INICIO
Testimonio
15 de mayo de 2022
Nº 1422 • AÑO XXX

Campaña XTantos

La fe y la solidaridad que transforman vidas

En el marco de la Campaña de la Renta de este año, conocemos los testimonios de Faustino Sanz y Álvaro Sicán, ambos con historias de superación y salvación en las que la Iglesia ha sido ayuda y sustento para transformar sus vidas.

FAUSTINO SANZ. SOBREVIVIR, CUESTIÓN DE FE
La historia de Faustino Tino Sanz, de 50 años, séptimo de ocho hermanos en una familia muy humilde, ha sido una montaña rusa que solo recientemente ha conseguido calmar. Él no tiene empacho en reconocerlo: “He visitado el infierno muchas veces”. Su padre los abandonó cuando tenía siete años. A pesar de eso, dice haber vivido una infancia “normal” y razonablemente “feliz”. En casa, su madre, muy religiosa, les inculcó valores cristianos. El joven Tino fue asiduo de campamentos de verano y grupos de encuentro y oración.

“Desde críos he querido conocer a Dios. En catequesis ya decían que era un poco raro. La verdad es que la Iglesia ha tenido un papel muy importante en mi vida. Luego, me aparté por completo. Siempre me ha gustado ir a la última, ser un moderno, y la Iglesia me sonó en un momento dado como algo antiguo. Me convertí en un ateo empedernido. Aunque he de confesar que, en el fondo de mi corazón, nunca olvidé a Dios. A veces, incluso, me escapaba a escondidas a una iglesia, el único lugar donde encontraba paz...”.

Faustino Sanzm, de 50 años, perteneciente a El Buste (Tarazona).

Tino no pudo ir a la universidad como soñaba. A los 18, marchó de Mallén, su pueblo, a Zaragoza a trabajar. Estudió teatro y danza. Trató infructuosamente de ganarse la vida en Madrid como actor, y de allí volvió “fracasado” y “muerto de hambre”. Luego, como objetor, hizo el servicio social sustitutorio en Xátiva. “Una monjita me enseñó la miseria humana y cómo tratar a esas personas. Yo era muy escrupuloso y, cuando había que lavar-los, me ponía guantes. Pero ella me decía: no, Tino, a nuestro Señor no le gustan los guantes. Entonces no lo entendía, lo entendí mucho después”. Más tarde, anduvo entre Salou, Valencia y Zaragoza, hasta que finalmente viajó a París. Allí permaneció varios años. Se ganaba la vida como camarero.

“En París crucé una frontera que no hay que cruzar. Caí en el alcohol, las drogas, las pastillas... En realidad, había comenzado a consumir antes, desde muy jovencito, pero en París me hice esclavo de esas sustancias. Alcancé la cúspide cuando me dijeron que mi madre tenía alzhéimer. Aquello fue la hecatombe”, relata. Tino volvió a Mallén con 39 años para acompañar a su madre. Fundó algunos grupos de teatro, escribió muchísimos relatos, ganó algún premio. Sintió incluso la necesidad de volver a Dios. Pero seguía enganchado. “El párroco, que sabía lo que me pasaba, nunca me juzgó, nunca me reprochó nada. Al contrario, me animó a leer las lecturas en misa, a sumarme al coro, a estudiar... ¡Hasta me dejaba las llaves de la iglesia! Me confirmé a los 40 años con ilusión, convencido... Imposible, con mis fuerzas no era capaz. Fue mi madre la que me animó a entrar en un centro de desintoxicación.

“He visitado el infierno muchas veces. Sexo, drogas, pastillas... Para salir de él, no bastaron mis fuerzas. Fue Él. Doy gracias a la Iglesia porque sin ella nunca hubiera podido salir de ese mundo.”.

Decidí ingresar, ya con 43, para poder cuidarla. Era un 20 de noviembre, lo recuerdo bien. Miré al cielo y le pedí a Dios que me echara un cable. Él me habló. Me dijo: estate tranquilo, estoy aquí. Y ya ves, llevo siete años limpio, sin recaídas. Cuando acabé el tratamiento, el psicólogo del centro me confesó: Tino, vas a hacer que crea en los milagros. Porque quien ha logrado esto ha sido Dios, no mis fuerzas ni mi forma de pensar”.

