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3 de abril de 2022
Nº 1416 • AÑO XXX

Reflexión sobre el Sacramento de la Reconciliación hoy

“Donde hay amor verdadero, también debe existir
la disponibilidad a perdonar”

“La invitación de Pablo a vivir intensamente la oportunidad de recibir el perdón ofrecido por Cristo forma parte de un contexto más amplio en el que el apóstol pretende hacer partícipe a la comunidad de Colosas del gran misterio de Jesús. Sabemos que uno de los temas centrales de la Carta es sacar a la luz el misterio de Cristo que supera todo conocimiento”. Por su interés, para la recta final del tiempo de Cuaresma, ofrecemos esta reflexión que se propuso en la reciente Jornada 24 horas para el Señor.

Él es el icono mismo del Padre, el primogénito y el fin último de la creación, así como el comienzo de la nueva vida generada por su resurrección. En Él habita la plenitud de todas las cosas, porque "por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz" (Col 1,20). La continua exhortación que domina toda la carta tiende a hacer que los destinatarios se mantengan firmes en su fe inicial. Aquello que los cristianos han recibido merece ser conservado no como un conocimiento teórico, sino como una conducta personal coherente y una práctica comunitaria capaz de expresar la credibilidad de su fe.

El cristiano que hoy retoma la Carta a los Colosenses queda impresionado por la insistencia del Apóstol en el misterio de Cristo. En cierto modo, parece que Pablo ha querido encerrar en esta breve carta una verdadera síntesis de su cristología. En ella es fácil descubrir la presencia de temas muy queridos para el apóstol, como el misterio omnicomprensivo de Cristo, su concepción de la Iglesia, los principios de la moral, la redención y la escatología... todo centrado en Cristo. El Hijo de Dios contiene en sí mismo tal unicidad que es el principio, el fin y la síntesis de todo el actuar del Padre. El tema del perdón también pertenece a esta visión y adquiere una relevancia particular porque se retoma varias veces en el cuerpo de la misma carta y con referencias decisivas a la revelación como el gran capítulo sobre la reconciliación.

La oración de acción de gracias con la que comienza la carta muestra claramente cómo debe ser el actuar de los cristianos. El Apóstol lo describe de forma plástica como "andar de forma digna" (v. 10) si se quiere ser fiel al texto original, mientras que la Biblia de la Conferencia Episcopal Italiana prefiere traducirlo como "comportarse". Este "caminar" del creyente debe estar marcado por cuatro condiciones: "dando fruto a través de toda obra buena", "creciendo en el conocimiento de Dios", permaneciendo "perseverantes", y "agradeciendo alegremente al Padre". No es un programa sencillo el que se propone; sin embargo, Pablo no teme presentarlo a los primeros creyentes para que aprendan a ser coherentes y creíbles al testimoniar la fe.

La llamada a la alegría destaca inmediatamente. No se puede olvidar que, mientras el Apóstol escribía esta carta, estaba en la cárcel, probablemente en Roma; sin embargo, está convencido de que la fuerza del cristiano consiste precisamente en expresar la alegría. La verdad sobre la propia vida y la bondad con las que debemos dar testimonio encuentran su razón de ser en la alegría de la gratitud hacia Dios. Paradójico, pero decisivo: la vida de cada discípulo del Señor no sólo está destinada a fructificar sobre todo con el conocimiento progresivo y creciente de Dios, sino de manera especial con la perseverancia en los momentos de dificultad que se transforman siempre en la alegría de la acción de gracias a Dios como consecuencia de la salvación ofrecida por Cristo.

