad y la norma de la acción celebrativa estuvieran garantizadas, esto no sería suficiente para que nuestra participación fuera plena.

ASOMBRO ANTE EL MISTERIO PASCUAL, PARTE ESENCIAL DE LA ACCIÓN LITÚRGICA 
23. Si faltara el asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables al océano de gracia que inunda cada celebración. No bastan los esfuerzos, aunque loables, para una mejor calidad de la celebración, ni una llamada a la interioridad: incluso ésta corre el riesgo de quedar reducida a una subjetividad vacía si no acoge la revelación del misterio cristiano. El encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de querer ser comido por nosotros. ¿Cómo se nos puede escapar lamentablemente la fascinación por la belleza de este don?

24. Cuando digo asombro ante el misterio pascual, no me refiero en absoluto a lo que, me parece, se quiere expresar con la vaga expresión “sentido del misterio”: a veces, entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está la de haberlo – se dice – eliminado de la celebración. El asombro del que hablo no es una especie de desorientación ante una realidad oscura o un rito enigmático, sino que es, por el contrario, admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los “misterios”, es decir, de los sacramentos. Sin embargo, sigue siendo cierto que la plenitud de la revelación tiene, en comparación con nuestra finitud humana, un exceso que nos trasciende y que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos, cuando vuelva el Señor. Si el asombro es verdadero, no hay ningún riesgo de que no se perciba la alteridad de la presencia de Dios, incluso en la cercanía que la Encarnación ha querido. Si la reforma hubiera eliminado ese “sentido del misterio”, más que una acusación sería un mérito. La belleza, como la verdad, siempre genera asombro y, cuando se refiere al misterio de Dios, conduce a la adoración.

25. El asombro es parte esencial de la acción litúrgica porque es la actitud de quien sabe que está ante la peculiaridad de los gestos simbólicos; es la maravilla de quien experimenta la fuerza del símbolo, que no consiste en referirse a un concepto abstracto, sino en contener y expresar, en su concreción, lo que significa.

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[1] Cfr. Leo Magnus, Sermo LXXIVDe ascensione Domini II, 1: «quod […] Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit».

[2] Præfatio paschalis IIIMissale Romanum (2008) p.367: «Qui immolátus iam non móritur, sed semper vivit occísus».

[3] Cfr. Missale Romanum (2008) p. 532.

[4] Cfr. Augustinus, Enarrationes in psalmos. Ps. 138,2Oratio post septimam lectionemVigilia PaschalisMissale Romanum (2008) p. 359; Super oblataPro Ecclesia (B), Missale Romanum (2008) p. 1076.

[5] Cfr. Augustinus, In Ioannis Evangelium tractatus XXVI,13.

[6] Litteræ encyclicæ Mediator Dei (20 Novembris 1947) en AAS 39 (1947) 532.