Tino vive hoy en El Buste (Diócesis de Tarazona), un pequeño pueblo de 31 habitantes. Ayuda al párroco en todo lo que puede, da catequesis y, además, está finalizando sus estudios de Ciencias Religiosas y el próximo curso iniciará los de Matrimonio y Familia, todo en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

“Con todos los prejuicios que yo tenía, te puedes imaginar, el Opus Dei, un tío como yo, tan maqueado... Y cuando llegué allí sólo encontré un gran abrazo. No encuentro palabras para agradecérselo”. ¿Futuro? “Me encantaría trabajar como profesor de Religión. Mucha gente necesita a Dios, todos lo necesitamos. Nadie me ha lavado el cerebro ni me ha metido ideas extrañas. Ahora veo de verdad mi propósito realizado, es cuando más soy yo. Doy gracias a la Iglesia porque, sin ella, no hubiera dejado todo aquello”.

ÁLVARO SICÁN. LA FE Y LA PRISIÓN.
También de fuera, en este caso de Guatemala, procede Álvaro Sicán, de 38 años, sacerdote y religioso de la Orden de la Merced. Ordenado hace 18 años, cinco lleva ya como capellán en la prisión de Zuera y responsable de un hogar de acogida para internos que salen de permiso, en libertad provisional o total. “Les apoyamos en su proceso de reinserción en la sociedad”, explica. Antes, ha trabajado en cárceles en su país y en Mozambique. “Dios ha hecho un camino conmigo, y me ha puesto en algo que he vivido y compartido con muchos compañeros que han pasado por esto”. Y es que el padre Álvaro estuvo metido desde niño en el peligroso mundo de las pandillas en Guatemala.

Álvaro Sicán, de 38 años, Guatemala. Sacerdote y religioso mercedario. Capellán de prisiones en España.

“Con seis añitos ya me vi metido en ese mundo. Quizá fue movido por un sentido de pertenencia, desde luego sin ser consciente de lo que significaba. Tengo tres hermanas mujeres y yo quería ser como los demás chicos”. El nivel de violencia de aquellas pandillas no llegó al extremo que han alcanzado después, pero sí compartían grafitis, drogas y situaciones cada vez más complejas. A diferencia de otros compañeros con familias desestructuradas, la suya no lo era; al contrario, sus padres eran muy creyentes y practicantes. Quizá eso le salvó. “A los 18 años sentí el deseo de salir de esta realidad que me rodeaba. Había visto morir a compañeros por sobredosis y balas. Me había tocado ver suicidios y otras cosas. No estaba satis-fecho”. Un día, Álvaro Sicán se topó en la calle con un franciscano. Le llamó la atención su hábito. Le siguió. Vio que entraba en una iglesia. Entró él también. Hablaron. “Le conté mi vida, lo que me pasaba. Él me dijo que fuera a una iglesia cercana de los mercedarios, que trabajaban en prisiones. Fui sin saber quiénes eran. Platicando con ellos, poco, conocí más la orden.

“Con seis años, me vi metido sin darme cuenta en el mundo de las pandillas de mi país. He visto morir a compañeros por sobredosis y balas. Pero yo quería salir de eso. Dios me ha guiado para ver las dos caras de la misma moneda”.

Darme cuenta de que trabajaban en prisiones me sirvió de mucho porque yo tenía la necesidad de ayudar a mis compañeros de pandilla, muchos de ellos encarcelados. Vi una oportunidad de acceder a ellos y ayudarles. Ahora me doy cuenta de que es un camino por el que Dios me ha guiado para ver las dos caras de la moneda”, asegura.

Y continúa: “Entré en este camino sin tener mucha conciencia de ser sacerdote. Mi primer año con los mercedarios lloré muchísimo. No entendía por qué Dios me llamaba para servirle tan de cerca. ¿Por qué me llamas a mí, que soy un pecador, habiendo gente tan buena?, le decía. Me sentía indigno. Esa misericordia de Dios ha marcado mi caminar: un Dios que ama, que perdona, que acoge por encima de todo. Estar con los necesitados, con los margina-dos, allí donde nadie quiere estar... Aquí veo la labor grande de la Iglesia, que se repite a lo largo y ancho del mundo: acompañar y humanizar. A esa dimensión de Iglesia es a la que nos invita el Papa”.