“La fe no es una teoría, sino el fruto de un encuentro personal con el Señor que marca y determina toda la vida porque da sentido a los acontecimientos que se experimentan”

Las palabras del Apóstol no son ajenas a la vida cotidiana. La fe no es una teoría, sino el fruto de un encuentro personal con el Señor que marca y determina toda la vida porque da sentido a los acontecimientos que se experimentan. También debemos pensar con realismo en estas exigencias de Pablo. Como se sabe, los colosenses, aproximadamente entre los años 60-62, sufrieron un gran terremoto que destruyó por completo la ciudad. Pablo escribió su carta probablemente alrededor del año 60. Por supuesto, no se menciona el terremoto en la carta, ni podemos precisar las fechas exactas, sin embargo, es poco probable que aquellos cristianos no recordaran lo escrito por Pablo, que en cualquier caso llamaba a la alegría y a la acción de gracias mientras vivían el drama de la destrucción. Todo esto lleva a la fuerte y abrumadora llamada a la liberación del "poder de las tinieblas" y al "perdón de los pecados". La experiencia de la reconciliación debería ayudar a vivir estos dos momentos con una intensidad existencial que permita percibir la inmensidad del don que se recibe.

El cristiano es un "hijo de la luz" porque Jesús dio su vida para destruir el "poder de Satanás" con su muerte en la cruz y liberar así a los hombres del dominio del pecado y de la muerte. El signo más tangible de esta liberación, que se hace evidente en la historia de cada persona, es el acto de amor con el que Dios reconcilia consigo a cada pecador ofreciéndole su perdón. Ésta, dice el Apóstol, es la herencia que hemos recibido porque participamos de su misma vida que nos hace santos: "Antes, a causa de sus pensamientos y sus malas obras, ustedes eran extraños y enemigos de Dios. Pero ahora, él los ha reconciliado en el cuerpo carnal de su Hijo, entregándolo a la muerte, a fin de que ustedes pudieran presentarse delante de él como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable" (1,21-22).

El perdón conlleva una serie de preguntas que forman parte de la vida cotidiana y que encuentran su síntesis en la que probablemente sea la pregunta más inmediata en la actualidad: ¿por qué debo perdonar? A menudo nos encontramos en la posición de exigir el perdón para nosotros, pero nos volvemos hostiles cuando se nos pide que lo demos. "Per-don" lleva en su misma semántica la realidad. Es un don que se da y no se puede exigir. Es un "don-para"; algo que se da porque es capaz de contagiar para que también se ofrezca. La muerte del inocente en la cruz, que ofrece su perdón a todos, no puede hacerse vana encerrándonos en el egoísmo del rencor y la venganza. No es fácil perdonar si antes no se ha tenido la experiencia de haber sido perdonados. Hoy en día, quien perdona parece haberse convertido en un héroe, tan inusual se ha vuelto realizar este acto. Se prefiere optar por la ira que anticipa la muerte en lugar de ofrecer el perdón que prolonga la vida. La fuente de la liberación se confunde con la caída en la esclavitud. Es una situación dramática la que se vive en estas décadas donde el perdón parece haberse convertido en un extraño en la vida familiar y en la sociedad.

¿Quién debe ser el primero ante el perdón? ¿El que es perjudicado y lo concede, o el que ha hecho el mal y lo pide? Estas preguntas hacen referencia a la humanidad que está dentro de nosotros y que todavía necesita ser liberada para pasar de las tinieblas a la luz. El Hijo de Dios no esperó a que el pecador le pidiera perdón, sino que lo ofreció él mismo como signo conclusivo de su amor. El perdón no está desligado del amor, sino que es uno de sus rasgos distintivos. Donde no hay perdón, ni siquiera se puede afirmar que existe amor verdadero. En cambio, donde hay amor verdadero, también debe existir la disponibilidad a perdonar. Esto no es un acto automático, sino que requiere la fuerza que viene de lo alto. A veces, puede llevar tiempo, y por eso la llamada a la paciencia que hace el Apóstol en su carta puede ser de ayuda y apoyo. Y, en todo caso, la espera paciente para recibir y dar el perdón exige a su vez que vaya acompañada por la perseverancia en la enseñanza del Señor que pide perdonar no sólo "siete veces, sino setenta veces siete" (Mt 18,22).

Por otra parte, el amor es don puro que se ofrece y sólo cuando se ama con ese tipo de amor se está dispuesto a amar primero para despertar el amor en la otra persona. Lo mismo ocurre con el perdón. Es un acto de valentía que se remonta a la fuerza del amor que vence toda resistencia. No es de cobardes perdonar, al contrario, es propio de los fuertes que conocen el verdadero valor de la vida y el poder del amor que genera serenidad y profunda paz. No es casualidad, además, que en el concepto mismo de perdón se apele a la necesidad de olvidar el mal recibido para iniciar una nueva relación interpersonal. Perdón y olvido: un binomio difícil pero necesario. El apóstol, en su Carta a los Colosenses, permite comprobar otra connotación del perdón: su alcance universal. La redención realizada por Cristo no se limita al perdón con respecto al hombre, sino que se extiende a un acto de salvación que abarca también a toda la creación. Él, en efecto, deberá recibirla de nuevo para entregarla al final de los tiempos en las manos del Padre y así reconciliar definitivamente a todos y a todo.

Esta connotación tampoco está exenta de sutilezas. A menudo se piensa que el perdón está destinado sólo a las personas. No es así. Hay conductas que van en contra de la creación y que requieren un cambio propio de quien pide perdón. Esto comporta la exigencia de cambiar de vida. No hay verdadero perdón, de hecho, si éste no lleva consigo la exigencia de cambiar las propias conductas. En la medida en que se recupere el sentido de pertenencia a la creación y no de dominio sobre ella, surgirá también la conciencia del respeto y de la responsabilidad. Tal vez, en esta etapa de la historia, el perdón deba conjugarse precisamente con el respeto, que advierte sobre la presencia de alguien o de algo cercano, y con la responsabilidad, que pide una respuesta verdadera y coherente asumida en primera persona.

† Rino Fisichellla
Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización

¿Cómo confesarse?

Celebración individual del Sacramento de la Reconciliación

En el momento en que te presentas como penitente, el sacerdote te acoge cordialmente, ofreciéndote palabras de aliento. Él hace presente al Señor misericordioso. Junto con el sacerdote has la señal de la cruz diciendo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El sacerdote te ayuda a disponerte a confiar en Dios, con estas o similares palabras: Acércate confiadamente a Dios Padre: Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. El sacerdote, según convenga, lee o recita de memoria algún texto de la Sagrada Escritura en el que se hable de la misericordia de Dios e invite al hombre a la conversión. Ez 11, 19-20

Les daré un corazón nuevo y pondré en su interior un espíritu nuevo. Quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Así caminarán según mis mandamientos, observarán mis leyes y las pondrán en práctica; entonces serán mi pueblo y yo seré su Dios.

En este momento, puedes confesar tus pecados. Si es necesario, el sacerdote te ayuda haciéndote las preguntas oportunas y dándote los consejos adecuados. El sacerdote invita al penitente a mostrar su arrepentimiento recitando el acto de contrición o alguna otra fórmula similar, por ejemplo: Padre, he pecado contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Ten compasión de mí, pecador. (Lc 15, 18; 18,13)

El sacerdote, extendiendo sus manos (o al menos su mano derecha) sobre la cabeza del penitente, dice: Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado al mundo consigo mismo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, a través del ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo † y del Espíritu Santo.

Responde: Amén.

Después de la absolución el sacerdote continúa: Alabemos al Señor porque es bueno.

Responde: Porque es eterna su misericordia.

Entonces el sacerdote te despide diciendo: El Señor te ha perdonado. Vete en paz.

Oración del Penitente

Lávame, Señor, de todas mis culpas y límpiame de mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. (Sal 50, 4-5)

O bien:

Oh, Jesús, que ardes de amor, ¡que nunca te ofenda!

Oh, mi querido y buen Jesús, con tu santa gracia no quiero ofenderte más, ni volver a disgustarte, pues te amo sobre todas las cosas.

Mi Jesús misericordioso, perdón